Todos los mares, de Basia Batorska

La artista eligió los nombres de los mares de la Luna para titular sus cuadros y otorgarle, además de la unidad formal, un sentido conceptual unitario a toda la serie.
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Los mares interiores producen sensaciones que no atinamos a nombrar. Concebimos sin embargo, a contracorriente, nombres para describir, o intentar asir, aquello que sentimos y que luego intentamos vanamente constreñir a nuestro léxico. Así nos sentimos seguros de poder decir amor, o felicidad, o desasosiego, creyendo que nombramos algo cuando no sabemos de manera cabal a qué nos referimos. En realidad, acaso, nombraríamos lo mismo si a nuestros estados emocionales los llamáramos, por ejemplo, Mar de la Fecundidad, Mar de la Tranquilidad u Océano de las Tormentas.

Todos los mares, la exposición de la obra reciente de Basia Batorska, parece estar en sintonía con esta cavilación. Aquí la artista eligió los nombres de los mares de la Luna para titular sus cuadros y otorgarle, además de la unidad formal, un sentido conceptual unitario a toda la serie, si bien, como sucede con el abstraccionismo lírico cuando su informalismo consigue verdaderamente capturar una sensación, las piezas de Basia invitan antes que nada a contemplar, a percibir más allá, o más acá, de la racionalidad.

La mirada del espectador es conducida así en estas piezas por los ritmos ondulantes, por las inusuales texturas de las composiciones, donde lo que confiere en cada caso carácter a las obras es el trazo gestual, no desbordado a la exclamación expresionista, sino como una afirmación visual, templada con el dominio de la intención, y una consumada alquimia de los materiales plásticos. Es, entonces, un disfrute apreciar esas calidades que parecen de intaglio, o a veces de encáustica, o a veces de trazos de dedos, que terminan haciéndonos preguntarnos cuál es la fórmula, cómo consiguió aplicar de ese modo la pintura.

Luego, llama especialmente la atención el procedimiento. Quienes nos dedicamos simplemente a observar, y acaso a reflexionar, quedamos un tanto marginados de lo que puede captar un artista plástico que se dedica de lleno con el mismo gusto que Basia a la cocina de la pintura, y que entiende cabalmente la dificultad técnica de conseguir esas calidades, pero también, en carne propia, el disfrute sensorial de trabajar con las manos embarradas de plastas, el olor de los colores, el gusto por la factura que deja siempre en la obra una huella perceptible al ojo avizor, una especie de sonrisa matérica.

Cuando un artista se sale un poco de las restricciones de una técnica pura, por ejemplo cuando combina técnicas, lo que se suele poner en la ficha museográfica es el ambiguo: “técnica mixta”. Basia Batorska, en cambio, revela con toda precisión que sus obras fueron realizadas en: Placa de madera con relieves trazados sobre una capa de acrílico. Entintado con varias manos de pintura al óleo aplicadas simultáneamente. Una sola impresión sobre papel Fabriano 21 húmedo. A pesar de tan largo tecnicismo, las piezas son propiamente monotipias, es decir, el procedimiento parte del grabado, o de la estampa, pero el artista aplica su propia receta sobre la placa con el fin de lograr una pieza única –lo que ubica a la obra en realidad más cerca de la pintura que de la múltiple reproductibilidad de la gráfica.

La receta de Basia Batorska, como se ve fácilmente, proviene de muchas largas horas de laboratorio en el taller; es fruto de un experimentado conocimiento de los materiales con los que trabaja, de saber cómo actúa un pigmento sobre este o el otro aglutinante, cómo reaccionan los aceites de las pinturas a nivel químico, qué se necesita para que al levantar el papel, y luego de secarse, las texturas queden justo así.

Lo que nos preparó en esta ocasión fueron Todos los mares. Mares lunares, según sus nombres; mares de sensaciones visuales, según sus efectos. Estos mares de Basia Batorska a veces son como olas formadas por trazos en círculos: olas que avanzan en un trozo de océano, o que se alzan dramáticas si el formato es vertical, como si fueran una pared líquida; otros mares son sosegados, fluyen como los caireles de una cascada; otros son una sucesión de franjas gestuales, más o menos paralelas, que remiten a lo ondulado de la superficie del agua cuando sopla sostenida una brisa fuerte; en otros más se forman como volutas de espumas cromáticas. Y a veces, incluso, el color rebasa la placa, cual si una ola se hubiese desbordado hasta la playa de papel.

Cuando navegamos por la idea de mar, cuando tomamos los catalejos para mirar nuestros mares interiores, siempre los mismos pero nunca iguales, aprendemos después de un tiempo a reconocer su estado, su carácter en un determinado momento. Luego creemos que si aprendemos a leer así el ánimo del mar, entonces podremos saber dónde nos encontramos, y acaso controlarlo. Y esto nos trae de nuevo a nuestra propensión a nombrar. Basia Batorska eligió para su cartografía los nombres en latín con que fueron bautizados los mares de la Luna. De este modo parece tomar una distancia analítica, pero en realidad se trata de un guiño: esta serie de estupendas imágenes rítmicas, evocadoras, nos sugiere que somos embarcaciones al azar atravesando el Oceanum Incognitum de la vida, y que lo que percibimos a nuestro alrededor son, nada más, y nada menos, todos los mares.

Todos los mares, de Basia Batorska, se exhibe en la Biblioteca Nacional, en la Ciudadela de la Ciudad de México, hasta el 19 de abril.

 

 

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