Primero, nos dicen que la literatura y los libros (aunque una y otros no sean propiamente lo mismo) ya no le importan a nadie. Preferible para los medios hablar de entretenimientos más populares: el mp4, el iPod, iPhone o Xbox, los consoladores hiperrealistas y los lubricantes con sabor a guanábana, las películas, las series televisivas, los reality shows. Si se cita al libro es para lanzarle alguna condena apocalíptica: será sustituido por el libro digital, por la Internet, por el pianosaurio. A la vez, y sin lógica alguna de por medio, todo Cristo viviente se empeña en publicar un librito. Como si ese inminente peligro de extinción hiciera más preciosa y única la posibilidad de que lo que uno emborrona en su Mac Air o porquería similar termine en hojas impresas y encuadernadas.
Lee uno las notas sobre la feria del libro de Fráncfort y se topa con que una novela que acaba de escribir (es un decir) Guillermo del Toro, con la ayuda inestimable del narrador (es otro decir) Chuck Hogan, ha sido la estrella de los mercados otoñales y ya está vendida en 21 países, aunque nadie —aparte de Memo y Chuck— la haya leído todavía. Guillermo es sin duda el mexicano mejor colocado en Hollywood en este momento (tiene la posibilidad de hacerse un clásico del cine de aventuras con The Hobbit) y ha decidido ponerle nombre a una novela de vampiros que además, se anuncia, apenas es el primer tomo de una trilogía.
¿Si Del Toro, cuyas ganancias se cuentan en millones de dólares, cede a las veleidades de sentirse escritor por un día, qué podemos esperar de gente más desesperada? Todos conocemos esta historia: fulano o fulana es un idiota, pero le gusta escribir; fulano o fulana le ofrece dinero a alguna dependencia para que le saque un librito; el librito, huelga decir, es inmundo; sin embargo, a los billetes de fulano o fulana no hay quien les haga el feo… Alguien dirá que es un fenómeno minoritario. Como sea, revela un apetito real: el de figurar como autor a cualquier costo. Si no: ¿qué explicaría que gente de obvio analfabetismo funcional, como Manuel Espino, vayan a promover libros en la próxima FIL? ¿Para qué? Pues porque el libro es, todavía, un mecanismo certificador de inteligencia. La gente no lee nada, pero tiene un respeto mitológico por los libros. “Está escrito en los libros”, solía argüir una amiga correctora para ganarme las discusiones. Nunca dijo qué libros. Pero eso bastaba.
– Antonio Ortuño