La comuniĆ³n de los santos

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Yo era solo aquello que tocaste

con tu mano…

Iosif Brodsky

 

para Ɓlvaro y Carmen Mutis

 

¡Varvara Vinogradova! Su nombre, que creĆ­a inolvidable, reapareciĆ³ en un viejo diario de viaje. El nombre convocĆ³ su rostro: los infinitos ojos de un azul inverosĆ­mil, peces tropicales en una pecera pĆ”lida. Rubor tĆ­mido en los altos pĆ³mulos, cejas de golondrina, el moƱo sensual de una bocca baciata prerrafaelita. Y enmarcando esa belleza nevada, la tormenta lĆ­quida de una cabellera como alas de cuervo. La vi siete noches seguidas, a la misma hora y en el mismo sitio. Las siete veces me dije con reverencia sofocada “¡Varvara Vinogradova…!”

LleguĆ© de Helsinki a la anfibia San Petersburgo –agua, oro, granito, huesos– el 25 de junio de 1999. Yo era entonces un caos, y Rusia otro: no habĆ­a dinero y se pagaba en “unidades”; todo mercado era negro; guerra en Chechenia; polĆ­ticos y prestanombres retacĆ”ndose las bolsas; escasez y hambruna; Yeltsin unos dĆ­as muy borracho y otros dĆ­as nomĆ”s borracho.

Habƭa pagado a buen precio una semana en el Grand Hotel Europe. El legendario edificio de la perspectiva Nevski conservaba una cachondez decrƩpita de archiduquesa desvelada. Apenas me instalƩ salƭ al mediodƭa fulgurante y retƩ al verano mƔs ardiente en la memoria de la ciudad. La humedad hervƭa en el aire. Cada media hora, una gota de bronce derretido caƭa de la mano de Pushkin. Los niƱos retozaban en las fuentes verdes.

Afuera de la catedral de KazĆ”n, en su preciosa plaza, un muchacho altanero como un hĆ©roe cosaco cabalgaba semidesnudo un caballo cabezĆ³n, a pelo, cascando chispas alrededor de una botella gigante de Gatorade. Un letrero en inglĆ©s cojitranco anunciaba un coro masculino que cantarĆ­a en media hora. ComencĆ© a levantar una estadĆ­stica cientĆ­fica: de cada diez mujeres, tres eran guapas, tres eran hermosas y tres eran divinas (la restante siempre era una babushka idĆ©ntica a Brezhnev). Ya en la relativa frescura de la catedral, sobre el coro de bajos telĆŗricos, flotĆ© conmovido sobre el alma turbulenta de la Madre Rusia.

Me pasĆ© la semana escuchando coros, mirando matisses danzantes y grecos diluidos, caminando plazas, calles, puentes; visitando iglesias de merengue y pirulĆ­; asistiendo a misa con tal de montarme, advenedizo, en la nota final de cada salmo; fui a llorar a Leningrado; visitĆ© escenarios de novelas; fui a los museos de AjmĆ”tova y Dostoievski; a la casa de Nabokov y a otra, con su placa nuevecita: “En esta casa viviĆ³ el gran poeta Iosif Aleksandrovich Brodsky” con su perfil de “parĆ”sito social”…

Acababa deshilachado y extinto, sudando borsch y cerveza, engullendo aire acondicionado. Pero todas las noches (segĆŗn el reloj, no la insomne luz anaranjada), luego de una ducha tibia, me revivĆ­a el asombro de mirar de nuevo a la gradiva Varvara Vinogradova recibiĆ©ndome en el restaurante ruso, vestida como una princesa de IvĆ”n Bilibin.

Usaba una sonrisa melancĆ³lica, resignada al pasmo que su belleza causaba en hombres, mujeres y estatuas. La primera noche me saludĆ³ en un francĆ©s de pianola, me instalĆ³ y desapareciĆ³ tras los mĆŗsicos que hacĆ­an patria serruchando balalaikas. En la mesa, una hoja elegante explicaba los platillos y mostraba al chef y a su personal en cirĆ­lico y latino. (AhĆ­ me aprendĆ­ su nombre dionisiaco.) RegresĆ³ con la carta y una cortesĆ­a: una copita de vodka rosado en un plato con dos cerezas negras. La mesa, el vodka y las cerezas, su saludo y su sonrisa triste, idĆ©nticas cada noche…

ComĆ­a platillos inescrutables (betabeles pomposos, ignotos mamĆ­feros), escuchaba el equivalente ruso de una estudiantina y leĆ­a Saint Petersburg: A cultural history (1995), tomazo formidable de Solomon Volkov. O fingĆ­a leer: en realidad oteaba en el horizonte las velas fortuitas de la fragata Vinogradova. La convertĆ­ en Anna Sergeyevna, en Lara, en Marina Basmanova, en Margarita; me inventĆ© historias bobas con trineos y gulags en las que, montado en un garaĆ±Ć³n llamado Ossip, la rescataba de un tĆ”rtaro perverso, un gato luciferino o un komissar particularmente perverso…

HabĆ­a guardado el necesario paseo por los canales para el Ćŗltimo dĆ­a. ContratĆ© en el Neva una lancha a cargo de un capitĆ”n que traĆ­a a su hijito de grumete, un hermoso Ć”ngel que me servĆ­a copa tras copa de champaƱa majadera y la cobraba de inmediato. Juntos, padre e hijo, sopranino y barĆ­tono, cantaban aires boteros con bastante gracia (incluyendo Kalinka: ¿copos de nieve a 38 grados?).

LleguĆ© exaltado y patĆ©tico al hotel. Limpio y lustroso lleguĆ© a mi cita imaginaria. MĆ”s que preguntarlo, rompiendo por primera vez su protocolo milimĆ©trico, Varvara Vinogradova aseverĆ³ que era mi Ćŗltima noche. Lamentablemente, dije, y sus ojos atlĆ”nticos se apiadaron de nosotros. Luego vino mi regalo. RegresĆ³ con la carta, la copita de vodka y las cerezas. Pero esta vez, con los ojos fijos en mĆ­, se comiĆ³ una cereza y me puso la otra en la boca. DespuĆ©s tomĆ³ la copa delicadamente y puso el borde en sus labios. Cuando me la pasĆ³ toquĆ© sus dedos, tan frĆ­os como el cristal, unos largos segundos.

Su sonrisa triste se quedĆ³ conmigo; ella desapareciĆ³ para siempre. ~

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Es un escritor, editorialista y acadƩmico, especialista en poesƭa mexicana moderna.


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