Wertach es un pequeño pueblito de unos 2.500 habitantes en la Algovia, rodeado de prados de prístina belleza y ondulantes colinas que se estiran como felinos a los pies de los Alpes. En este paraíso para caminantes y esquiadores que bien podría ilustrar una postal para Heimat, esa intraducible palabra alemana que sintetiza hogar, terruño, pago chico y hasta país, según se la utilice, nació en 1944 el escritor W. G. Sebald. Y abandonó esta región definitivamente a los veintidós años para radicarse en Inglaterra. Este emigrado por voluntad y deseo dedica a este pueblito de su infancia el capítulo “Il ritorno in patria” de su libro Vértigo, con el que comienza su carrera de escritor, tan intensa como fugaz.
En noviembre de 2004, poco antes de cumplirse el tercer aniversario de su muerte en un accidente automovilístico en Inglaterra, la comuna de Wertach inauguró el sendero que lleva su nombre, un recorrido de unos doce kilómetros que atraviesa montañas, valles, pastos de un verde insuperable y un río encañonado que murmura a la oreja del caminante antes de arrojarse al Danubio. ¿Era acaso Wertach la Ítaca de Sebald? ¿O ese título era una confirmación más de su condición de emigrante definitivo? En todo caso, el sendero que su lugar de origen le dedica se apoya en seis pedestales que reproducen fragmentos de “Il ritorno in patria”, memoria de un viaje que realizara el escritor a su pueblo natal en 1987, casi veinte años después de su partida definitiva de Alemania.
Era una tarde de noviembre cuando un ómnibus lo depositó en Oberjoch, que entonces era el puesto fronterizo con Austria, y desde ahí comenzó el descenso a pie, unos doscientos metros a lo largo de paisajes diferentes: el Tolbe con su belleza salvaje, árboles desgarrados enganchándose en la corriente de un arroyo bravío, la abrupta ladera y el sendero pedregoso, la capilla de Grumbach al pie de la montaña inaugurando la planicie entonces cubierta de nieve, y más tarde el río Wertach irrumpiendo con toda su velocidad en la bajada, y a medida que iba caminando lo azotaba el frío y la niebla en el descenso a la cueva oscura del origen.
¿Es acaso el narrador W. G. Sebald el Ulises que vuelve a casa, como el nombre del aria de Monteverdi lo insinúa? No lo parece, aunque si bien es cierto que abandonó Alemania, nunca se fue sin embargo de su lengua materna y sus temas estaban profundamente enraizados en ese hueco de la literatura del alma, el territorio sin nombre de la pérdida y la melancolía. Pero tampoco era un Eneas que fue a conquistar un espacio donde construir una nueva patria; casi seguro que Sebald no quería ninguna ni anhelaba ningún lugar, que era un emigrado cuya Heimat era la memoria. De memoria escribía y de memoria volvió a Wertach.
En julio decidí emprender ese camino con su libro de poemas Del natural en la mochila y una cámara de fotos descartable hecha en México, que compré por siete euros en el pueblo con la ilusión de registrar imágenes que fueran a su vez pausas en este recorrido, como el escritor propone en sus libros. “Soy un resultado del nazismo” decía Winfried George, refiriéndose amargamente a ese nombre que detestaba, prefería llamarse con su tercer apelativo, Maximiliano, y ni siquiera completo, apenas Max. Su padre era capitán de la Wehrmacht y por eso abandonaron pronto el pequeño pueblo para instalarse en Sonthofen, donde había una importante guarnición militar –que aún existe, ahora de la Bundeswehr–, una lástima mudarse, iba a separarse del abuelo, “la persona que más amaba por sobre todas las cosas”. Ese padre, prisionero de guerra de los franceses y liberado recién en 1947, para más tarde incorporarse a la Bundeswehr, era poco o nada conocido por los hijos, W. G. y sus dos hermanas. El escritor recuerda esa presencia extraña, la forma de rasurarle el pelo, la navaja tan cerca de la nuca, y después ya siendo mayor, cuando vio por primera vez las pinturas de Judith y Holofernes comprendió su pánico de niño. A sus cinco años, escribe W. G., seguía sin acostumbrarse a ese padre “empleado” en Sonthofen, a quien veían sólo los fines de semana. Nunca llegó a entenderse bien con él, y nadie más lejos de aquel hombre, que era militar, que este hijo cuyo primer entusiasmo era la lectura. Para qué la literatura, pero él insiste en recordar, y escribe en el aire sus palabras como un peregrinaje, pega al corazón de quienes apuestan al olvido para que todo sea más sencillo. Como su personaje, el tío Ambros Adelwahrt, que lleva su obsesión hasta el paroxismo y se somete voluntariamente a sesiones de electroshoks hasta eliminar todo vestigio de memoria.
Es julio y hace sol, la capillita de Grumbach huele a nardos, es pequeña, aquí (según cuenta) se refugió de la nevada, y aquí vio las crueldades que un pintor poco talentoso dejó estampadas en el viacrucis; ahora un grupo de chicos juega en las cercanías y la capilla está recientemente renovada, tan blanca que encandila. ¿Cuántas vueltas necesita el viajero para retornar de veras? ¿Cuánto tiempo para encontrarse con la infancia, el pintor veneciano, un litro de cerveza y más allá la inundación? Y sin embargo todo se mueve: los pasaportes se pierden, los zapatos se despedazan de tanto andar, la lengua que se habla a medias, el viajero no tiene morada fija, dice el I Ching, su hogar es el camino.
En el sendero de Sebald la memoria es implacable sin embargo. Frente a la belleza zumbante del entorno, a lo largo del recorrido, parece emerger con luz irresistible el resplandor de los personajes de esa región que alguna vez fueron y que Sebald registró en ese idioma donde la palabra migrar tiene la misma raíz que caminar: Wandern. Es la historia de tantos olvidos, del maestro Paul Bereyter que se acuesta sobre las vías esperando el tren, de un viaje y las espirales de tiempo de Stephen Hawking. De la vida en los zapatos, caminante no hay camino. ~