Esta historia comienza a la salida de un cine de barrio en Barcelona. Entre la gente que se dispersa, se sube el cuello del abrigo un joven llamado Juan Marsé. El embrujo no ha terminado para él, acaba de empezar. Ha visto la película El embrujo de Shanghai, ambientada en la ciudad del exotismo y del misterio, poblada de clubes nocturnos y ex nazis, lánguidos crepúsculos portuarios y vestidos de seda. Los fotogramas de la película de Josef Von Sternberg seguirán proyectándose en su mente hasta que, años más tarde, escribe una novela con ese título ambientada en la posguerra de Barcelona y narrada desde la memoria del protagonista, Daniel, un adolescente que consume las horas del verano que marcará su vida como escudero, dibujante y atento escucha de mundos exóticos. Para completar el círculo, y tras el abandono de Víctor Erice por los constantes desacuerdos con el productor Andrés Vicente Gómez, la novela vuelve a sus orígenes con la adaptación cinematográfica realizada por Fernando Trueba, actualmente en las pantallas españolas.
"Narra la historia de unos personajes solos, desamparados, rotos, que consiguen recomponer una ficción de familia, vivir un instante de felicidad que por un momento funciona pero que, como todo lo hermoso, se acaba." Estas palabras de Fernando Trueba en la antesala del estreno trazan una magnífica sinopsis de El embrujo de Shanghai, una de las mejores novelas españolas de final de siglo y quizá una de las que han pasado más desapercibidas para el lector, a pesar de recibir el Premio Nacional de la Crítica en 1993 y el Premio Europa de Literatura en 1994, un año después de su publicación.
La adaptación de Trueba, como habría ocurrido en el caso de Erice, lleva el sello de marca. Se encuentran en ella ingredientes narrativos de El año de las luces y Belle époque, películas a las que se suma ahora El embrujo de Shanghai para completar una posible trilogía de la posguerra española cuyo núcleo temático sería la iniciación sentimental de unos adolescentes originada en el universo íntimo que crean los personajes al margen de la realidad que les rodea y a la que, finalmente, vuelven transformados. Marsé utiliza la técnica de la novela dentro de la novela para cifrar la esperanza de los protagonistas en la ensoñación de un mundo mejor por lo que tiene de exótico y misterioso. Trueba, por su parte, valora esa intimidad en la que se refugian los personajes filmando los rostros en planos subjetivos y primeros planos cuyos decorados exteriores adquieren un cierto aire retórico, tanto en el caso de la Barcelona doméstica de posguerra como en la misteriosa Shanghai de los clubes nocturnos. La utilización del color y del blanco y negro para diferenciar los dos relatos supone una combinación de intimidad y espectacularidad (se trata de un filme coral que cuenta con miles de extras y largos millones de presupuesto), que piensa en un público, tan mayoritario como respetable, educado en el cine clásico de Hollywood. Incluso remarca el ensueño de Shanghai con movimientos más lentos de los actores y diálogos estereotipados como los de las películas dobladas de la época. Por otro lado, es la primera vez que Trueba se encuentra con los personajes diseñados de antemano, y el hecho de que condicione sus proyectos a la presencia de actores que conoce muy bien precisamente porque diseña los personajes para sus dotes naturales, provoca en este caso que algunas de las interpretaciones resulten un tanto académicas, condensadas para que quepan en una cinta de dos horas y sin la soltura y autenticidad con la que tanto éxito obtuvo en ocasiones anteriores.
Una buena forma de demostrar que de veras se pretende apoyar el cine español sería que la adaptación en la que Víctor Erice estuvo trabajando durante tres años, y que hubo de abandonar por los desacuerdos con producción (un cine el de Erice difícil para los productores al no seguir los estereotipos narrativos que establecen los patrones de la industria), encontrara un sistema de financiación acorde con la exigencia de sus planteamientos. La interrupción de su proyecto hace posible la película de Trueba que ahora tenemos en cartelera. Con ella, la industria del cine español se beneficiará de una fórmula que combina intimidad y espectacularidad sin asumir excesivos riesgos. Pero ganaría mucha más credibilidad si, como ha ocurrido recientemente en la literatura con la publicación simultánea de dos versiones de Proust y otras dos de Eliot (no son comparables los gastos pero tampoco los beneficios), tuviéramos en cartelera dos adaptaciones cinematográficas diametralmente opuestas de una misma novela española. El hecho de que lo sean enriquece los planteamientos de nuestro cine y también los puntos de vista cinematográficos del espectador.
Menos es nada, la publicación en el sello de Plaza & Janés del guión de Erice titulado La promesa de Shanghai consuela, por un lado, de esa pérdida y, también es cierto, deja su trabajo menos expuesto a la crítica que el de Trueba. Esta vez la pantalla será una hoja en blanco en la que, sin más, se pueda escribir. Más allá de ser un guión cinematográfico al uso, por tanto instrumental, se trata de una película escrita cuya historia está narrada por el protagonista, representado, como en la versión de Trueba, por una voz en off y, en este caso, por la visualización de su mano escribiendo sobre el papel. El rasgueo de esa pluma se presiente a lo largo de la película como esos personajes del cine de Erice cuya ausencia posibilita un encantamiento: algo está ahí y hay que acertar a verlo.
Víctor Erice y Fernando Trueba, lectores distintos de una misma novela, realizadores de una filmografía sustentada en tradiciones cinematográficas distintas, comparten, eso sí, un interés por la relación que se pueda establecer entre ficción y documental. Erice rueda con el pintor Antonio López El sol del membrillo y Trueba revisa el jazz latino en Calle 54. La ficción puede ser convertida en realidad y la realidad en ficción. En este sentido, La promesa de Shanghai incluye, a modo de introducción, un texto titulado Umbral del sueño en el que Erice nos relata, en tercera persona, su descubrimiento del cine una mañana de domingo en que ve por primera vez El embrujo de Shanghai, la película de Sternberg. "Porque entonces yo aún no sabía que a pesar de crecer y por mucho que uno mire hacia el futuro, se crece siempre hacia el pasado, en busca del primer deslumbramiento", escribe el narrador al final de la novela de Marsé.
En La promesa de Shanghai confluyen, por tanto, dos experiencias que impulsan su escritura: la película de Sternberg y la novela de Marsé, escrita, a su vez, desde la fascinación por esa película. Fascinación que comparten sus dos protagonistas, Susana y Daniel, al hilo del relato imaginario que todas las tardes les acerca a Shanghai. Mientras Trueba, como ya ocurre en El año de las luces y en Belle époque, incide más en la aturdida iniciación del adolescente en el universo femenino, Erice, como también hace en El espíritu de la colmena o en El sur, presta más atención a la evocación de la figura paterna ausente y a la formación del imaginario infantil a través del cine en la posguerra. Ese "exotismo de los pobres" con el que Erice transforma el embrujo en promesa al suprimir radicalmente la visualización del relato que transcurre en Shanghai, cristalizando su ensoñación en un par de postales de los muelles de Shanghai, un vestido y un abanico de seda. Eso le permite prescindir de un personaje como Kim, interpretado en la versión de Trueba por Antonio Resines, y dar mayor realce del que tiene en la novela al capitán Blay, que también hubiera sido interpretado en su caso por Fernán Gómez, enalteciendo sus raíces quijotescas de "loco consciente", su desparpajo mundano como abanderado de una utopía y el distanciamiento irónico y lúcido de sí mismo al final de su vida provocando la completa entrega a su causa de su escudero Daniel. La luz y el sonido, unas sandalias de madera acercándose todas las tardes por el pasillo, se convierten entonces en algo más que meros recursos cinematográficos al integrarse en la historia encarnando su respiración. Dan cuenta, sencillamente, del paso de los días desde la tensión poética de cada uno de los planos que discurren al compás de los hechos esenciales de la vida. Ayudan, paradójicamente, a subrayar el silencio donde Trueba opta por la espectacularidad.
Dos maneras distintas de adaptar un texto al lenguaje cinematográfico, indicio de que tanto Trueba como Erice han sido fieles a la naturaleza de su propia obra. Ambos ante una novela de Marsé que relata una breve felicidad y sus largas renuncias. La difícil renuncia de lo que debía haber sucedido hace tiempo y no sucedió nunca. –