En las páginas de Verdad tropical: música y revolución en Brasil (Salamandra, 2004), crónica imprescindible sobre el movimiento tropicalista narrada por uno de sus protagonistas, Caetano Veloso, encontramos una confesión luminosa del autor, escrita allá por el año 1967 para el disco Domingo, que grabó con Gal Costa: “Ya no quiero vivir sólo de la nostalgia de otros tiempos y lugares sino que, por el contrario, deseo incorporar esa nostalgia a un proyecto de futuro”. Es una descripción intuitiva y premonitoria de uno de los cataclismos culturales más importantes que atravesó Brasil en su tránsito a la modernidad, decisivo en la formación de sus señas de identidad actuales y que influyó notablemente en los procesos políticos y las transformaciones socioculturales posteriores de este inabarcable y exuberante “país tropical, bendecido por Dios y bello por naturaleza”, como define con exactitud científica la famosa canción.
Y es que tiene poco de casual que el otro instigador del movimiento, Gilberto Gil, con quien Caetano compartió la cárcel, el destierro y el confinamiento por decisión de la Junta Militar brasileña en 1968, sea ahora, 37 años después, nada menos que ministro de Cultura en el gobierno del presidente Lula da Silva, único gobernante que en los últimos tiempos ha llegado a la presidencia de un país, literalmente, por aclamación popular. Cualquier comparación entre este talentosísimo músico e intelectual comprometido (que combina las tediosas tareas administrativas y los conciertos masivos electrizantes, que destruyen en vivo y en directo las fronteras entre cultura académica y popular) y sus homólogos del primer mundo los famosos hombres de gris, debería hacernos reflexionar sobre la presumida supremacía de los modelos europeos y sus líderes, por no hablar de los de Disneylandia, con su letanía de sangre, pudor y lágrimas.
Tropicália sugiere un país imaginario, el reverso de la Arcadia inaugural, porque no se encuentra en el origen de los tiempos sino que es un territorio a conquistar y edificar en el futuro. Por otro lado se percibe intuitivamente como un espacio real, cálido, sensual, exuberante, voluptuoso, dionisiaco, de afirmación del aquí y el ahora, de la vida, el placer y la libertad: el paraíso no hay que buscarlo en el cielo sino construirlo en la tierra. Y para el brasileño y esa era la intención que querían subrayar estos benditos especuladores inmobiliarios, desde su propia realidad de hombre tropical.
El movimiento tropicalista tuvo su más amplio desarrollo y resonancia en la música, de la mano de Gilberto Gil, Caetano Veloso, Gal Costa, Tom Zé, Nara Leao, Os Mutantes y Rogério Duprat, junto a los poetas José Carlos Capinan y el malogrado Torquato Neto. Su manifiesto sonoro y literario, el disco colectivo Tropicália ou Panis et Circencis, publicado en el mágico 1968, consagró definitivamente el nombre. Pero había muchos otros agitadores girando alrededor del movimiento en ondas concéntricas y excéntricas, ya que, en realidad, éste no era sino una apuesta cosmopolita, desprejuiciada e irreverente por crear una nueva sensibilidad, abierta a explorar la posibilidad de ser, a la vez, brasileño y ciudadano del mundo.
Esta propuesta radical y delirante cayó como un meteorito incendiario sobre la durísima corteza cultural del país y se desintegró casi inmediatamente (Caetano, poco tiempo después de la publicación del disco, actuó en la televisión con un cartel colgado que decía “Aquí yace el tropicalismo”), pero levantó una enorme capa de polvo de estrellas que quedó suspendida para siempre en la atmósfera y precipitó la desaparición de los dinosaurios mentales.
Fenómenos paralelos en el tiempo y convergentes en la búsqueda de ese espacio común fueron el Cinema Novo de Glauber Rocha y Joaquím Pedro de Andrade, los “poetas concretos”, Décio Pignatari y Augusto y Haroldo de Campos, y muchos artistas plásticos, como Hélio Oiticica.
En un entorno opresivo, bajo el régimen dictatorial auspiciado desde fuera (por los de siempre) y apoyado desde dentro por la derecha inmovilista (como siempre), y frente a una izquierda plana, panfletaria y nacionalista, que rechazaba la música de rock y las nuevas tendencias que venían del extranjero por considerarlas colonialismo cultural y una manifestación más del imperialismo norteamericano, los tropicalistas eligieron ser modernos. No es azaroso que se consideraran herederos del movimiento literario modernista de 1920 liderado por Pedro de Andrade y se inspirasen en el Manifiesto antropofágico de Oswald de Andrade (1928). La idea del canibalismo cultural, de fagocitar todas las corrientes artísticas e intelectuales sin escrúpulos de conciencia y guiados por su gusto personal y su proceso creativo, les granjeó inicialmente un rechazo total y simétrico en ambos sectores de lo políticamente correcto. Su espacio natural, la izquierda, la universidad, los intelectuales y la refinada Pléyade de artistas relacionados con la música popular brasileña, veían con horror o distanciamiento, según los casos, cómo este movimiento quería conectar también con la sensibilidad de la gente corriente, reivindicaba la cultura de masas e incluso el mal gusto, veía con buenos ojos el fenómeno del pop rock brasileño de Roberto Carlos y su Jovem Guarda y sus integrantes aparecían en programas-concurso demenciales a los que eran adictas las clases populares. Inasequibles al escándalo y el desaliento, armados de imaginación y argumentos, con voluntad de provocación, mucho sentido del humor y espíritu crítico, confesaron lo inconfesable: su devoción por la bossa nova de Joao Gilberto, Tom Jobim y Vinicius de Moraes y la simultánea fascinación que sentían por Ray Charles, Fellini, Ava Gardner o los Beatles. Y esa confrontación intelectual y estética se reproducía en el nivel de la identidad social y la vida cotidiana porque la corriente de valores y modos de comportamiento de la cultura del rock (individualismo, libertad sexual, experimentación con las drogas, cosmopolitismo, igualdad de la mujer, creatividad, jipismo, psicodelia) amenazaba con llevarse por delante la inmarcesible esencia del Brasil de toda la vida. Y al cabo del tiempo, tanto el carácter genuino y la calidad artística de las propuestas de los ex tropicalistas como el involuntario favor que les hizo la Junta Militar al encarcelarlos (pues los convirtió en símbolos de la libertad y la resistencia contra la dictadura), aumentaron exponencialmente su grado de popularidad, cambiando la mentalidad y la actitud de toda la sociedad. Era terreno abonado para que surgieran nuevas generaciones de artistas: Milton Nascimento, Marisa Monte, Fernanda Abreu, Chico César, Carlinhos Brown, Seu Jorge y tantos más, que nos permiten disfrutar hoy en día de la envidiable salud ética y estética del Brasil contemporáneo. Y es que en materia de cultura no se puede andar con dietas de adelgazamiento ni fórmulas macrobióticas. Hay que ser carnívoro y adicto a la grasa animal. Toda cultura sana es adicta a la sangre y depredadora de lo ajeno, necesita devorarlo para crecer y tonificar sus propios músculos; para el buen funcionamiento y desarrollo de su organismo, para eliminar sus toxinas, ansía lo otro para asimilarlo y hacerse más fuerte, para sobrevivir mejor. Las culturas cerradas en sí mismas, endogámicas, se debilitan, perecen por avitaminosis.
El tropicalismo devoró la cultura de masas americana y europea, pero sin dejar de alimentarse de su propia tradición. O, si pasamos de la gastronomía a la terapia mental, la psique colectiva de Brasil, tras la descarga del electroshock tropical, pasó por un proceso de autocrítica y reorientación motora, pero sin que en ningún momento perdiese su autoestima ni infravalorase el potencial de su desarrollo personal.
Y este caso ha sido algo excepcional en el mundo latino, ya que en el resto de los países satélites del imperio la llegada del rock implicó en las nuevas generaciones un rechazo explícito a sus raíces y tradiciones culturales, por identificarlas con un modo de vida y un código de valores conservador y anticuado del que querían alejarse lo más rápidamente posible. Sin saber que, al mismo tiempo, se estaban alejando de sí mismos.
Por ello, al final de su libro Veloso siente la necesidad de reafirmar la actualidad y la vigencia de los ejes del tropicalismo y arremete violentamente contra el bárbaro Huntington y su espeluznante panfleto El choque de las civilizaciones, que vuelve a plantear, peligrosamente, la necesidad de proteger la pureza de la civilización occidental frente a la vorágine del islam, la amenaza amarilla, la salsa latina o los tambores africanos. Libertad, comunicación, tolerancia, mestizaje… Quizás aplicar remedios tropicales a este mundo enfermo terminal sea parte de la solución: la sonoridad de la risa frente al estruendo de las bombas. –
(ciudad de México, 1958) es abogado, periodista y crítico musical. Conduce el programa colectivo Sonideros de Radio 3 en Radio Nacional de España.