En un reciente ensayo en Slate, Jamelle Bouie explica lo que ha unido realmente a los votantes de Trump: su odio a Obama. No es el mismo odio que el de muchos conservadores, que lo tratan de comunista o polarizador. Es un odio racial. Creen que Obama ha realizado políticas de racismo inverso, y que la identidad blanca, que equiparan con la identidad estadounidense, está en peligro bajo su mandato. Según una encuesta de American Values, un 43% de votantes americanos piensa que existe una discriminación hacia los blancos equiparable a la de los negros. Un 17% de los votantes de Trump considera que la diversidad étnica es mala para Estados Unidos. Bouie menciona el concepto de “white fragility” para explicar ese miedo irracional al otro en Estados Unidos.
Pero que existan ofendidos no siempre implica que exista ofensa. Muchos blancos se han sentido desplazados cultural y económicamente por su gobierno, pero no es culpa de su presidente.
Obama no es un presidente identitario. No ha gobernado solo para los negros o para las minorías que lo apoyaron. Es un liberal político, un pluralista. En un artículo en New Yorker, Adam Gopnik explica la interpretación que Obama hace del liberalismo (no solo como cultura política sino como ideología progresista):
Liberalismo no es centrismo. No es una manera de separar dos bandos y buscar un término medio aceptable. El liberalismo que practica, según explica el presidente, es la ideología más radical, por cuanto propone un cambio, lo consigue y hace que perdure. Alguien propone un mundo más igualitario y consigue que dure asegurando que aquellos que se oponen, aunque hayan perdido la lucha, no pierden su dignidad, su autonomía o la oportunidad de adaptarse al cambio.
Aunque su objetivo final sea radical, sus medios son moderados: no busca desplazar al otro y alienarlo. Obama es un liberal progresista y un liberal político. Es pluralista y tolerante.
Es justo lo contrario que Donald Trump. El candidato republicano no solo pone en cuestión las instituciones democráticas sino los valores liberales. Es un líder autoritario. Shadi Hamid escribe en The Atlantic que es otro referente más de la llamada “democracia iliberal”. La diferencia más notable con otros representantes de ese concepto, como Orbán o Putin, es que ha surgido en Estados Unidos, lugar de nacimiento de la democracia liberal. Trump está acentuando las diferencias que hay entre democracia y liberalismo.
El liberalismo tiene que ver con derechos y libertades innegociables. La democracia, aunque requiere una protección básica de derechos para permitir la competición, tiene más que ver con soberanía popular y rendición de cuentas con el electorado. Lo que, por supuesto, nos hace preguntarnos: ¿Y si los votantes no quieren ser liberales y votan de acuerdo a ello?
El desprecio de Trump por el liberalismo no es una cuestión ideológica, sino de cultura política. El liberalismo que representa Obama es el que entiende que no es posible hacer política sin contar con el otro, aunque sea para convencerle de que está equivocado. La idea de negociación de Trump es el chantaje, levantarse de la mesa para forzar al otro a ceder, explotar el conflicto. Algunos creen que moderará sus maneras cuando se acerque la campaña, ya que necesita el voto de aquellas minorías a las que ha despreciado. Elegirá un vicepresidente más moderado, quizá una mujer. Es probable que no le funcione: aunque se considera el representante de los verdaderos Estados Unidos, sus valores de antipluralismo e intolerancia no pueden ser más antiestadounidenses.
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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).