Cooper y Dietrich, fantasmas
El 30 de diciembre de 1895, a los dos días de la primera exhibición del cinématographe Lumière en un café de París, el periódico La Poste publicaba una reseña que concluía en tono profético: “Cuando todos puedan fotografiar a los seres queridos, no ya en su forma inmóvil, sino en su movimiento, con sus gestos familiares y la palabra en los labios, la muerte dejará de existir”, y hoy, más de un siglo después, comprobamos que la profecía se cumplió en cierto sentido. Los obreros, los viajeros de tren, el regador regado, y otras personas filmadas en los finales del siglo XIX por los Lumière, son silenciosos fantasmas que perduran como en un eco visual de la vida: son inmortales virtuales. Y si Jules Verne leyó la gacetilla en La Poste, se habrá sonreído recordando que él, en su novela El castillo de los Cárpatos, había imaginado a un inventor que, combinando la linterna mágica y el fonógrafo, creaba el fantasma de una fallecida y amada diva de la ópera. Tanto el anónimo redactor de La Poste como el famoso novelista habían previsto ya a los miles de astros y las estrellas del cine que constituirían una nueva mitología, una constelación de fascinantes fantasmas vivientes.
Los astros y estrellas del cine, estén o no vivos, llegan a nosotros como seres nacidos en la luz de un planeta ya muerto. El cineasta, sirviendo a un arte de fantasmas, capta durante la filmación momentos que vienen de un pasado lejano o inmediato para revivir virtualmente en las pantallas de lienzo o de cristal. Seres pretéritos, perduran como seres visualmente presentes.
Convertido en espectáculo de masas, en una industria, un comercio y una mitología de divas y divos, el invento de los Lumière dejaría de llamarse con nombre tan largo y cultista como el de “cinematógrafo” para reducirse y a la vez magnificarse en dos sílabas mágicas: el CINE, gracias al cual algunos privilegiados momentos de seres que nunca vimos y quizá nunca veremos, pero existieron o aún existen, son rescatados del devenir, son salvados y traídos hasta nosotros. Lo maravilloso ¿o inquietante? del asunto es que algunos de esos fantasmas que sin cesar nos ofrecen las pantallas quizá sean más intensos, más presentes en nuestra memoria, o para nuestro deseo, que mucha gente realmente existente en el aquí-y-ahora.
Y, a final de cuentas, ¿qué es el cine, además de una industria, de un espectáculo engordador de taquillas en todo el mundo, y, a veces, un arte?
El cine, es, además, una mitología de seres virtuales: una fantasmateca. Desde su invención técnica hasta hoy, la magia del cine ha sido atracción de feria, conservación del teatro, fábrica de ilusiones, venta de fantasmas, y, a veces, el “séptimo arte” en sus muchas variantes: cine de estrellas, cine de argumentista, cine de realizador, cine de autor, etcétera.
La “política de los autores” —lanzada en los todavía existentes y legendarios Cahiers du cinéma por unos cuantos jóvenes críticos que en poco tiempo serían cineastas:Godard, Chabrol, Truffaut, Rivette, etc.—, postuló que el director o realizador era el verdadero autor de una película cuando ésta expresaba un estilo, una personal visión del mundo. Tal teoría, mientras no se marmolizó en una política (la “política de autor”), estuvo bien, porque nos permitió advertir que Jean Renoir o Mizoguchi o John Ford, etc., y algunos realizadores menospreciados como meros artesanos del cine industrial de Hollywood: Howard Hawks o Raoul Walsh o Leo McCarey, etc., tenían categoría de autores.
Pero el auge de la politique d’auteur casi hacía olvidar, en los medios de la cinefilia culta, que desde los comienzos del llamado “Séptimo Arte” también hay un cine de actor, pues no pocos actores y actrices (digamos de Greta Garbo a Marilyn Monroe, de Rodolfo Valentino a Humphrey Bogart, de Francesca Bertini a Ingrid Berman o Marilyn Monroe), sin duda han otorgado un estilo y un sentido propios a sus filmografías y en algunos casos son protagonisas de pequeños o grandes mitos.
Para mí, como supongo que para muchos cinéfilos, el cine, además de un arte, es un reino de fantasmas, es una salvación de presencias perecederas que sin cesar van resucitándose virtualmente y logrando la condición de mitos. Sabiendo cuánto importan para el el cine las intensidades de presencia que le dan actores y actrices, repaso la lista tentativa de “mis” films (algunos ya citados en estos artículos) y advierto que en ella brillan por su ausencia no pocos clásicos del cine de autor, y que, en cambio, las que quedan como mis “películas de culto”, sean o no obras maestras, suelen ser aquellas cuyo poder de fascinación se debe a la belleza o la fuerza o el misterio del fantasma suscitado a partir de un ser “de carne y hueso”. La filmoteca personal del cinéfilo, la de su cine “de culto”, es una luminosa y adorada fantasmateca: una fiesta de fantasmas que hoy la televisión y el disco visual permiten reiniciar todas las veces que se quiera. Pero…
Pero, ¡ay!, pobres famosos actores que van acercándose a la muerte mientras el cine los inmortaliza afantasmándolos. Con autoirónica sonrisa, el astro David Niven (1910-1983) contaba que un día una señora, ¿inocente o desalmada?, le preguntó al encontrarlo casualmente:
—Disculpe, caballero, ¿usted era “David Niven”?
El astro casi oyó las cursivas y las comillas. Para esa señora, el fantasma “David Niven” resultaba más real, estaba más vivo, que el hombre todavía en pie y también llamado, sin comillas, David Niven.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.