Antes que nada, la tentación de titular estas líneas –parafraseando uno de sus títulos– como “Ventajas de leer a Orejudo” o “Desventajas de no leer a Orejudo”. Resistirla, vencerla. Mejor otro, más ambiguo, que aluda de entrada y apenas lateralmente a uno de esos temas complicados dentro del panorama de la actual literatura española. Me refiero al espinoso asunto y a la flor venenosa de tener gracia, de ser gracioso aquí y ahora. No importa que todo surja del muy divertido Cervantes. Menos importan aún los fantasmas de Poncela o Gómez de la Serna. Y Mendoza y Vila-Matas y Vilas despiertan risas y sonrisas pero –se los disculpa, frunciendo el ceño– desde la perspectiva histórica, las obsesiones personales, o la sátira social y multimediática.
Antonio Orejudo es, en cambio, gracioso à la Orejudo como siempre lo fue y como siempre lo seguirá siendo un tal Kurt Vonnegut. Y se lo dije a Orejudo y se lo digo ahora a ustedes: el autor de Un momento de descanso es, seguro, el escritor español que más y mejor se parece al autor norteamericano de Matadero cinco. Orejudo –como Vonnegut– tiene un envidiable talento para el tic personal e idiomático, un auténtico genio para la estructura atomizada de la novela, un pasmoso sentido del ritmo en los diálogos y una forma de hacer lógica una trama absurda que hace parecer todo tan fácil. El tipo de facilidad –que, claro, no es tal– que experimentamos cada vez que contemplamos la elegancia y la aparente falta de esfuerzo con que Fred Astaire se desliza de un lado a otro de la pantalla: parece fácil pero no lo es, y, niños, más les vale no intentarlo en casa. Igual impresión de ligereza –en el mejor y más logrado sentido del término– producen las líneas de Orejudo, moviéndose de izquierda a derecha y de arriba abajo por las páginas de uno de esos libros que parecen pequeños por fuera pero que contienen mucho más para la cabeza de lo que en principio pesan en la mano.
¿Y qué es Un momento de descanso? ¿Una campus novel mutante? ¿Una crónica psicotrónica sobre la desilusión de toda una camada generacional? ¿Una novela “de amor”, “de amigos”, “de padre e hijo”, “de expatriados” dentro y fuera de su país? ¿Un incómodo roman à clef académico? ¿Una farsa trágica o una comedia triste? ¿Una hermana freak encerrada en el altillo de La mancha humana, de Philip Roth, y de Desgracia, de J. M. Coetzee, fundiéndose con el gótico de alma máter estilo Robertson Davies? Y ya que estamos en tema y vena: ¿qué eran y son las anteriores Fabulosas narraciones por historias, Ventajas de viajar en tren y Reconstrucción de este madrileño nacido en 1963? ¿La deconstrucción de un mito nacional, la puesta en marcha de una ars poetica corriendo sobre los rieles de la locura, el absurdo religioso como terreno cenagoso desde el que alzar toda una nueva lógica divina y terrena? ¿Importa? ¿Importa –otra vez– de qué tratan las novelas de Kurt Vonnegut? No. Lo que importa –lo que se les exige sabiendo que siempre cumplirán– es que sean vonnegutianas. Y a Orejudo –como Vonnegut, un maestro sin mundo propio porque prefiere coger nuestro mundo y salir corriendo con él y recién después hacerlo suyo y nada más que suyo– le reclamamos lo mismo. Y, sí, Un momento de descanso no da tregua en su voluntad de ser, palabra a palabra, episodio a episodio, inequívocamente orejudiana. No en vano en algún momento se cita a Nabokov y a su Humbert Humbert y aquello de que realidad es una palabra que siempre debería escribirse entre comillas.
Y, claro, pasan muchas cosas en esta “realidad” y hay mucho para subrayar en la caída de un matrimonio, en el ascenso de un hijo bailarín al infernal cielo de la pornografía, en las intrigas y conjuras y miserias en pasillos y despachos y aulas de la academia, en las mentiras y falsedades en los cimientos de las viejas y laureadas glorias, en las varias demencias de clausura (Orejudo es, a no dudarlo, el mejor escritor y descriptor de manicomios en actividad), en las dificultades de instalar un enchufe en una pared, en la amistad como vínculo ideal pero imprevisible, en el significado de lo exaptativo, y en mucho más hasta llegar a un párrafo final e impecable donde –como debe ser– la más resignada de las melancolías es el telón que se pone sobre tanta gracia.
Antes, cerca del centro, a mitad de camino, un tal Antonio Orejudo recuerda aquí cómo fue que se hizo escritor y –nada es casual, consciente o inconscientemente– nos explica que su génesis, la “aparición de la literatura” en su vida, tuvo que ver con sus días como cobayo en un alucinante procedimiento médico made in usa en período de pruebas. Es decir: Orejudo nació en España pero también es un autor extranjero, alien. Y la explicación de un portento evolutivo y universal –como en las ficciones de Vonnegut– ayuda a justificar y a que se justifique la cataclísmica no ficción íntima de esta persona/personaje que se descubre escritor. Allí leemos que alguien le dice: “Hace muchos millones de años, cuando el ser humano vivía en la sabana, sus genes hicieron crecer el cerebro humano para que pudiera sobrevivir en ella. (…) Pero ese aumento de tamaño trajo consigo también una consecuencia exaptativa no deseada, no prevista: apareció nuestra conciencia de ser individuos irrepetibles; apareció la certeza de nuestra propia muerte; apareció el sufrimiento intelectual. Pero ¿qué supone un poco de sufrimiento comparado con la hazaña evolutiva de haber llegado hasta aquí?” Y se concluye: “Con esa imaginación harás arte, Antonio. Tu sufrimiento es una minucia comparado con ese don.”
Párrafo aparte merece la portada de Un momento de descanso. La foto que la ilustra –Oh, Happy Day!, de Harold M. Lambert– nada tiene que ver con la novela. Y aun así se las arregla –con ese hombre exultante, suspendido en la nada– para transmitir perfectamente lo que produce este libro en el lector: el “haber llegado hasta aquí”, el “don” concedido de muchos momentos de artística e imaginativa felicidad. Aunque –ahora en serio– a algunos todo esto no les cause la menor gracia. ~
es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).