Un solitario solidario / V

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En L’homme revolté (El hombre en revuelta) mostraba Camus cómo los revolucionarios que seguían una lógica hasta el final acababan convertidos en opresores y criminales, y cómo tal línea conducía a los disidentes “al mismo dilema: o la policía o la locura”. Camus contradecía así el mito de la revolución ideal conducida hacia un redentor Estado: oponía la lucidez crítica a la ideología de la sistematizada Revolución, abrazada por los intelectuales de la izquierda doctrinaria. (Y se ha visto que Camus no se equivocaba: se ha visto cómo a lo largo del siglo XX y en tiempos en que vivía Camus, y luego, en tiempos que su muerte en 1960 le impidió conocer, el mito revolucionario, traducido en acción sistemática ha derivado hacia los sistemas totalitarios.

La polémica Sartre-Camus prendió en la intelectualidad internacional. Mientras Sartre en aquel tiempo declaraba estar a favor de la Historia, esto es: de los sistemas que según él hacían avanzar a la humanidad hacia el horizonte luminoso del socialismo realizado en el Estado, el de Stalin , el de Mao, y después los de Pol Pot y Castro, en cambio Camus, “solitario solidario” (según consideraba al personaje de uno de sus cuentos de El revés y el derecho), se situaba de parte de las víctimas, de quienes sufren la Historia bajo bajo sistemas totalitarios que se llaman comunistas pero ejercen un capitalismo de Estado aun más feroz que el del sistema manifiestamente capitalista.

El tema originario de la discusión era el libro de Camus y particularmente sus críticas a la revolución erigida en Estado absoluto, pero muy pronto se hizo central un asunto específico: la existencia de los campos de concentración en la Unión Soviética. El encono y el anatema de Sartre y seguidores contra Camus, llevado hasta el punto de deformar su biografía (se llegaba a afirmar que Albert no había sido pobre en su infancia y su adolescencia), se debía a que el autor argelino denunciaba las injusticias de la razón de Estado en los países del socialismo autoritario.

En su respuesta, Sartre se asumía como paladín del sufriente proletariado y ocasional compañero de ruta de los comunistas defensores del Estado “socialista”; y decía, desde el pedestal de maestro del pensar: “Usted condena al proletariado europeo, porque no ha reprobado públicamente a los soviets, pero también condena a los gobiernos de Europa porque admitirán a España [franquista] en la Unesco; en este caso, sólo veo una solución para usted: las Galápagos. En cambio a mí, al contrario, me parece que la única manera de acudir en ayuda de los esclavos de allá es tomando el partido de los de aquí”.

Camus respondió lúcidamente al maquiavelismo sartriano, aunque ya sus respuestas estaban implícitas y explícitas en L’homme revolté: “Acabando su historia a su manera, la revolución no se contenta con matar cualquier revuelta. Obliga a todo hombre, y hasta al más servil a ser responsable de que la revuelta haya existido y exista aún bajo el sol. En el universo de ese proceso, al fin connquistado y acabado, los pueblos de culpables caminarán sin tregua hacia una imposible inocencia bajo la mirada amarga de los Grandes Inquisidores.” Así “la contradicción última de la mayor revolución que haya conocido la Historia es que pretende la justicia a través de un ininterrumpido cortejo de injusticias y violencias”.

Octavio Paz, que estaba en París cuando se encendió la famosa polémica, y que había leído en publicaciones periódicas algunos adelantados capítulos de L’homme revolté, vivió los días fogosos del comienzo de la polémica, y daría su testimonio:

En esos días Sartre estrenó Le Diable et le Bon Dieu. Fui a una representación y me impresionó la justificación jesuítica de la “eficacia” revolucionaria que contiene esa obra. A los pocos días comí con Camus y le dije: ‘Acabo de ver la pieza de Sartre y es una apología indirecta del estalinismo. Cuando aparezca el libro de usted, Sartre lo atacará’. Me miró con incredulidad y me respondió: ‘Tengo sólo tres amigos en el mundo literario de París. Uno de ellos es Malraux. Me he alejado de él por su posición política. A Sartre, me liga sobre todo una relación intelectual. El tercero, al que me une algo más que las ideas, es el poeta René Char -un amigo fraternal. Ninguno de los tres me atacará’. Me sorprendió su respuesta y le dije: ‘Sí, Malraux nunca lo atacará. Se lo prohibe su estética heroica y teatral: sería un gesto indigno de su personaje. Char tampoco lo atacará: es un poeta y, esencialmente, coincide con usted -o usted con él. Pero Sartre es un intelectual y para él, a la inversa de Malraux, la vida de las ideas es la verdaderamente real (aunque en su filosofía pretenda lo contrario). Al hombre que ha escrito Le Diable et le Bon Dieu tiene que parecerle una herejía lo que usted dice en L’homme révolté y condenará a la herejía y al hereje en el Tribunal filosófico…’ No me creyó. Días después, la revista de Sartre desencadenó el ataque en su contra. Llamé por teléfono a María Casares: ‘¿Cómo está Alberto?’ Me contestó: ‘Se pasea por la casa como un toro herido’.

Camus, añadía Paz, “no enfrentó una ideología a la historia y sus desastres, como Sartre y [Louis] Aragon, sino una lucidez. No fue un filósofo sino un artista, pero un artista que nunca renunció al pensamiento. Si la filosofía nos enseñaba a vivir y también a morir, si la filosofía no es sólo un saber, sino una sabiduría, hay más sabiduría en los ensayos no filosóficos de Camus que en las disquisiciones de muchos filósofos”.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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