Un underdog en Buenos Aires

Esplendores y miserias del barrio de Palermo, en Buenos Aires
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Querida bitácora underdog,

Me hubiera gustado vivir en Boedo, en Monserrat o Balvanera, o ya de perdida en el barrio de San Telmo. El asunto es que odio buscar departamento (nada me estresa más) y gracias al conocido de un conocido encontré un lugar en el quinto piso de un edificio sobre la calle Jorge Luis Borges, en el corazón del barrio de Palermo, mismo que los esnobs llaman (no sé por qué) Palermo Soho. Como dato curioso, y como para hablar de las pretensiones de los porteños, diré que la otra parte del barrio, la que está al otro lado de las vías, es llamada Palermo Hollywood, supongo que porque ahí están algunos estudios de televisión, productoras de cine, etcétera.  

Y qué le vamos a hacer, aquí nos tocó vivir. Mientras escribo estas líneas veo desde el balcón los rascacielos de Barrio Norte, alrededor de la avenida Santa Fe, sumergidos en una delgada capa de neblina, y llueve; y en contraste, tres tropicales cotorras pasan volando con alegría como si la Europa nórdica y la Latinoamérica estereotipada de las postales se dieran un  abrazo forzado en una película de Walt Disney. Al otro extremo del departamento la ventana da a la calle de Borges, donde hay una hilera de bares apestosos, feos y caros, como para turistas, gracias a los cuales oigo de madrugada borrachos que vociferan en al menos tres idiomas distintos. En una calle perpendicular hay toda clase de boutiques de diseñador y de artículos domésticos, bares un poco más sofisticados y una librería cuyo concepto consiste en vender no solo libros sino también botellas de vino. También hay una restaurante mexicano cuya carta promete enchiladas y tacos, y al cual no pienso entrar nunca. Gente espigada y rubia recorre estas calles. Mujeres que parecen modelos de revista pasean en carreolas a “nenes” que ya pasan de los cinco años. Hombres que parecen salidos de un anuncio de loción para después de afeitarse pasean oligárquicos perros. He visto incluso una boutique de ropa para perro (lo que me recuerda siempre una canción de Alí Primera). Hay una tienda de música donde vi a la venta mi Long Play favorito, Marquee Moon de Television, pero no tengo tocadiscos. Hay un callejón decorado con murales street art que debe ser famoso porque siempre veo ahí gente tomándose fotos. Atendiendo a no sé qué perverso estereotipo hay un pub de tipo irlandés donde veo pelirrojos paddies con sendas pintas de cerveza. Las cafeterías ofrecen lo mismo que las confiterías tradicionales de Santa Fe, solo que más caro y estilizado con la pichicatería característica de los que usan peinados altos y ropa de diseño. Solo tengo que caminar un par de cuadras para comprarme algún libro en la librería Eterna Cadencia (y salir corriendo de ese nido infecto de pretenciosidad lo más pronto posible) o para comer la mala comida armenia que me hace extrañar el Al Andalus de Mesones, en la ciudad de México (por cierto, todo parece indicar que es imposible encontrar un buen falafel en esta ciudad). Todo esto me hace recordar el ambiente de la Condesa (también en la ciudad de México) solo que Palermo Viejo me parece más interesante y con mejor producción.

Pero no todo es hipsteria en Palermo. Me gusta mi barrio y salir a recorrerlo en días nublados y contemplar sus ruinosas casas Fin de Siecle (no encuentro el acento al revés en esta computadora). Dicen que este es el barrio donde creció Borges, y sobre la calle que lleva su nombre hay una placa con algunos de sus infumables versos donde hace mención de la cuadra entre Paraguay y Soler, Serrano y Gurruchaga. Dicen que era un barrio de migrantes pobres y cuchilleros y que a Jorge Luis lo bulleaban en la escuela por nerd. Lo cierto es que aquí, por la calle Armenia y Niceto Vega, está el corazón de la migración armenia en el puerto, el centro cultural armenio y una hermosa iglesia. Con  frecuencia veo propaganda en la que se insta al gobierno de Turquía a reconocer el genocidio de este pacífico pueblo, pues están por cumplirse los cien años de aquel hecho que ya presagiaba el siglo XX. Sobre la misma calle de Borges está también la Asociación Cultural Argentino Polaca. Y aunque no viene a cuento me gusta imaginar a Gombrowicz saliendo de ese lugar. En mi anterior dirección, Oro y Santa Fe, una placa da constancia de que ahí estuvo la casa de campaña de Héctor Cámpora, candidato a presidente por el Frente Justicialista de Liberación, en 1973. Más hacia el centro del barrio, por la misma calle, dos modestas placas en el suelo nos cuentan que ahí vivieron y fueron secuestradas y desaparecidas dos personas durante los primeros meses de la dictadura, en 1976.

Existe también un Palermo más popular, el que está entre Scalabrini y Coronel Díaz. Sobre Soler hay algunos hoteles familiares, y en el 3599 está el Café Nostalgia. Uno se siente más cómodo ahí que en el Palermo “gourmet”. Sobre Scalabriní descubrí el decadente café bar Los Andes, frecuentado al parecer solo por adultos mayores que se reúnen ahí para jugar al dominó o a los naipes, a unos pasos de una comisaría. La carta es pequeña, la oferta de bebidas también. El hombre que atiende este ruinoso lugar es parco, delgado y entrañable, y todo el mobiliario habla de mejores épocas. Cualquier cosa mejor que el Café San Bernardo donde el otro día me encontré al Jar Jar Binks de la literatura mexicana. Como dato curioso diré que sobre Gorriti y Álvarez, creo, me encontré con un restaurante llamado Chiwas, que prometía comida de mi estado natal, Chihuahua. El lugar estaba cerrado y no parecía tener mucho éxito, pero esas son la clase de sorpresas con las que uno se encuentra al recorrer caminando una ciudad. Uno no deja de preguntarse, ¿quiénes serán estas personas? ¿Qué hace un chihuahuense en Buenos Aires? Digo, otro, a parte de mí.

Hoy no habrá paseo, a la una de la tarde se enfrentan Bélgica y Argentina en el mundial. Veré el partido en el Cafe Varela Varelita, el cual merece una entrada aparte. Ayer por cierto, los bares de la plaza Serrano se vistieron de amarillo: la comunidad colombiana se volcó sobre ellos con la camiseta de su selección, y se fueron muy tristes a su casa, después de la derrota frente a Brasil. Lo mismo pasó hace unos días en La Fábrica de Tacos, a dos cuadras de aquí, donde la comunidad mexicana se aglomeró para ver perder a su equipo frente a la Naranja Mecánica: camisetas, inverosímiles sombreros, maquillaje, guacamole, tacos y toda esa caricatura a la que se ve reducida la cultura nacional en esta clase de solemnes ocasiones; había incluso cámaras de televisión y entrevistadores para transmitir en vivo la decepción de un pueblo acostumbrado a la derrota (“la culpa es del arbitraje” es el nuevo “si tuviera parque usted no estaría aquí”). Me consta que en el Varela Varelita los argentinos hincharon por México, les caemos bien.

Sigue lloviendo, y parece que así estará todo el fin de semana, en un par de horas el Varela Varelita estará lleno de ciudadnos expectantes frente a los pequeños y arcaicos televisores que cuelgan de la pared (High Definition es un concepto que apenas comienza a sonar aquí, como en una novela de ciencia ficción) Yo hincharé por Bélgica en secreto porque estoy harto de ver por todas partes el rostro de duende maléfico de Lionel Messi. Hasta su mamá (un Messi avejentado y travestido) sale en la televisión recomendado una marca de leche, la misma que yo tomo. Me despido pues, querida bitácora underdog.

 

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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