Acaba de aparecer la continuación de Tu rostro mañana, última novela de Javier Marías, cuyo primer volumen, Fiebre y lanza, es de 2002. Este segundo se subtitula Baile y sueño y, contrariamente a lo que el autor pensaba al entregar hace dos años la primera parte, no concluye con él la novela en marcha. Por un momento a esta lectora le entran ganas de bromear con una de las referencias que se incluyen aquí (el verso clásico del Tenorio, “¡Tan largo me lo fiais!”), pero se abstiene porque en su ánimo pesa infinitamente más la gravedad que le fue ganando conforme avanzaba en la lectura de Baile y sueño y asistía al suceso culminante de “aquella noche tan extensa y errónea y equivocada”. Porque sí, estamos ante otra larga y densa noche, si bien ahora el soberbio ejercicio de espionaje libresco que Deza realizaba en Fiebre y lanza se convierte en una indagación de signo existencial, no menos brillante desde luego.
No me fue difícil hablar del primer volumen. Sí me resulta algo arduo abordar éste a pesar de que creo haber percibido cuál es el movimiento de conciencia que se produce en Deza, el narrador y protagonista. Recapitulemos. Tras su separación matrimonial, Jacobo Deza marchó a Inglaterra y entró a trabajar en el grupo de espías del servicio exterior británico, el mi6, a las órdenes de Tupra. Primaba allí la relación de la actividad del narrador como espía, oyente e informante (que a su vez en su momento fue espiado e informado por otro; no por casualidad reaparece en Baile y sueño aquel informe sobre Deza, que él mismo analiza, cuestiona o matiza) o del hombre que observa sin ser visto y que aplica una mente racional, y unos ojos tan atrevidos como diestros en el mirar, a urdir un sentido para aquello que aún no es, dado que el objetivo del grupo era y sigue siendo buscar reflejos, huellas lejanas de lo que las gentes “entrevistadas” serán: “conocer hoy sus rostros mañana”, el fondo de las personas, lo esencial de ellas, “averiguar de qué serían capaces los individuos con independencia de sus circunstancias”. Los miembros del grupo eran algo así como intérpretes de personas, traductores de vidas, anticipadores de historias.
Y se cerraba el volumen con el enigma de una mujer con perro que había seguido a Deza hasta su casa, llamaba al timbre y le pedía subir.
“Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera, ojalá no nos pidieran los otros que los escucháramos, sus problemas míseros y sus penosos conflictos tan idénticos a los nuestros, sus incomprensibles dudas y sus meras historias tantas veces intercambiables y ya siempre escritas”, leemos en las primeras líneas de Baile y sueño. Porque “toda petición encierra algún cuento” (y ya en Fiebre y lanza el narrador había divagado bastante sobre ese asunto con el que inauguraba la novela: “No debería uno contar nunca nada…”). Empezamos a leer Baile y sueño y al poco pensamos que ese lamento y también deseo obedece a la petición que le hace a Deza su colega de trabajo, la joven Pérez Nuix tal es la identidad de la incógnita mujer que llamaba al apartamento de él una noche lluviosa, pero al final pensamos asimismo que dicho lamento obedece más a la petición que Deza le hace a Tupra cuando éste le obliga a aquél a formar parte del terror de un hombre, y Deza descubre su pasividad o desconcierto o cobardía o acaso prudencia y también miedo. E incluso puede deberse el lamento a la posterior petición de Tupra: “Vamos a mi casa un rato”, le dice-ordena a Deza, y “vete pensando un poco más lo que has dicho, para explicar por qué no se puede ir por ahí, pegando, matando”. ¡Ay! Pero justamente en este punto concluye el segundo volumen.
Fiebre y sueño empieza desvelando una identidad pero concluye con una nueva incógnita, dado que en la mente de Deza aparece una brecha o hendidura que si inicialmente se manifiesta como una duda en torno a algo muy concreto, ésta va ganando cada vez más y más terreno hasta tocar el fondo de la existencia propia. Me explicaré. Tras el encuentro con la joven Nuix, las autointerrogaciones de Deza versan sobre la “tuerta tarea” que el grupo desempeña, tarea que muy a menudo le lleva a uno a “forzar sus visiones o quizá fraguárselas con su invención y el recuerdo, es decir, con la infalible mezcla que puede condenar o salvar a la gente y que nos obliga a emitir prejuicios, o acaso son preveredictos”. Luego, tras la violenta actuación de Tupra, Deza se interrogará sobre el fin y el sentido del acto recién ejecutado por aquél y, a la postre, se preguntará por el propio Tupra: “Cuánto adivinaba o sabía yo de él y cuánto él de mí” porque “uno nunca sabe hasta qué punto y de qué modo es observado por quienes le rodean, por los más próximos y los más leales”, pues “no cabe duda de que sus rostros varían y para ellos los nuestros, de que podemos quererlos y acabar odiándolos…”
¿Y cuánto sé yo de mí mismo? Es la última vuelta de tuerca, la duda sacudiendo algunas de las creencias y certezas con las que Deza hasta entonces había convivido pero que ahora ya no le parecen tan ciertas ni tan firmes. Prosigue aquí la brillante indagación sobre el tiempo y sus contenidos que Javier Marías había desplegado en Fiebre y lanza, ahora ceñida al tiempo de la ausencia que inquieta y aturde a Deza en su voluntario exilio, porque “uno no es nunca lo que es no del todo, no exactamente cuando está solo y vive en el extranjero y habla sin cesar una lengua que no es la propia” (tema muy recurrente según el conocido estilo de este autor, que va incorporando alguna que otra inflexión de tipo metaficcional). Tiempo y ser, o de los modos de ser en el tiempo y hasta en el espacio y en una lengua-pensamiento, como indagación permanente en una novela profundamente existencial que examina la naturaleza del conocimiento, el pensamiento y su dinámica, la duda avanzando: “de cuanto cesa y no persiste puede uno dudar siempre, luego de todo, porque nada es nunca presente interminablemente”, afirma el Jacobo Deza expulsado del tiempo de Luisa y del de sus hijos, el Deza que engañosamente había creído que el periodo londinense era sólo un paréntesis, una especie de vida no vivida, que acaba averiguando que tal creencia es errada, y de su “sueño de extranjería” despierta sabiendo que “todo insiste y continúa solo, aunque opte uno por retirarse”; que si bien él no dejará huella allí, la de aquel tiempo de su soledad londinense sí quedará en él; que no podrá hacer abstracto lo concreto, y por tanto no podrá acostumbrarse ni a mantenerse indiferente ante lo más grave (la violencia, el mal) porque (le había enseñado a Deza su padre, a propósito de los episodios vividos durante nuestra Guerra Civil) si bien el contar aparenta ser más tolerable que el ver, dado que “lo que uno ve está ocurriendo; lo que escucha ya ha ocurrido”, y en la memoria queda tanto lo que vimos como lo que nos contaron.
Y Deza vio a Tupra. Y éste le pide que lo acompañe a su casa para enseñarle unos vídeos y contarle un par de episodios.
Habrá que seguir esperando para acabar de saber sobre este Jacobo Deza que sabe que lo que ocurrió y en lo que participó no podrá ya ser recordado sólo como un mal sueño. –
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