Ya lo decía Tocqueville: en los Estados Unidos sobran ambiciosos, mientras hay pocos que tengan en verdad vastas esperanzas y aspiren a llegar muy alto. La frase, aunque en apariencia obvia y hasta redundante, toca una fibra íntima de las sociedades democráticas: por un lado, la igualdad de condiciones y, en contraparte, la mediocridad en la búsqueda del bienestar. Esto último es lo que representa el reciente episodio de “Joe el plomero”, convertido en una celebridad mediática luego del último debate entre Barack Obama y John McCain. Utilizado hasta la náusea por éste como ejemplo del gringo promedio a quien el candidato republicano ha jurado defender, al final del día resultó que Joe Wurzelbacher ni es plomero —no al menos con licencia para ejercer tal oficio—, ni representa fielmente al conjunto de lo que hoy llamamos Estados Unidos de América: actualmente en el vecino país, fuera de Ohio nada es Cuautitlán, y basta para ello echarle un ojo a las multicoloridas cifras y estadísticas del US Census.
En el barrio de enfrente encontramos a los que, de una u otra manera, aspiran a llegar muy alto, como serían los casos del propio Obama y en su momento el general en retiro, primer secretario de Estado afroamericano y republicano prominente, Colin Powell, quien desató un huracán en el equipo de campaña de McCain al hacer público su “endorsement” al candidato demócrata en el programa Meet the Press. Curiosamente, ambos personajes representan con mayor precisión a su país que un tipo como el tal Joe pseudo-plomero: blanco, sin mayor educación ni entrenamiento en su supuesto oficio y además evasor de impuestos. Hoy por hoy, la mayoría de quienes viven en Estados Unidos (incluidos los indocumentados) pagan impuestos y aspiran casi siempre a algo más, por ejemplo trabajos mejor pagados, prestaciones universales, acceso a la educación, a la salud, una mejor vida para sus descendientes, etcétera. Casos como el de Obama y Powell son el mejor ejemplo del cambio cultural por el que está pasando la sociedad estadounidense en esta elección, y que Andrew Delbanco (el colosal biógrafo de Herman Melville y agudo crítico cultural) califica en el último número de The New York Review of Books como una transformación profunda que anuncia el futuro “post-racial” de la primera potencia. El propio Colin Powell abordó el asunto el domingo pasado en cadena nacional al referirse a la probable victoria de Obama: “Se trata de un acontecimiento histórico. Si ocurre, todos los norteamericanos deberíamos estar orgullosos, no sólo los afroamericanos. Todos los americanos tenemos que estar orgullosos de haber llegado a un punto en nuestra historia en el que una cosa así puede ocurrir. Y no es algo que sólo electrizaría a América, sino que electrizaría también al mundo”.
Ya se escuchan los eructos y reclamos de quienes, electrizados, hablan de “la cultura gringa” como si ésta fuera una sola, y no un experimento civilizatorio que comenzó en 1776 y en el que actualmente confluyen todas o casi todas las culturas del mundo. De ellos, es decir de la pestilente hidra de mil cabezas del anti-americanismo, ya se ocupó Jean-François Revel en un provocador librito titulado, precisamente, L’obsession anti-américaine. Que repitan sus filípicas e histéricos sermones los pericos de siempre. Lo que importa hoy es atender y ocuparse de la que tal vez será la elección más importante en la historia de los Estados Unidos, en tanto podría reflejar, más allá del resultado, un salto civilizatorio de orden cuántico en el relato de dicha historia.
– Bruno H. Piché
(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.