Pocas veces una obra abierta en tantos frentes (ensayo, novela, cuento, reportaje…) muestra tal coherencia interna entre su respuesta moral y la sensibilidad que la nutre. “Si no puedes poner tu vida donde está tu cabeza (corazón) entonces lo que piensas (sientes) es un fraude”, sentencia Susan Sontag, una intelectual comprometida con su tiempo más allá de las medias tintas. Si comparamos su artículo tras los atentados del 11 de septiembre con los de otros escritores estadounidenses, notaremos enseguida que Sontag opta por complicarse la vida ante sus conciudadanos mientras otros se parapetan en el cuento de su experiencia personal. Una cosa es la confesión y otra el conocimiento. “La confesión soy yo, el conocimiento son todos”, afirma en otro sitio. En aquel artículo, Sontag, que aprobó los bombardeos estadounidenses en Kosovo, se olvidó de sí misma para bucear en las causas de la tragedia y criticar acerbamente la gran desconexión existente entre la realidad y lo que los medios y los políticos norteamericanos decían sobre la realidad, tratando de convencer al país de que todo estaba bien: “Lloremos desde luego juntos. Pero no seamos todos juntos unos estúpidos. Unos cuantos jirones de conciencia histórica podrían ayudarnos a comprender lo que acaba de ocurrir, y lo que puede que siga ocurriendo. Nuestro país es fuerte, se nos dice una y otra vez. Yo, por lo menos, no encuentro esto completamente consolador.¿Quién puede dudar de que Estados Unidos es fuerte? Pero eso no es todo lo que Estados Unidos tiene que ser.” Le llovieron palos, se le acusó de ser una “idiota moral”, se le comparó con Bin Laden y Saddam Hussein e incluso alguien propuso confinarla en el desierto. Es importante tener esto en cuenta, así como su estancia en Vietnam en el 68, y en Sarajevo en el 97, para comprender que en la escritura de Sontag la actitud ética es radicalmente inseparable de su respuesta estética.
Para Sontag, interpretar una obra artística supone disociar forma y contenido, proponer una traducción que, por el hecho de serlo, siempre será “reaccionaria, impertinente, cobarde y asfixiante”. El arte no debe ser entendido como metáfora, sino como un instrumento con capacidad para modificar la conciencia, para crear un espacio de encuentro en el que puedan “organizarse nuevos modos de sensibilidad”. Ante la “anestesia sensorial masiva” de las sociedades actuales, el arte puede servir como terapia de choque capaz de reanimar los sentidos, transformar la realidad, disfrutarla, enfrentarse a ella sin clichés protectores. Es la suya una estética de la resistencia en la que la cabeza no puede ser independiente del corazón; el pensar del sentir. Esto resulta fácilmente perceptible en libros como Estilos radicales, Un viaje a Hanoi o Sobre la fotografía. Pero también sus novelas están escritas bajo ese prisma y sólo bajo él podremos reaccionar plenamente ante El benefactor, El amante del volcán o En América, que leemos ahora en versión española.
En América relata el viaje de la cultura europea a los grandes horizontes americanos. La historia está inspirada en la emigración a Estados Unidos en 1876 de Helena Modrzejewska, la actriz polaca más célebre del momento, en compañía de su marido, el conde Karol Chapowski, Rudolf, su hijo, el futuro autor de Quo Vadis?, Henryk Sienkiewicz, y unos pocos amigos. No obstante, desde el mismo momento en que arranca la narración, se produce un distanciamiento de la “realidad” a través del monólogo de una voz viajera en el tiempo, voz que pertenece a una mujer de hoy que se encuentra en el comedor privado de un hotel de Cracovia. Esa voz no habla polaco, pero hilvanando palabras y fragmentos de conversaciones entiende lo que están diciendo a su alrededor. “Para mí siempre es un reto cómo comenzar una novela. Esta vez decidí empezar con ese monólogo porque es una historia sobre cómo se inventa una historia”, comentaba Sontag en la lectura pública de ese capítulo celebrada en Madrid. Ese desdoblamiento de la narración convierte a la novela en el vehículo ideal tanto de espacio como de tiempo: “La novela es la creación no solamente de una voz sino de un mundo, simula las estructuras esenciales según las cuales nosotros nos experimentamos.” Esa experimentación se origina en su caso desde la bien disimulada fascinación que la autora siente por su personaje, esa tenacidad y autoexigencia a la hora de plantearse no tanto una nueva vida sino un nuevo “yo”. Maryna decide emigrar a América para crear una comunidad utópica semejante al sistema de falansterios ideado por Fourier. La comuna se instala en Anaheim, en un lugar muy cercano a donde hoy está Disneylandia. Pero el paso del tiempo oxida los ideales, hace rechinar las relaciones humanas, porque “todo matrimonio, toda comunidad es una utopía fracasada. La utopía no es una clase de lugar sino una clase de tiempo, todos esos momentos demasiado breves en los que uno no desearía estar en ninguna otra parte”. El choque de la mentalidad europea con el pragmatismo norteamericano provoca una reflexión moral sobre ambas culturas, especialmente sobre la norteamericana: “Aquí el pasado apenas tiene importancia; el presente no reafirma el pasado sino que lo sustituye y lo cancela. La debilidad de cualquier vínculo con el pasado es quizá lo más importante de los americanos. Les hace parecer superficiales pero les proporciona una gran fuerza y confianza en sí mismos. No se sienten empequeñecidos por nada.” De ahí que el fracaso carezca de la nobleza que lo distingue en Europa. Y ante el fracaso del nuevo sistema de vida, la protagonista prepara su conquista del público norteamericano partiendo de cero en su vuelta a los escenarios. Inicia así un viaje por todo el país cosechando éxitos y evitando la complacencia consigo misma, un peregrinaje del amor propio que se mantiene fiel a sus ideales hasta el capítulo final en que, como apunta Juan Goytisolo, la autora deja a la protagonista frente a la ambigüedad de la victoria y la derrota, que ya no se distinguen una de otra y acaban por confundirse.
La pluralidad de voces en que transcurre la novela (Ryszard en su correspondencia con Marina; el diario de Bogdan, su marido; la voz narrativa en tercera persona) es un modelo de aproximación gradual a los pensamientos y vivencias más íntimos de los personajes centrales. Ese voluntario distanciamiento con el que se inicia la narración se diluye, junto con la voz externa, según nos adentramos en una historia cada vez más solapada por la interioridad del personaje central, su tenacidad moral y afectiva. Sontag, que se confiesa más cercana al mundo del teatro que al de los escritores, siempre quiso hacer el retrato de un actor y demuestra con éste conocer muy bien el interior de una personalidad de ese tipo, su complejidad, su necesidad de moverse y dejarse ver.
Ante la frustración de no poder evocar el salón de un hotel de Sarajevo a finales del siglo XX, la voz narrativa encuentra compensación avanzando por un túnel del tiempo hasta esa fiesta en un hotel de Cracovia a finales del siglo XIX. Sontag nos recuerda entonces a Sebald cuando viaja en el tiempo con la divisa de la melancolía para situar sus relatos: “El pasado es el mayor de todos los países y hay una razón que estimula el deseo de situar relatos en el pasado: casi todo lo bueno parece localizado en el pasado, y quizá sea una ilusión, pero siento nostalgia por todas y cada una de las épocas anteriores a mi nacimiento; y una está libre de las inhibiciones modernas, tal vez porque no tiene ninguna responsabilidad en el pasado, y a veces me siento absolutamente avergonzada del tiempo en que vivo.” ~
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