Párate aquí, contempla
los paisajes que han ido conformando
el rostro que ahora tienes.
Tus ojos que reflejan la mirada
de ese valle perdido donde el tiempo
se ha ido remansando hasta tal punto
que a veces hasta dudas de que pase.
Tus oídos que guardan el susurro
de las ramas mecidas por el viento
y del bronco rodar de las gargantas
cuando bajan crecidas en invierno.
Proyecta tu nariz el dulce olfato
de las secas higueras de septiembre
y el áspero perfume del estiércol
de las bestias que pastan en los prados.
Tu boca es el sabor (sin sabor, dicen)
del agua herrumbrosa de las fuentes
y de moras silvestres y cerezas
maduras a la luz de los veranos.
Las arrugas que cruzan por tu cara
son las líneas del mapa de tu vida.
Señalan los caminos que has seguido
por todas las esquinas de la tierra.
Son las marcas dejadas por los años
que pasaste escondido en este sitio.
Los unos y las otras se han cruzado
exactamente aquí.
Para, contempla:
delante de este espejo está tu máscara. –