Vasallos del ideal

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Acabará por convertirse en un lugar común citar a Julien Benda (1876-1956) para analizar el triste papel desempeñado por muchos intelectuales en la Europa contemporánea. Hablar de cómo en La traición de los clérigos (1927), ese lector y ferviente admirador de Sócrates, Platón, Montaigne, Spinoza o Kant atacaba amargamente a aquellos pensadores y escritores, profesores y filósofos, todos ellos “clérigos” en el sentido de personas letradas, que, habiendo traicionado la desinteresada búsqueda de la verdad y la justicia a través de la razón que hasta entonces los definía, y habiéndose dejado seducir por el sentimentalismo romántico, pusieron su inteligencia y talentos al servicio de fines políticos utilitaristas, principalmente de corte nacionalista, localista y sectario. Aquellos que, en definitiva, habían abandonado la idea de que, como decía Spinoza, “la perfección de las cosas tiene que ser juzgada de acuerdo sólo a su naturaleza y las cosas no son mejores o peores según complazcan a nuestros sentidos o los ofendan”. Y es que hay que traerlo a colación no sólo porque como, a propósito de la traducción y publicación de las Memorias de un intelectual, Arcadi Espada comentaba en su blog del 5 de abril del 2005, “en estos momentos en que se debate el futuro de Europa y que la Unión Europea vive el trascendental momento de dotarse de una Constitución política, cobran nueva vigencia las reflexiones de Benda contenidas en su obra Discurso a la Nación Europea“, sino por un motivo que, aunque relacionado, nos toca más de cerca: la propuesta de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, texto de inspiración intelectual y política romántica donde los haya al que sus defensores quieren convertir, de hecho, en el documento fundacional de la “nación catalana”, germen en la sombra de un Estado catalán.
     Porque esta propuesta no hubiera podido materializarse sin haber contado con la complicidad de esos “nuevos clérigos” (poetas, periodistas, historiadores, escritores, maestros y profesores, sacerdotes y obispos, filósofos, doctores y licenciados) que, convertidos en mediadores entre el poder y la sociedad civil, en transmisores de ideología nacionalista, no siempre desinteresadamente, durante más de veinticinco años han ido tejiendo y transmitiendo mitologías acordes, y sin una muy consecuente actuación política escorada hacia nacionalismo y/o independentismo que, iniciada con el gobierno de Jordi Pujol, ha sido continuada, e incluso superada, por el gobierno del tripartito (PSC, ERC, IC), parlamentariamente apoyado por CIU. Y porque en consecuencia, tal como analiza Joan Font Roselló en Artesanos de la culpa (2005), refiriéndose a Mallorca, pero con conclusiones perfectamente aplicables al caso catalán, ese discurso y esa acción política e intelectual han derivado en la sentimentalización de la vida pública y, por ende, de las propuestas de renovación estatutaria, inspiradas en la ideología de quienes se creen llamados a responder al grito de la tribu representada por el nacionalismo catalán, o catalanismo (“Fíjese bien en la diferencia: nosotros no basamos la nación en aspectos identitarios, tradición o pasado. Respetamos esta concepción, pero no la compartimos. Nuestro catalanismo es un proyecto de presente y de futuro”, según la portavoz del grupo socialista en el Parlamento catalán Manuela de Madre), que es como gustan llamarse algunos dirigentes del PSC. Sentimentalismo avalado por gestos mediáticos y populistas, como los llevados a cabo por el presidente de ERC Josep-Lluís Carod Rovira, quien el día anterior a las últimas elecciones autonómicas pidió a los ciudadanos catalanes que votaran con el corazón, o por el secretario general de Convergencia Democrática de Cataluña, Artur Mas (“Yo me siento catalán, mi nación es Cataluña, y con esto lo contesto todo. Dicho esto, los catalanes formamos parte de una estructura que es el Estado español, y dentro de Cataluña entiendo que haya gente que no tiene mi sentimiento, para la que su nación es tanto España como Cataluña, o más España que Cataluña”), quien muy dramáticamente ante las cámaras de televisión apelaba a su sentimiento patriótico por Cataluña mientras se colocaba la mano derecha en el corazón para defender la tramitación de la propuesta de nuevo Estatuto en el Congreso de los Diputados; o por el Presidente de la Generalitat, Pascual Maragall, quien él mismo poco antes de entrar en el Congreso no dudó en mostrar la ramita de romero de la buena suerte que le había dado una gitana en el parque del Retiro. Sin menoscabar, claro está, el aliento insuflado al nacionalismo por un mesiánico presidente de gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, que esconde su debilidad política tras discutibles declaraciones de talante, diálogo y tolerancia.
     Nada que objetar si estos señores no fueran políticos, es decir, personas públicas que intervienen en las cosas del gobierno de un Estado. Pero como resulta que lo son, sus discursos y acciones entrañan una responsabilidad añadida, puesto que afectan a todos los ciudadanos, es decir, a todos nosotros, catalanes o no, votantes o no de los candidatos propuestos en sus listas electorales, coincidentes o no con sus análisis o con sus modos de ver las cosas. Y la sinceridad de sus sentimientos, palabras o actuaciones, respetables y respetadas en el plano personal, no pueden erigirse en argumento político o moral, por más que, como analizara Isaiah Berlin en Las raíces del romanticismo (1999), gracias al idealismo romántico, del que también son herederos los nacionalismos en España, la sinceridad, la dedicación o la pureza de corazón sean en el mundo contemporáneo cualidades muy valoradas para el ejercicio del poder. ¿Cómo de otro modo podríamos denunciar o deslegitimar las actuaciones de personajes históricos como Hitler o Torquemada o de personajes contemporáneos como Bin Laden, Sadam Husein o cualquier terrorista etarra dispuesto a sacrificarse y sacrificar a otros en aras de unas ideas en las que, a buen seguro, creen sinceramente y a las que se dedican con tenacidad?
     Dos son los principales escollos que presenta la propuesta de reforma del Estatuto de Cataluña: la financiación y la creación de una agencia tributaria propia, en primer lugar, y la creación, de hecho, de un sistema judicial propio, con órganos paralelos a los constitucionales como un seudo Tribunal Constitucional propio, en segundo. Según políticos del PP y algunos del PSOE, la propuesta coloca a la autonomía por encima del Estado o, en el mejor de los casos, los equipara, en una especie de federalismo impuesto unilateralmente, a través de la creación de un ente denominado Comisión Bilateral Generalitat-Estado, “marco general y permanente de relación entre la Generalitat y el Estado”, encargada básicamente de regular de igual a igual las relaciones entre Cataluña y el resto de España, de hecho, las relaciones entre dos Estados. De acuerdo con el catedrático de Derecho constitucional Jorge de Esteban, en caso de que entrase en vigor esta propuesta de ley orgánica, en la que señala coincidencias con la Constitución venezolana de Chávez, “tal y como ha llegado a las Cortes Generales, sería, por encima de inconstitucional, una norma básica autonómica que deroga parcialmente, de forma tácita, la Constitución que rige hoy en toda España”, puesto que no se trata de una reforma implícita de la Constitución sino de un intento de dejarla sin vigencia en Cataluña.
     De nada ha servido que las encuestas de hace unos meses anunciaran que sólo un 5 % de los catalanes se interesaban por la reforma del Estatuto o la consideraban importante. Amparada por la ideología nacionalista y por los votos de muchos ciudadanos que creyeron que la propuesta nunca llegaría tan lejos, la clase política catalana, consciente de sus propios intereses, se ha creído en el “deber” de igualar o superar el listón nacionalista colocado por el pujolismo. Y es que más de 25 años de discurso y política nacionalistas no han caído en saco roto y por fin han conseguido, al menos plasmado sobre un documento con voluntad de convertirse nada más y nada menos que en Ley Orgánica, dar forma a ese ideal (la nación) del que habla Isaiah Berlin en su ensayo “La inevitabilidad histórica” (1953), “una última y eterna estructura de la realidad, consecuente consigo misma”, que poco o nada tiene que ver con los sentidos y que tiene en sí mismo el origen, la causa, la explicación y la justificación.
     La ideología nacionalista es insaciable y, aunque se explica a sí misma, recurre una y otra vez al victimismo “histórico” para justificar sus demandas. Son fugas interesadas hacia un pasado que sirve para legitimar los intereses actuales de la clase política catalana, que no los de los ciudadanos a quienes representa. Porque políticos e intelectuales nacionalistas saben muy bien que, sin ese victimismo (han abundado en los últimos meses las acusaciones de catalanófobos, traidores a la patria o desagradecidos, amén de amenazas —que incluyen el “asalto” a una conocida cadena de radio— a quienes, catalanes o no, no piensan como la mayoría de los dirigentes del PSC, CIU, ERC o IC o a quienes han mostrado su desacuerdo con la propuesta de reforma estatutaria o han denunciado las, cuanto menos, “irregularidades” de su acción de gobierno) se quedarían sin discurso y sin poder. Así es que, según las necesidades, las circunstancias o los intereses, los “nuevos clérigos” reavivan una visión mítica de la historia catalana, ocultan aquellos hechos históricos que no sirven a los intereses del nacionalismo catalán o los interpretan con una corrección política a prueba de cualquier realidad. En su imprescindible Malalts de passat, una revisió crítica de la identitat catalana (2000) Miquel Porta Perales lo ha expuesto muy claramente: si hiciéramos caso de la ideología que domina el actual panorama político catalán —y a la vista de las orientaciones legales y administrativas que reciben los centros educativos y culturales donde se materializan sus ideas— se podría creer que Cataluña constituye un ente abstracto, excepcional y único que ha existido, como quien dice, desde el principio de los tiempos.
     Analizando y desenmascarando algunos de los mitos históricos —la historia de la bandera, la Guerra dels Segadors como una revolución nacional catalana contra el centralismo castellano, la existencia de una Cataluña medieval o la inexistencia de franquistas en Cataluña— en los que se fundamenta el discurso sobre la identidad nacional catalana, revitalizado durante la Renaixença (Valentí Almirall, Prat de la Riba, Torres y Bages o Antoni Rovira y Virgili) del siglo xix y extendido hasta el presente, Miquel Porta Perales enumera una serie de principios que deberían estar en la base de cualquier discusión contemporánea: el cuestionamiento de una identidad colectiva y del carácter metafísico y sentimental de planteamientos como los de Jordi Pujol o Josep-Lluís Carod Rovira, la huida de planteamientos que proclaman o imponen la fidelidad a una denominada “identidad propia” o la comprensión de España no sólo como una entidad legal o constitucional, sino como el marco de referencia de una amplia masa de ciudadanos catalanes.
     Pero a la vista está que tales planteamientos nada tienen que ver con los defendidos por los redactores de la reforma, que creen y manifiestan que “el Estatuto es depositario de una memoria y guarda el recuerdo de todos los que han luchado y de los que fueron exiliados o incluso de los que murieron por el reconocimiento de los derechos nacionales de Cataluña y los derechos sociales de los catalanes” y que, movidos por el “sueño de una Cataluña sin ningún tipo de obstáculos a la libre y plena interdependencia que una nación necesita hoy”, justifican sus demandas asimétricas (puesto que la comunidad autónoma catalana, convertida en nación, estaría en una situación de igual a igual con respecto a un Estado al que además se le omite el adjetivo español) mediante el victimismo y el señalamiento de aquellas etapas históricas que culminarían con la propuesta actual.
     El punto de partida es el año 1714, año en que Barcelona cae en manos de las tropas del rey Borbón Felipe v, después de que las fuerzas políticas locales hubieran apostado como rey de España por el archiduque Carlos (España no es un mito, 2005), según el documento, inicio de los “varios intentos de recuperación de nuestras instituciones de autogobierno”. Se continúa con la Mancomunidad de 1914 y con el establecimiento de la Generalitat y la aprobación del Estatuto en el año 1932 para terminar con el Estatuto de 1979. No deja de sorprender que éste, todavía vigente, sea contemplado como un hito histórico a superar en esa carrera interminable de Cataluña por “ejercer […] su derecho inalienable al autogobierno”. El señalamiento de estos momentos de la historia de Cataluña sirve además para legitimar unos “derechos históricos del pueblo catalán” que, lejos de constituir un ornamento lingüístico, amparan todas las reivindicaciones habidas y por haber, especificadas en una de las disposiciones adicionales: el régimen de financiación, el derecho civil, el régimen jurídico y la administración pública catalana, el régimen lingüístico de Cataluña, la educación, la cultura, la organización territorial y la seguridad pública.
     La constitución de Cataluña como nación se impone por decreto y unilateralmente, sin tener en cuenta la realidad social y demográfica que, obviamente, contradice el ideal nacionalista. Se trata de una afirmación anticonstitucional, puesto que es inviable la existencia de una nación (Cataluña) dentro de otra nación (España), a la que, por cierto, apenas se menciona, y desarrolla además el ideal de una “nación catalana” hecha a la medida de los ideólogos nacionalistas, tal como es posible deducir del primer párrafo del redactado: “La nación catalana ha venido realizándose en el curso del tiempo con las aportaciones de energías de muchas generaciones […] Cataluña ha definido una lengua y una cultura, ha modelado un paisaje […] ha desarrollado un marco de convivencia solidario que aspira a la justicia social”. Una opinión, una representación de la realidad, una interpretación sesgada e interesada, en definitiva, el imaginario nacionalista (nación = lengua y cultura) convertido en Ley Orgánica que como tal, en caso de ser aprobada, tendrían la obligación de guardar y hacer guardar todos los españoles, insisto, todos, catalanes o no.
     Mezcla de nacionalismo y “corrección política”, a través de sus numerosos artículos y disposiciones adicionales y finales, siendo como es una propuesta intervencionista, el documento da potestad a la Generalitat de Cataluña (que, al estar “integrada por el Parlament, la Presidencia de la Generalitat, el Gobierno y las demás instituciones”, se conviviría en un Estado dentro de otro Estado) para regular prácticamente todo aquello que afecte a los ciudadanos nacidos o con residencia en Cataluña. Nada escapará al nacionalismo convertido en ley: la vivienda y la protección de distintas formas de contaminación, la mejora de la calidad de vida de las personas y la emancipación de los jóvenes, la paridad entre hombres y mujeres en la elaboración de las listas electorales, la distribución equitativa de la renta personal y territorial, el desarrollo de la actividad empresarial y el goce “del paisaje en condiciones de igualdad”, las actividades lúdicas y el tiempo libre, la memoria histórica y la opción lingüística, los partes meteorológicos, los derechos de propiedad industrial e intelectual y hasta el acceso a una renta garantizada de ciudadanía, la eutanasia, el aborto, los matrimonios y “otros tipos de convivencia”, los símbolos nacionales y los transportes, la regulación de las cajas de ahorros domiciliadas en Cataluña y, como broche de oro, la obligación ciudadana de implicarse en ese proyecto político que es Cataluña. Como ha señalado Jorge Esteban, a pesar del aparentemente caótico articulado, la propuesta “tiene una coherencia interna que le hace ser una Constitución paralela para Cataluña”. De tal modo que algunos derechos fundamentales reconocidos por la Constitución podrían ser conculcados en Cataluña y viceversa, otros, reconocidos en Cataluña, podrían serlo o no en otras comunidades autónomas, por lo que, de hecho, los españoles dejarían de ser iguales ante la ley, derecho reconocido en el artículo 14 de la Constitución española de 1978.
     La lengua catalana se convierte una vez más, no en instrumento de comunicación, sino en “martillo de herejes” o, en palabras de Irene Lozano en Lenguas en guerra (2005), “en la artillería de un ejército que combate para reforzar la identidad, para diferenciar y alejar”. Y por duras que puedan parecer estas afirmaciones, lo cierto es que la experiencia de décadas de nacionalismo hace temer lo peor en relación a la propuesta de reforma. A título de ejemplo, basta tener en cuenta que el actual gobierno nacional socialista (PSC, ERC, IU) ha puesto a funcionar las llamadas “Oficinas de Garantías Lingüísticas”, creadas durante el gobierno de Jordi Pujol y destinadas a facilitar las denuncias (desde el anonimato, como durante la Inquisición, el castrismo, el estalinismo o el fascismo) y posteriores sanciones contra las empresas y establecimientos comerciales que no rotulen en catalán o que no se dirijan a los clientes en ese idioma. O la iniciativa gubernamental de patrocinar como representantes oficiales de la cultura catalana en la Feria de Frankfurt únicamente a aquellos escritores que escriban en catalán, sin que los dirigentes o miembros de ninguna institución cultural o asociación de escritores en catalán hayan levantado la voz en contra o hayan matizado la aseveración de que sólo pueden ser considerados catalanes aquellos escritores que escriben en catalán.
     La lengua catalana constituye el hilo conductor que cohesiona la reforma estatutaria. A diferencia del Estatuto de 1979, en cuyo artículo 3.3 se especificaba que la Generalitat garantizaría el uso normal y oficial del castellano y del catalán, en la propuesta actual, se señala que el catalán será la lengua de uso preferente en las administraciones públicas, en los medios de comunicación públicos y la lengua de aprendizaje en la enseñanza universitaria y no universitaria; que tanto la Generalitat como el Estado emprenderán “las acciones necesarias para el reconocimiento de la oficialidad del catalán en la Unión Europea”; que la Generalitat promoverá la relación con otras comunidades y territorios que “comparten patrimonio lingüístico con Cataluña”, léase los tan anhelados Països Catalans, y que todas las personas que se relacionen con la Administración de justicia, el Ministerio fiscal, notarios o registros públicos tienen “derecho a utilizar la lengua oficial que elijan en todas las actuaciones […] y a recibir toda la documentación oficial emitida en Cataluña en la lengua solicitada […] sin que se les pueda exigir ningún tipo de traducción”. La defensa de esa lengua “propia” que es el catalán, además de convertir al español en lengua cuanto menos “impropia” o extraña —en algunos colegios e institutos dispone, en la actualidad de menos presencia que el inglés y el francés—, sirve, a corto plazo, para cercenar la libertad de quienes quisieran, por ejemplo, una educación en castellano para sus hijos o para barrar el paso a aquellos españoles que, con la profesión que sea —pero sobre todo, aquellos que quieran acceder a la función pública—, quieran ejercer en la comunidad autónoma catalana. Pero a la larga puede ocurrir que alguien formado “en la lengua propia de Cataluña” desde la primaria hasta la universidad tenga difícil la instalación laboral medio-alta en zonas del resto de España y/o de América Latina.
     Si esta propuesta de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña entrase en vigor en la forma en que está redactada o conservase partes sustantivas de su contenido, en lugar de ser un texto de referencia para la convivencia, en palabras de Isaiah Berlin, una llamada “a todas las cosas y personas para que logren su propia realización”, se convertiría en un arma legal arrojadiza contra quienes no respondieran a la llamada de la tribu o a la constitución nacional de Cataluña. La lógica justiciera de quienes intelectual o políticamente enarbolan el nacionalismo como bandera es implacable y el documento que defienden podría convertir a los desafectos al nuevo régimen, no sólo en unos “desagradecidos” o “traidores a la patria”, sino en infractores, en delincuentes a quienes denunciar, juzgar y encarcelar. ¿O se conformarían sólo con condenarlos, es decir, condenarnos al ostracismo social? –

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(Barcelona, 1969) es escritora. En 2011 publicó Enterrado mi corazón (Betania).


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