Ilustración: Israel García Corona

Vi coger a un sicario

Una crónica del más reciente libro de Carlos Velázquez: El karma de vivir al norte, editado por Sexto Piso.
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Un cantante de blues me inició en “La Puerta Verde”. Era paisa, y vivía en Monterrey con una morra. Lo conocí en una pary en casa de Nuestro GG. En esa época yo nectaba en el Parking. Un antro gay de dos pisos. O con los meseros del Jardín, mítica cantina de travoltas. Pero nunca me había atrevido a aventurarme más allá de Colón. No porque estuviera pesado. Mis terrenos eran el Güichos, el Matehuala, el Mercado del Norte. Territorios que recorrí menesteroso con mi compa el Cabrito. Pero como el cold turkey era ineludible (la malilla es un bebé que llora toda la madrugada) me aperingé en un coche con el cantante de blues y su morronga, y enfierramos hacia la colonia Treviño.

El nombre La Puerta Verde era pura pantalla. El tugurio en realidad se llamaba El Rincón Gitano. Estaba en Magallanes, entre Guerrero y Galeana. El mote del lugar se me antojaba un código. La palabra clave para entrar a una piquera a deshoras. Pero nadie nos solicitó contraseña alguna para accesar. El antrete era una cantinucha cualquiera, de las que puedes descubrir miles en Nuevo León. No contaba con ningún atractivo peculiar. Pero a mí me parecía el paraíso. Y a mis ojos sí era especial. Por la coca. Pedimos tres cervezas Indio, pero estaban calientes. Nos sirvieron asquerosisímos Tecate Light. Insisto: típica cantina de mala muerte del norte. Estaba a punto de caer de rodillas, fascinado. Seguro de que si se lo propusieran, no les salía.

El mesero, bien cocodrilo, trajo las chelas y le encargamos dos bolsas por piocha. Pobre mai, no podía hablar de lo trabado. No había falla, andaba sodísimo. En un establecimiento como ése nadie trabajaba para sacar el chivo, ahorrar para su vejez o las medicinas de una madre enferma. Toda la escoria que ahí nos arracimábamos sólo tenía un amo: la droga, que todo lo fagocita. Según el cártel, la merca era grapa, papel, cápsula, cebollita. Y en La Puerta Verde eran bolsitas de los Z.

Seguí al cantante de blues al baño y ahí nos metimos la cochinilla. Así era conocida la droga mala. Era coca pésima. Poseía la consistencia del detergente Foca. Enrollé un billete de veinte pesos y lo inserté en la ziploc y aspiré. La liquidé de un solo jalón. Así de goloso estaba el pedo. Estuve a punto de sufrir una embolia. Pero me serenó que no hubiera chanates en los alambres. Chulada de maíz pinto, prieto o chamuscado. Podía ser marranilla lo que consumías, pero en aquella taberna nadie te la iba a hacer de pedo por aturrarte en el excusado.

A partir de esa noche, no existió poder humano, divino o femenino que me sacara de La Puerta Verde.

Hasta convidé a mis amigos. Una noche nos arrastramos por ahí Vicky Pasiva Barcelona, otra morra y yo. En cuanto nos aplastamos, la morra se paniqueó bien malandramente. Comenzó a gritar histérica. Que nos largáramos a la chingada. Que nos iban a matar. Que pinche picadero. Así que conectamos y nos abrimos. Según ella el local era una invitación a que nos levantaran o nos rafaguearan. A mí me parecían exageraciones. Un negocito modesto, me decía yo. Quizá estaba anestesiado por la coca, pero no vi los signos de muerte que a ella le brincaron.

Podría decir que a pesar de la paranoia de la morra regresé incontables ocasiones a La Puerta Verde. Pero sería inexacto. Lo apropiado: me aficioné más. Tanto, que un día que faltó el mesero, el cantinero me dijo: “Subiendo la escalera toca en la primera puerta a la derecha”. Trepé en chinga. Con el ímpetu de un seleccionado nacional en un partido contra Trinidad y Tobago. No hubo necesidad de hacer el oso tocando. “¿Me puede regalar una tacita de café?”. La puerta se encontraba abierta. Dentro había dos sicarios. Uno gordo, con cachucha. Y uno flaco y pelón. El cuartucho estaba en penumbras, pero nos distinguíamos los rostros. Merqué mi chingadera y bajé al bar a aturrarme y a beber Indio.

La Puerta Verde me parecía inofensiva. La convertí en mi base de operaciones esos días que pasé en Monterrey. Me recriminaba por no la haberla conocido antes. Me parecía un giro negro estupendo. Hasta pensé en llevar desde ahí los asuntos de la oficina. Nunca vi nada inusual. Hasta la noche en que Vicky Pasiva Barcelona y yo subimos a comprar coca, como de costumbre la puerta estaba abierta, y vimos a los sicarios contando chingos de lana. No pude calcular cuánto era. La penumbra no daba chanza. Pero me pareció que una vez contados y en fajos harían un cerro de billetes. Los sicarios actuaron como si nada. No se inquietaron. Un par de adictos pendejos como nosotros no les espantaba el sueño. Nos despacharon y nos desafanamos azorados.

Un indicativo de que el narcotráfico es real lo podemos atisbar cuando se agota la droga. Si cuando vas a comprar encuentras merca always, quiere decir que aquello no es real, eso sólo pasa en las películas. La Puerta Verde no era infalible. Un día que ascendí no tenían bolsitas. Bajé a beber y a echarle monedas a la rocola. La espera se me hizo como un vuelo D.F.-Madrid. Pero apenas si habían transcurrido diez minutos.

A los quince volví a subir. Y me los encontré embolsando. Me pareció extraño. Esas son manualidades que se desarrollan en los laboratorios. Quizá la demanda de droga era tan elevada que no había tiempo para ponerse pulcros. Me ordenaron que me sentara. Había visto ese lugar por meses, a intervalos, pero nunca puse atención. Ahí, a la espera, contemplé el espacio. Había un escritorio, donde invariablemente estaba sentado el pelón. Detrás de él, de pie siempre, se acomodaba el gordo. Frente a ellos la silla donde estaba yo sentado. A la altura del escritorio, del lado izquierdo, un sillón pegado a la pared. Y nada más.

Estaba tan absorto en la droga que no me había percatado que sobre el sillón había dos cuernos de chivo, seguro cargados, tirando barra. No me inmuté. Estaba acostumbrado a ver armas largas. Las ciudades del norte están tan militarizadas que es imposible no convivir con ellas. A la entrada del banco, en las gasolineras, en los semáforos, en el Oxxo, pa recargar saldo pal celular, había guachos. Y parece que nacieron pegados a los fierros. Algunos no los soltaban ni pa dormir. Ver a aquella parejita sobre el sillón me produjo un vacío descomunal. Lucían como las cosas más inútiles del mundo para asesinar. Más bien parecían dos amantes echando siesta. No visualizaba a ninguno de ellos en manos de un Tony Montana cualquiera.

Me entregaron la droga y salí disparado hacia el baño, a esnifar. Mientras bajaba las escaleras, me pregunté por primera vez si La Puerta Verde era un lugar seguro. Recapitulé: pacas de dinero, droga para embolsarse, armas de grueso calibre. Y al instante me reí de mi ingenuidad. Pues qué esperabas, si es un punto de narcomenudeo. ¿Pistolitas de agua? No había motivos pa estresarse.

Divorciarme de La Puerta Verde nunca fue mi propósito. Pero como sucede con algunos matrimonios, surgió una desavenencia irreparable.

Una noche acudí con dos compas. Nunca imaginé que sería la última. Subí las escaleras como acostumbraba. Y por primera vez la puerta estaba cerrada. No lo comprendía. Había ascendido por esos escalones decenas de veces, y jamás, bajo ninguna circunstancia me topé con obstáculo alguno. ¿Era aquel un símbolo del comienzo de la debacle del imperio? Algo andaba mal. Debí resignarme. Aceptar la situación y regresar a la mesa con mis compitas. Beberme una cheve. Bailar con una fichera. Fui estúpidamente optimista por un segundo. Quizá escaseaba la droga. Si pasara o hubiera pasado algo malo, el lugar no estaría lleno, ni tranquilo. Pero no pude esperar, me urgía despejar mi duda. Así que, despacio, giré la perilla de la puerta.

Encima del sillón, el sicario pelón se estaba bombeando a una morra con pinta de teibolera del Mate. La tenía de a perrito. El pelón me daba la espalda y la morra tenía la cabeza a dos centímetros de la pared, no podían verme. Mi primer impulso fue cerrar la puerta sin hacer ruido y volver cuando hubieran terminado. Pero nel, me quedé a stalkearlos. El bato no estaba desnudo, sólo tenía los pantalones bajados hasta los tobillos. Desde donde estaba no alcanzaba a espiar bien a la morra, pero un ángulo me dejaba ver pedazos de las melas que se cargaba. Operadas. Bien ricas.

Nunca había observado coger a un sicario, ni a nadie que seguro ya había matado. No era un acto violento, pero sí vigoroso. Tal vez a causa de la cocaína que traía en el organismo. Más que tener sexo, parecía que el bato estaba cavando un pozo en el piso con una pala. Y cada penetración una paletada de tierra que lanzaba tras de su espalda sin contemplación y orden. Pero el boquete en el suelo ya era inmenso. Era como si escarbara para fabricar una piscina o una fosa común. Sexo de enterrador.

No faltaba mucho para que el sepulturero terminara, pero por alguna razón, volteó hacia atrás y me vio. Hicimos contacto visual. Me reconoció. Di un portazo que se oyó hasta los teibols de Madero. Y salí hecho madres. Dicen que cuando vas a morir toda tu vida pasa frente a tus ojos, pero mientas bajaba las escaleras, lo que vi fue a Carlos el “Estorbo”, uno de los primeros que me consiguió coca en Monterrey. Me la llevó a la guarida de Arnulfo Vigil: la sede de la revista Oficio. Después desfilaron frente a mí el “Negro”, uno de mis primeros dílers en Torreón, luego Johnny, y después mi díler del D.F. No aparecieron más porque cuando volví en sí, estaba frente a la mesa donde estaban sentados mis compas y les dije: “Vámonos a la verga”.

Debí escupirlo en el tono más desolador posible, porque saltaron sin rechistar. Me aventé un clavado en el asiento trasero del carro. Temía lo más culero. Con apenas un cuarto de mi cabeza asomando por encima del respaldo, vigilaba la entrada de la cantina por si aparecía el sicario. Entonces la vi. No era verde. La pinche puerta no era verde. Era de un azul negrusco. Arrancamos, y justo cuando dimos vuelta en una esquina divisé que el sicario salía de la piquera abrochándose el cinturón. El bato volteaba pa todos lados. No buscaba quién se la hizo, sino quién se la pagara. De pura chingadera nadie se le puso enfrente, si no, pobre del pendejo.

La escena porno ocurrió un miércoles. El domingo de esa misma semana un comando sin identificar irrumpió en El Rincón Gitano. Rafaguearon el lugar y levantaron a varios clientes. Si yo hubiera estado ahí me habría tocado. Una de dos, o ejecutado en el acto, o encobijado días después. Cuando me enteré, me cayó el veinte de que yo tenía una cita con algo grande. Pero la libré por vouyerear al sicario. Por más que lo intento no consigo recordar si se me paró. Me estaba esperando. ¿La muerte? O su prima. O su hermana. Pero no llegué al compromiso. Ya la he zafado muchas veces, me dije. Hasta que un día no la cuente.

Después de esa balaceada que sufrió, El Rincón Gitano siguió abierto. Como continuó en Torreón Carnitas Uruapan después de que la rociaran, o el ex gobernador Humberto Moreira cuando le mataron a su hijo, o como Pablo Montero, un cantante vernáculo lagunero, tras el asesinato de uno de sus hermanos primero, y del otro después, de varias puñaladas en una calle del centro de Torres. Como seguí yo cuando me conformé con la idea de que jamás volvería a conocer la paz mientras viviera en el norte.

 

Esta crónica aparece en el libro El karma de vivir al norte, editado por Sexto Piso.

 

Editorial Sexto Piso y Carlos Velázquez regalarán cinco ejemplares a las primeras cinco personas que respondan: ¿Cómo se llama la novela de Ricardo Garibay protagonizada por los hermanos Hierro?

Manden su respuesta a cartas@letraslibres.com

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(Torreón,1978) Es autor de la Marrana negra de la literatura rosa y La biblia vaquera. Con El karma de vivir al norte obtuvo el Premio Nacional de Testimonio Carlos Montemayor 2012.


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