La danza de los vampiros, de Polanski

Vida y mito del vampiro/6

Los años sesenta del siglo XX desataron una epidemia internacional de vampiros cinematográficos.
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Siempre intelectualmente alerta bajo su rizada y empolvada peluca con la que circulaba por los salones  de Versalles como un mero cortesano divagador, Voltaire, en su pequeño e inexaustible Diccionario Filosófico, se preguntaba cómo en el siglo XVIII, el de las Luces, el de Locke, Newton, D’Alembert, Diderot y la Encyclopédie, era posible creer en la existencia de los vampiros, según proponía un documentadísimo libro del fraile benidictino Dom Augustin Calmet. Y es de suponer que la ladeada sonrisa volteriana sería para los vampiros tan disolvente como la luz del alba, pero ellos no sólo no desaparecieron sino que proliferaron en los siglos siguientes, y particularmente en el XX, en el que los que la literatura y el cine, en relevo de la superstición, habrían de darles más vida, aunque sólo virtual.

Los años sesenta del siglo XX desataron una epidemia internacional de vampiros cinematográficos. Fue la década de los plumcake vampires de la Hammer Films, dirigidos por Terence Fisher o por sus sucedáneos Don Sharp, Freddie Francis  y Roy W. Baker; de los spaghetti-vampiri de Cinecittà a cargo de Ricardo Freda, Renato Polselli y Piero Regnoli y Camillo Mastrocinque; de los hotdog-vampires de Hollywood emitidos por Wilbur Crane y Sidney Salkov y William Baudine y Peter Sasdy; de los enchilada-vampiros despachados por  Fernando Méndez (ya sin la buena mano de director ejercida en El vampiro) y Miguel Morayta y Alfonso Corona Blake y José Díaz Morales… Y hubo también vampiros alemanes de Harald Reindl y Hans W. Geissendorfer, y franceses, de Jean Rollin y Pierre Philippe, y españoles, de Jesús Franco y Enrique L. Aiguluz, y japoneses, de Kaneto Shindo y Ohbayassi, y… renuncio a hacer un cabal recuento, pero admito que en esa cuantiosa vampiriada mundial se dieron casos de alguna originalidad, como Kuroneko, de Shindo, que en una Edad Media japonesa contraponía samurais y vampiros, o como como el inenarrable Billy the Kid versus Dracula, de Beaudine, que confrontaba al legendario gunfighter del West con el conde tenebroso, y no falta un bodrio mexicano: Santo contra el Barón Brakula, revoltijo de vampirismo y “lucha libre” debido al tan prolífico cuanto torpe José Díaz Morales. Sin embargo, en esa década triste para el cine vampírico surgieron al menos dos películas extraordinarias: un italiano melodrama “gótico” de Mario Bava, y la hollywoodense “comedia de horror” de Roman Polanski.

Mario Bava, veterano fotógrafo de caligráficos cinemelodramas para el “Hollywood de Roma”: Cinecittà, ofreció en 1960 la primera y la mejor de las películas que a partir de entonces dirigiría, un poema visual en clásico blanco-y-negro: La maschera del demonio, retitulada Black Sunday (“Domingo negro”) en los países de lengua inglesa. Obra algo heterodoxa por ser indistintamente de vampiros, brujos y zombies, la película tiene un comienzo in fortissimo: en una medieval Noche de Difuntos se castiga a una bruja y a un brujo clavándoles sobre los rostros máscaras de demonios y quemándolos en purificadoras hogueras. Tras esa impresionante primera secuencia con un efecto de shock (semejante al de otra secuencia inicial: la del ojo navajeado en Un perro andaluz, de Buñuel), la película tiene como leitmotiv los grandes, intensos ojos de la bella bruja Aísa (Barbara Steel), cuyo rostro, tras haberse convertido en monda calavera bajo la máscara clavada por el verdugo, reeencarnará dos siglos después en una secuencia alucinante cuando lo mojan las gotas de sangre caídas de la herida de un personaje vivo. Con una escritura fotográfica en claroscuro y en lentos y sinuosos desplazamientos casi resnaisianos, la cámara sabiamente conducida por Bava sigue a los angustiados personajes a través de paisajes boscosos que diríanse inspirados en los tenebrosos cuadros románticos de Kaspar David Friedrich, o recorre pasillos y corredores a la vez suntuosos y propicios al espanto de un castillo “cuya sola arquitectura es malvada” (diría Borges). Esa claroscura exquisitez formal y el entrevero de sensualidad y crueldad, de muerte y amor de ultratumba, más, the last but not the least, la fascinante presencia de Barbara Steel en doble papel  de vampira y víctima, ponen a La maschera del demonio en un alto nivel del cine fantástico. 

Si el capolavoro de Bava es un filme trigénérico (¿de vampiros o de brujos o de cadáveres vivientes?), el thriller vampírico de Polanski, de 1967, resultó de un hábil mestizaje de humor y suspense, ante el cual el espectador quizá ríe más de lo que tiembla, pero así lo quiso el realizador. The  Fearless Vampire Killers, también llamada Dance of  the vampires, es una comedia, como lo delata el chabacano tercer título a escoger: Pardon me, but your teeth are in my neck: Disculpe, pero tiene usted sus dientes en mi cuello”). Título vulgar, pero la película está inmensamente por encima de los filmes de bufonadas y sustos con los que Abbot y Costello, o Clavillazo, o Frank Langella, difamaron al género. Polanski, dando la cara como actor y personaje, juega elegantemente en las dos fases genéricas resueltas en una por un “efecto Moebius”. Aparte de atreverse a develar la sexualidad equívoca latente en las anteriores películas vampíricas, el cineasta polaco-hollywoodense muestra su virtuosismo en dos deslumbrantes secuencias: el versallesco baile que promiscua vampiros con seres vivientes y el hilarante unhappy end que vampiriza a los dos cazavampiros. Son momentos cimeros de la primera gran comedia vampírica del cine, aunque la ensombrezca nuestra nostalgia por la encantadora actriz principal y esposa de Polanski: Sharon Tate (quien en 1969, a los dos años del estreno de la película, fue asesinada, junto a cuatro personas más, por la secta de Charles Manson).

 

(Continuará)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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