No suelo alegrarme mucho cuando aparece algún libro mío. Por el contrario, entro en una especie de etapa de ansiedad e incertidumbre. ¿Le gustará a alguien? ¿Tendrá demasiados errores? ¿Qué sentido tiene publicar libros? Ya hay demasiados. Cada libro es también una decepción profunda a largo plazo. Nunca se tiene en las manos el volumen que uno hubiera querido escribir. Turguéniev escribió en su texto sobre Padres e hijos que un escritor no escribe lo que quiere sino lo que puede. Luego vienen los problemas de distribución, la falta de promoción de las editoriales. Y cuando hay promoción, se tiene que tratar con becarios que, como no sabían ni redactar, los mandaron a la sección que menos importa, que es la de cultura. También están los conductores de radio y televisión que, como tu biografía dice que naciste en Chihuahua, quieren que hables de narcotráfico y de las muertas de Juárez, como si una accidente geográfico lo volviera a uno experto en estas escabrosas y muy tristes materias. Cuando era más joven creía que los escritores terminaban un libro, lo mandaban a imprimir, y luego se ponían a escribir otro sin tener que preocuparse por estas mezquindades. Qué equivocado estaba. Como decía Thomas Bernhard en las entrevistas: “No hay quien lo aguante”.
Si se supone que escribir libros es divertido, publicarlos es un suplicio; aunque tiene su encanto: la adrenalina, la gran recta final que son las últimas correcciones, revisar las galeras, encontrar errores en la cuarta, pelear con el editor respecto al título y la imagen de la portada. Tú eres un pretencioso y quieres que tu libro tenga un título sencillo y sugestivo, algo así como Deshielo (hasta te sientes medio ruso: “¡Masha, pon el samóvar!”), pero el editor quiere vender el libro a toda costa y quiere que se titule Deshielo sangriento o Deshielo y zombies vampiros de Marte. Es un trabajo solitario y gratificante, y cuando termina, te permite tener un par de días de paz mental. Luego pasa una semana y dos, y sabes que en alguna imprenta de la ciudad o del Estado de México alguien está trabajando en la impresión, y sientes que necesitas ver esa cosa terminada, envuelta en plástico, para saber si es real o no. Cuando tengo el producto final en mis manos procuro no leerlo, ni siquiera hojearlo, porque ya me ha pasado que, por ejemplo, lo abro en la página 88 y encuentro ahí un error de dedo que seguramente se le fue al formador (o en el peor de los casos a mí). O bien, el editor decidió ignorar algunas de tus observaciones finales o, inspirado (de su ronco pecho), cambió algo sin consultártelo. Pero lo más irritante son esos “amigos” que te dicen cosas al estilo de “oye, encontré un error en tu libro, en la página 67”. Esa gente me parece malvada o estúpida. ¿Qué puedes hacer al respecto? ¿Llamar a la editorial y decir que por favor retiren todo el tiraje de las librerías, lo destruyan, y lo vuelvan a imprimir, pero esta vez por favor, en la página 67, pónganle el acento a ese verbo en pasado perfecto en la tercera línea del segundo párrafo? Gracias, amigos, qué haría yo sin ustedes; seguramente dormiría más tranquilo.
¿Para qué publicar libros entonces, con todos estos inconvenientes? ¿Dónde está la satisfacción? ¿Lo hacemos por las chicas en traje de baño, los televisores gigantes, los autos deportivos, por el whisky gratis, por los irrisorios adelantos? Respuesta: ninguna de las anteriores. Publicamos libros porque creemos tener algo parecido a una intuición del mundo; algo que queremos comunicar. Y somos lo suficientemente soberbios o ingenuos (o ambas cosas), para creer que esa intuición le puede interesar a alguien más: a un lector distante que no conocemos (escribo en la primera persona del plural porque estoy seguro de que no soy el único). Y esta intuición está en una clave única, irrepetible; obedece a una época, a una geografía, a una clase, a un individuo, pero sobre todo a un idioma. Publicar libros es una lucha perdida de antemano contra la nada; es decir: la muerte. Publicar libros es fijar esta intuición en el papel fotográfico de la realidad, al menos durante un breve tiempo, hasta que la nada se la trague. De ahí la urgencia de escribir y publicar libros. En realidad bromeo: es por el whisky gratis.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).