La Polonia de posguerra era una nación extraordinariamente desdichada, pero en un aspecto (y quizá ese fue el único) se contaba entre las más afortunadas del mundo. Este país sin pretensiones, que no es admirado por sus paisajes, por su gastronomía o por su arquitectura, produjo a tres de los mejores poetas europeos de la última mitad del siglo. El primero de ellos fue Czesław Miłosz (1911-2004), nacido en Lituania en una familia polaca, que huyó a Francia en 1951 y luego emigró a los Estados Unidos en 1960. Fue el poeta geopolítico, lo que encajaba perfectamente con su condición de exiliado, y el primer premio Nobel de Polonia. El segundo fue Zbigniew Herbert (1924-1998), el poeta filosófico de Polonia, quien se negó a colaborar con el régimen comunista y escribió su lírica abstracta e inteligentísima en la penuria durante gran parte de su vida.
La última fue Wisława Szymborska (1923-2012). Aunque era contemporánea de Herbert, la ubico al final no porque haya vivido más que él y Miłosz, sino porque su muerte reciente, a los ochenta y ocho años, cierra definitivamente la última época brillante de la poesía polaca. Si hay algo que agradecer a las cuatro décadas y media de gobierno comunista en Polonia es que estos tres poetas surgieron de esas estrecheces altamente presurizadas como diamantes del carbón. Aunque los censores tachaban cualquier obra percibida como política o en cualquier sentido subversiva, los escritores podían burlarlos abordando con ingenio los temas prohibidos, a través de metáforas o alegorías –uno de los quehaceres principales de la poesía en todo momento–. Si a esto le añadimos un público devoto, con un apetito por la literatura avivado por la escasez –los nuevos poemas se distribuían en ediciones de samizdat y circulaban de mano en mano– y quizá tengamos las condiciones necesarias para la creación.
Pero el comunismo por sí solo no puede explicar este florecimiento poético. Exceptuando a la Unión Soviética (que tenía una población por lo menos cinco veces más grande que la de Polonia), ningún otro país del bloque del Este produjo una literatura equivalente. Asumiendo que no había químicos alucinógenos en las filtraciones de Nowa Huta, la notoriamente contaminada fundidora a las afueras de Cracovia (donde Szymborska pasó casi toda su vida), solo podemos concluir que la grandeza poética de Polonia es el resultado de un accidente histórico: el choque entre una profunda y sempiterna cultura literaria y el más devastador de los campos de batalla europeos.
Los poetas entendieron la situación desde el principio. Miłosz escribió “Campo dei Fiori”, uno de sus más grandes poemas de juventud, en Varsovia en 1943. En él reparaba en cómo la gente seguía con sus asuntos más allá de los muros del gueto –volaban papalotes, montaban el carrusel– mientras los judíos morían al otro lado. Debió haber sucedido igual cuando quemaron a Giordano Bruno en la hoguera, imagina: los vendedores de fruta ofrecían sus mercancías y las tabernas se llenaban de nuevo “antes que las llamas se extinguieran”. ¿Es nuestra resistencia emocional la que nos permite volver rápidamente a las canastas de aceitunas y limones, o es nuestra ignorancia, nuestra falta de empatía con la “soledad de los que mueren”? El poeta se pone del lado de los “olvidados por el mundo”: “Nuestra lengua se vuelve para ellos / el idioma de un planeta antiguo.” Algún día, espera, “la ira avivará la palabra del poeta”.
Con su economía característica, Szymborska inicia uno de sus poemas más famosos con los versos: “Después de cada guerra / Alguien tiene que limpiar.” Luego de que su jardín, su país, se convirtiera en escenario de la mayor guerra del siglo, la labor de limpieza recayó sobre todo en los poetas polacos. A menudo, el régimen soviético oscureció la verdad sobre los hechos de la guerra, menospreció el elemento judío de la tragedia y azuzó las tendencias martirológicas polacas. Pero la historia real se halla en los poemas. En “Todavía”, parte del libro Llamando al Yeti de 1957, Szymborska escribió sobre los “vagones sellados” que transportaban “nombres” por el país. Esos nombres son todos judíos: Natán, Isaac, Aarón, Sara, David. “Una nube de gente atraviesa el país”, nos dice la poeta. Tanto el tren como las personas desaparecieron, pero todavía “oigo, / eso es, el retumbar del silencio en el silencio”. Tanto a Miłosz como a Szymborska, su propio silencio ante la catástrofe los persigue con la misma intensidad que el silencio de los muertos.
Szymborska aclaraba con frecuencia que sus poemas eran “estrictamente no políticos… más acerca de las personas y la vida”. Se ganó el epíteto de “la Mozart de la poesía”, por sus poemas breves y juguetones que toman lo cotidiano y le dan la vuelta en una dirección inesperada. “Un gato en un piso vacío” (en el que la muerte del dueño del gato se vive desde la perspectiva de su mascota adorada), “Amor a primera vista” (un poema sobre los encuentros fallidos que, al parecer, sirvió a Krzysztof Kieślowski de fuente de inspiración para Rojo), “La cebolla” (este poema no puede ni siquiera ser descrito; debe ser leído). Estos poemas son la razón por la cual algunas personas que saben muy poco de poesía o de Polonia conocen la poesía de Szymborska, aunque trastabillen al intentar pronunciar su apellido. “Quizá sus poemas no salvarán al mundo, pero el mundo nunca se ve igual después de encontrarse con su obra”, escribió el poeta estadounidense Edward Hirsch (que ha dedicado por lo menos un poema a Szymborska).
Pero “la gente y la vida” también son temas políticos, especialmente en la Polonia de posguerra. Y cuando Szymborska concentra su inteligencia lúdica sobre los desastres del siglo XX, la desfamiliarización es profundamente paralizante. En “Primera fotografía de Hitler”, se imagina al adorable niño Adolf –“¿Y quién es este niño con su camisita?”– y qué será cuando se haga mayor: “tenor en la ópera de Viena”, o quizá se casará con la hija del alcalde. En “Campo de hambre cerca de Jaslo”, se pregunta cómo escribir acerca de la muerte masiva: “La historia redondea los esqueletos por decenas. / Mil y uno siguen siendo mil. / Ese uno es como si no existiera…” Claro, en una sociedad dedicada a lo colectivo, en la que la individualidad está devaluada, buscar el “uno” es un acto inherentemente político.
“En el habla cotidiana, donde no nos detenemos a sopesar cada palabra, usamos frases como ‘el mundo común’, la ‘vida común’, el ‘transcurso común de los eventos’”, dijo Szymborska en su discurso de aceptación del premio Nobel en 1996. “Pero en el lenguaje poético, donde cada palabra se sopesa, nada es común ni normal. Ni una sola piedra, ni una sola nube encima de ella. Ni un día ni una noche después de él. Y sobre todo, ni una sola existencia, ninguna de las existencias de este mundo.” Si eso no es suficiente para salvar el mundo, la culpa es del mundo, no de la poeta. ~
Traducción de Pablo Duarte
(Baltimore) es crítica literaria y editora de The New Republic.