Es seguro que quien visita por primera vez la Feria Internacional del Libro de Guadalajara queda asombrado por su magnitud, por su dinamismo, por las multitudes que pueblan durante nueve días las naves gigantescas de Expo Guadalajara y por el hecho, hasta cierto punto insólito en un país de tan escasos lectores y tan precarias condiciones para la supervivencia de la industria editorial, de que semejante movimiento tenga su razón de ser en el comercio de libros. Las cifras que da la organización de la Feria ayudan a ese asombro: en 2009 se contaron más de 600 mil asistentes, hubo 455 presentaciones de libros, casi dos mil editoriales tuvieron presencia, etcétera. Para este año, la previsión es que los profesionales provenientes de 43 países cierren negocios por más de 33 millones de dólares, que entren otros nuevos miles de almas a recorrer los pasillos atestados y, posiblemente, a ver y escuchar a algunos de los 500 “autores e intelectuales” que vayan compareciendo en los numerosos salones del recinto ferial, pero también del hotel vecino, de varios campus de la Universidad de Guadalajara y de otros espacios de la ciudad (camellones, museos, teatros, hasta un lienzo charro), y todo esto además del programa de espectáculos que contribuye a hacer de la feria un festival cultural ambicioso y, lo dicho, impresionante para quien la visita por primera vez.
Para quien ya ha venido antes, la impresión puede ir adelgazándose según se constate cómo, de un año al siguiente, la FIL admite mínimas variaciones, de las cuales la más notable se debe al programa que diseñe el Invitado de Honor en turno, Castilla y León esta vez (la cuarta forma que España ha hallado de estar en la feria, pues luego de haber venido así, como España, ha seguido viniendo en pedacitos: Cataluña en 2004, Andalucía en 2006): más allá del contingente de escritores, artistas y demás que viaja a Guadalajara en representación de su tierra, buena parte de lo que ocurre cada otoño consiste en una reiteración de lo mismo, apenas disimulada por el paso del tiempo: los stands más visibles (los de los grupos editoriales más poderosos) son prácticamente iguales de un año al otro y están donde mismo, los discursos de la ceremonia inaugural son parejamente soporíferos, por los salones de las conferencias y las presentaciones se ve cómo se apresuran y se abrazan y se aplauden y se despiden las mismas figuras de siempre —si acaso con algunos kilos de más o de menos, con menos o más canas, con un nuevo libro o algún tema volteado y revolteado que justifique la inscripción en el programa y, claro, el viajecito.
Para quien ha estado en todas y cada una de las 24 ediciones de la FIL (como quien esto escribe), la cosa puede ser angustiosísima, tanto como difícil es hallar algo verdaderamente novedoso que justifique la reincidencia.
Pero sucede, invariablemente. Por ejemplo: este año, en buena medida la feria está hecha de ausencias. En primer lugar, los homenajes a Carlos Monsiváis, José Saramago y Tomás Eloy Martínez, tres habitués que en numerosas ocasiones animaron el programa de actividades, y con quienes la organización de la feria parece sentirse en deuda. Seguramente no se alcanzó a armar algo para hacer lo propio con Alí Chumacero, pero sí para una “celebración” de Antonio Alatorre —aunque en realidad se trata de una mesa redonda que estaba prevista desde antes de que el filólogo jalisciense muriera. También hay que contar las recordaciones que habrá de José Lezama Lima y de Octavio Paz (quien, dicho sea de paso, nunca llegó a pisar la feria). Y, en este desfile de ausencias, las que más pesan: las de los vivos. Primero, la de Mario Vargas Llosa, quien ya tenía fecha para la presentación de su nueva novela, El sueño del celta, pero debió cancelar por razones obvias (a Estocolmo hay que llegar con la suficiente anticipación para que el sastre tenga tiempo de tomar las medidas para el frac); y la de Carlos Fuentes, quien tuvo que haber comparecido, también, en la presentación de su nueva novela, Vlad —a propósito de la cual se habría sentado a platicar de vampiros con el cineasta Guillermo del Toro—, pero que canceló en el último momento porque su mujer se encuentra enferma. (Hay, de hecho, un apartado del programa literario que, como otros años —lo dicho: la reiteración de lo consabido—, se llama “Presencia de Carlos Fuentes en la FIL”).
La feria, organizada por la Universidad de Guadalajara, y presidida por el hombre más poderoso de esta institución (Raúl Padilla, quien es titular, además, del Festival Internacional de Cine de Guadalajara, de la Cátedra Julio Cortázar, del Centro Cultural Universitario, del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, etcétera), llega a su vigésima cuarta edición en medio de un conflicto que desde hace varios meses han sostenido la casa de estudios y el gobierno de Jalisco, a causa de un dinero que éste debe y no quiere entregar. El pleito ha sido enredoso y rico en acusaciones mutuas: el gobernador acusa a los dirigentes universitarios, encabezados por Padilla, de dilapidar los recursos públicos en empresas (auditorios, espectáculos) cuya existencia no tiene que ver con las funciones sustanciales de la universidad; los universitarios han contraatacado haciendo ver que la verdadera intención del gobernador es asfixiar a la educación superior pública. Y en medio de tales posiciones, los ciudadanos han tenido que presenciar cómo las calles a menudo son tomadas por manifestantes (y cómo se gastan millones y más millones en desplegados en periódicos y spots de radio y tele). El rector de la UdeG trajo el tema a la FIL ya desde la inauguración, en la que se refirió a la “severa crisis” por la que atraviesa la universidad; al rato, un grupo de manifestantes desplegó una manta contra Raúl Padilla enfrente de Raúl Padilla —y del secretario de Educación Pública, Alonso Lujambio, a quien apenas iban dándole el tour inaugural. Hasta que los guaruras se dieron cuenta, y entonces hubo empellones y griterío, y luego todo siguió tranquilo y de lo más normal (Padilla diría después que no vio la manta con su foto, que es muy distraído). Y no es que esta circunstancia importe demasiado para la buena marcha de la FIL: se trata de una maquinaria muy bien aceitada, que es casi imposible que se pueda trabar.
La feria arranca cada año con la entrega del Premio FIL, que esta vez fue concedido a Margo Glantz. “Me siento como Julia Roberts”, dijo. Se llevó así más aplausos, naturalmente, y se le hizo mucha fiesta, como siempre sucede. Sólo habría que decir esto: puesto que es tan amplio el ámbito lingüístico que cubre la convocatoria de este premio, pueden ganarlo poetas, novelistas, dramaturgos, cuentistas o ensayistas que escriban en castellano, español, catalán, gallego, francés, italiano, rumano o portugués. Y esto: al elegir quién lo gana, el jurado decide también quién deja de ganarlo. ¿Quiénes dejaron de ganarlo esta vez? Margo Glantz, claro, se veía feliz.
– José Israel Carranza
(Imagen tomada de aquí)
La FIL se celebra del 27 de noviembre al 5 de diciembre de 2010 en Expo Guadalajara. Guadalajara, Jalisco.