Zidane, el hipersensible

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Finalmente, después de año y medio de espera, nos hemos enterado de la chispa que encendió la mecha de Zinedine Zidane. Fue un misterio sabroso. La duda quedó ahí desde el momento en que el virtuoso francés arremetió cual carnero demente contra su marcador de la noche, un corrientazo de apellido Materazzi: ¿qué podría haber dicho el defensa italiano para provocar semejante arrebato en el jugador más cerebral de la última década? ¿Qué insulto podría ser tan grave, qué ofensa tan dolorosa?

La primera teoría que recuerdo hacía referencia a algún asunto racial. “Seguro le dijo algo de su origen argelino”, me aseguró un amigo periodista. “Oí que le llamó terrorista”, me dijo, en pleno ataque alarmista, otro colega. No faltaron las especulaciones más sofisticadas. En la redacción de Letras Libres, alguien sugirió que Materazzi había llamado “harki” a Zidane. La explicación me pareció fascinante, pero poco probable: ¿sabría Materazzi, con su cara de siciliano mentecato, algo de la historia entre Argelia y Francia? El mismo defensa italiano puso en su sitio a quienes le suponían otra categoría educativa: “¿Cómo le voy a llamar terrorista si ni siquiera sé que es eso?”, dijo al llegar a Roma con el trofeo de campeón bajo el brazo. En los días que siguieron a la final, Zidane hizo poco por apagar la polémica. Su agente declaró a El País que Zidane le había confesado que las palabras de Materazzi habían sido “muy serias”, tanto así que “no podía decirlas”.

Aunque he estado muy, pero muy lejos de poder tocar una sola pelota como Zidane en sus peores días, el arte del insulto en el futbol no me es ajeno. No nos queda de otra a los que, con pies planos y noventa y tantos kilos encima, queremos detener a un vivales con el número diez en la espalda. En la liga de ex alumnos del Colegio Madrid, que tiene su sede en las hipo-oxigenadas faldas del Ajusco y no es ninguna congregación de monaguillos, llamé de todo a mis rivales. Recuerdo con particular vergüenza a un muchacho a quien casi reduje al llanto después de noventa minutos de ofensas (él, hay que decirlo, me redujo a un nudo de impotencia tras quince gambetas que aún no comprendo). En la otra organización que osa dejarme jugar también he dado y repartido bofetadas verbales.

Saber insultar al contrario es parte vital del futbol. Los recursos son infinitos: recordar a la familia, burlarse del peso, estatura o cualquier defecto físico, usar el diccionario entero de groserías… todo se vale. Lo sé, además, por lo que alcancé a escuchar en mis años como periodista deportivo cubriendo partidos profesionales en la cancha. Alguien debería escribir un libro con todas las cosas que los jugadores se dicen en el área esperando un tiro de esquina. Lo que yo oí en un partido entre Tigres y Monterrey haría marchitar flores.

Por eso es que estoy tan decepcionado de Zinedine Zidane. Ahora resulta que el mago francés perdió la cabeza (y casi se la deja clavada en el pecho a Materazzi), porque el rival habló mal de su hermana: “prefiero la de la prostituta de tu hermana”, le dijo después de que el francés le ofreciera la camiseta que Materazzi se había pasado jaloneando el partido entero. No puedo imaginar dos recursos más gastados, dos herramientas de provocación más aburridas, que la hermana y la prostituta. Si yo o cualquier futbolista amateur diéramos un cabezazo por cada vez que nuestras pobres parientes son enviadas al burdel, habría más tarjetas rojas que goles por partido. No me importa si la hermana –Lila– es la única mujer entre los cinco hijos del señor Zidane o si el niño Zinedine le defendía el honor en los barrios de Marsella: Zidane debió haber prometido la camiseta de la hermana, de la madre y de la esposa del entrenador a Materazzi y proceder a ganar la copa. Nada mejor para callar a un hablador que un balón bien guardado en la red.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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