A mí ni me miren

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El Partido Republicano en el 2010 tiene por líder a un movimiento. Desde inicios de 2009, dicho movimiento declaró que su estrategia sería denunciar el crecimiento de la deuda, oponerse al rescate bancario, atacar la reforma al sistema de salud y minar la legitimidad del presidente Obama. El 2 de noviembre esos esfuerzos alcanzaron, a grandes rasgos, lo que buscaban. Muchos demócratas respondieron que esta es una típica elección intermedia, una en la que el partido que tiene la mayoría es quien inevitablemente sufrirá. Los demás lo atribuyen al pésimo estado de la economía. Pero, suponiendo que la tasa de desempleo en octubre hubiese bajado a 9 por ciento, ¿el resultado habría sido muy distinto? Los resultados de esta elección son un voto de desconfianza para el presidente Obama y el Congreso demócrata.

El esfuerzo extenuante realizado por Obama para situarse por encima de la politiquería ha perjudicado a su partido y no ha hallado resonancia en el otro partido. Fue solo hasta hace tres meses que comenzó a culpar a su antecesor de algo. Aunque culpar a George W. Bush del colapso económico es solo una verdad a medias. El origen del problema se remonta por lo menos a las políticas desregulatorias de Lawrence Summers durante la presidencia de Clinton; y Obama mismo incluyó a Summers en su gobierno. Tales insospechados vaivenes en la estrategia son una de las razones por las que muchos de los votantes que apoyaron a Obama en 2008 ya no creen que sea alguien en quien puedan confiar.

Es verdad que la recesión afectó al Partido Demócrata en las elecciones del 2 de noviembre; y es verdad también que el origen de esa recesión estaba fuera del control de Obama. (Nunca fue convincente al explicar esto, y el tiempo para hacerlo fue al inicio de la crisis.) Bajo su control había otras cuantas cosas, empero: su decisión, por ejemplo, de privilegiar la estabilidad de los bancos y las empresas financieras –estabilidad que es evaluada por esos mismos bancos y empresas– antes que la creación de empleos. También estaba en parte bajo su control la duración de la espera que pidió mientras buscaba el apoyo de los republicanos para su reforma al sistema de salud. Obama tiene un extraño sentido de la plasticidad del tiempo. Entre los independientes que lo llevaron a la victoria en 2008, el desencanto decisivo se dio probablemente el verano pasado. La inmovilidad, el casi mutismo del presidente ante el derrame petrolero de bp parecían decir que deseaba que nada hubiera sucedido y que deseaba que la gente no lo estuviera mirando a él.

El movimiento del Partido del Té es la más reciente manifestación de una variante de la extrema derecha que de manera episódica pasa de un control parcial a la posición dominante en el Partido Republicano. Ascendió en 1964, en 1980 y en 1994, y ahora en 2010 ha vuelto con nuevo brío. Su continuidad fue disimulada por la leyenda de que Ronald Reagan era un conservador moderado. Reagan pronunció el discurso de nominación a favor de Barry Goldwater en 1964, y los temas centrales de su agenda en 1980 eran la falta de resolución viril de Jimmy Carter al no atacar a Irán y su falta de patriotismo al permitir que Panamá se hiciera cargo del Canal. La actitud distante de Obama ante el derrame de bp el verano pasado recordaba a la estrategia del Jardín de las Rosas de Carter. No digas nada acerca de una crisis que se resiste a una solución metódica (razonaron ambos), y recibirás crédito por tu candor. Pero las cosas no funcionan así.

El utopismo capitalista y el desprecio sin adjetivos para lo que queda del Estado de bienestar son las disposiciones que ahora dan cohesión al Partido Republicano. George Orwell escribió en El camino a Wigan Pier que, a pesar de que quizá la igualdad económica sea demasiado pedir, a él le gustaba la idea de un mundo en el que el hombre más rico lo fuera solo diez veces más que el más pobre. En Libertad y organización, Bertrand Russell escribió que ya que el dinero es una forma de poder, un alto grado de desigualdad económica no es compatible con la democracia política. Estos asertos no parecían radicales hace setenta años. Hoy, ningún político se atrevería a pronunciar ninguno de los dos.

La revocación total de la reforma al sistema de salud es la meta declarada de John Boehner, el nuevo presidente de la Cámara de Representantes. “Este no es el momento para los acuerdos”, le dijo a Sean Hannity seis días antes de la elección. “La gente quiere que arranquemos el Obamacare desde la raíz.” En un momento en el que las bases del Partido del Té amenazan con actos de desobediencia civil, Obama necesitará una considerable destreza para salvar una porción decente de su legislación. Parece posible que la multitud que quiere nulificar la reforma al sistema de salud incite y enardezca a otro grupo de gente, de otro talante político. Después de todo, hay gente que necesita precisamente las cosas que se busca eliminar. Así que quizá se requiera que el presidente, cuya naturaleza política es la de cooptar y no la de pelear, realice una tarea que no le es del todo familiar: defender la ley y vindicar la justicia (que no necesariamente se ubica en el punto medio entre dos extremos) sin dar la impresión de ayudar a ninguna de las encendidas fuerzas del desorden. ~

 

© The New York Review of Books

Traducción de Pablo Duarte

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