Adiós al Olimpia

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Dos tribus bárbaras destruyen las ciudades mexicanas. A la agresión feroz, rencorosa, de dos generaciones acumuladas de grafiteros lumpen —despojados de toda esperanza por el sistema durante los últimos veinticinco años, y los que vienen—, las cuales se desquitaron con sus entornos (si no tenemos futuro, desquitémonos con lo que haya de permanente), les corresponde la voluntad devastadora de los nuevos empresarios. Sus víctimas preferidas: las salas cinematográficas. Por dos razones: muchas viejas salas, en todo el país, quedaron abandonadas tras la desaparición de la paraestatal Compañía Operadora de Teatros, S.A. (COTSA), hace nueve años, cuando la exhibición convocó, en consecuencia, a una nueva generación de inversionistas obsesionada con imponer un sello neutro, aséptico, anglosajón, a la experiencia de ver cine. En el camino se atravesó un actor inesperado, el gobierno perredista de Rosario Robles en la ciudad de México, que gastó setenta millones de pesos en adquirir cinco salas de COTSA hace tres años, con fines nebulosos. Empieza el sainete.
     En la década de los veinte, la metrópoli contaba ya, cuando menos, con los primeros palacios cinematográficos, lo que inauguró una de las más notables especialidades de la arquitectura civil mexicana: cines como los dos Granat (1918, en Pino Suárez e Izazaga, y 1923, en Peralvillo), el Venecia (1918, Santa Veracruz), el Alcázar (1917, Ayuntamiento), el Olimpia (1919 y, remodelado, 1921, 16 de Septiembre) y el Teresa (1924, San Juan de Letrán). Para los años sesenta, el país tenía como norma el palacio cinematográfico, orgullo de la ciudad capital, muchas veces dotado de pantalla y equipo para Panavisión 70 mm, y podía ir de los delirios orientales a la funcionalidad minimalista en dimensiones colosales. En la ciudad de México se podía optar por los recovecos coloniales de mosaicos de talavera, maderas labradas y herrerías sevillanas del Alameda (cuya decoración recreaba la plaza de Taxco) y el Colonial (con sus candelabros de hierro y vidrio, y unas palmeras falsas flanqueando la pantalla) o por la modernidad del Manacar y su telón mural de Carlos Mérida, y el Diana, con decoraciones metálicas de Manuel Felguérez, y en camino de hundirse en los fastos neoclásicos del Roble, con sus esculturas de yeso, sus nichos con vidrio biselado, aquellos cupidos para los bebederos y sus salones fumadores, o los simulacros versallescos del Metropolitan. Nadie especulaba sobre la impecable armonía art déco del Cine Hipódromo integrado al edificio Ermita en Tacubaya, o la amplitud que parecía infinita gracias al juego de niveles del vestíbulo del Chapultepec. El palacio cinematográfico era una condición dada de la experiencia cinematográfica.
     Todo se acabó lenta pero inexorablemente hacia finales de los setenta. Las salas que administraba la gubernamental COTSA se hundían en el deterioro físico más escandaloso —tristes fuentes de empleo del Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica, que llenaba las dulcerías de dependientes (uno para los refrescos, otros para las palomitas, otro para los gaznates, etcétera)—, mientras las salas de la organización Ramírez, más discretas, vivían en una molicie semejante, todo ello como resultado de: a) la falta de competencia y, b) el control del precio del boleto, que hacía de la exhibición un negocio muy poco atractivo. La clase media huía en masa y se encerraba en sus casas a ver cine en video. Vendrían acciones desesperadas y atroces: fragmentar las grandes salas sin medir el tiro de la pantalla ni la corrección isóptica, y sin controlar siquiera la acústica, aunque el ruido de una sala invadiera la contigua, a lo que se sumó la venta de tamales y hasta bebidas alcohólicas. Con ello sólo se fomentó la fauna nociva tradicional: cucarachas y ratas de dimensiones imponentes.
     Hasta que, con la desincorporación de COTSA, el país se vio, en calidad de cadáveres arquitectónicos, con los viejos palacios cinematográficos, y sin una sola propuesta de conservación, restauración o nuevo uso, justo cuando surgía una generación nueva de masas cinéfilas (dos millones y cuarto de espectadores para El crimen del padre Amaro en sus primeros diez días, por ejemplo). La relación entre los mexicanos y sus ciudades tiende al odio: emulando a los constructores de pirámides aztecas, se hace una ciudad sobre otra, pero siempre arrasando la anterior, siempre inspirados por la especulación inmobiliaria más rapaz. Al diablo con la ciudad como memoria, patrimonio artístico y espacio de convivencia humana; al Paseo de la Reforma se le eliminaron las espléndidas mansiones porfirianas, primero y, ahora, su circuito de cines (de seis que tenía sólo sobrevive el Diana); once salas de COTSA fueron puestas en subasta por el Fondo Liquidador de Instituciones y Organizaciones Auxiliares de Crédito, y el gobierno de Rosario Robles adquirió tres (Futurama, Bella Época y París); tres años después, son papas calientes para las que no existe un destino preciso. Mientras tanto, al Lindavista, obra del notable arquitecto Charles Lee, junto con el Bella Época y el Chapultepec, lo volvieron recinto religioso. Y la puntilla: el Olimpia, el cine más antiguo de todo el país, que se mantenía digno en su abandono, ahora será una tienda más en un Centro Histórico que rebosa de tiendas y languidece de espacios culturales (de hecho, todo ese espacio sólo tiene dos cines: el también venerable Teresa, que se salvó gracias a la pornografía, y la minúscula Sala Fósforo de la Filmoteca de la UNAM).
     Ninguna voz se levantó para conservar el Cine Olimpia, aquel espacio social en cuya primera remodelación depositó la primera piedra Enrico Caruso (1919), donde Ana Pavlova ejecutó su legendaria coreografía sobre "El jarabe tapatío", y donde las cintas de Griffith y Chaplin (El peregrino) y Valentino (El sheik) iban acompañadas por el órgano Wurlitzer, y donde se estrenaron las primeras películas sonoras de la Warner Bros. bajo la gerencia de Fernando de Fuentes, quien aprendía cine viendo una y otra vez las películas en su sala. El cine donde se instaló la XEW, para hacer las primeras transmisiones de "la Voz de la América Latina desde México". El ámbito, pues, donde urgía erigir un museo del cine mexicano (o de la comunicación), toda vez que sus espacios originales habían resistido las vandálicas remodelaciones oficiales y particulares. Pero ahora el viejo Cine Olimpia se convertirá, según información de Erika Montaño Garfias (La Jornada, 24 de julio), en "Locales comerciales de seis, ocho y diez metros cuadrados… un café internet, zona de fast food y centro de exhibición de computación".
     Esto no lo detiene nadie: a la basura la historia, los espacios de encuentro social, la obra monumental de arquitectos como Francisco J. Serrano (los ya desaparecidos cines Isabel, Encanto, Palacio, Venus y el Teresa), Juan Sordo Madaleno (París y Ermita), Carlos Obregón Santacilia (el Prado, perdido en el terremoto de 85), Carlos Crombé (Olimpia, Odeón, Cosmos, Colonial y Alameda), entre muchos otros. Al montón de escombros la peligrosa memoria de cuando ser ciudadano era merecer esos palacios populares. ¿El futuro? La atomización del cineplex y la masa amontonada en tiendas de baratijas, para beneficio de un sistema que sabe especular con la miseria y, desde luego, salir ganando. ~

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