Ahab entre nosotros

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¿Estaba loco Steve Irwin, el famoso cazacocodrilos que perdiera la vida a principios de septiembre en los helados mares de Australia? Rubio y de sonrisa franca, el australiano hizo frente a cuanto bicho se le cruzó en el camino. Vestido con su inconfundible uniforme grisáceo, Irwin luchó con un dragón de Komodo como quien se revuelca con un niño inofensivo, se hizo una bufanda de culebras de un par de metros de largo y, quizá más notablemente, jugó con las mandíbulas de cientos de cocodrilos sin perder por un momento la confianza de que, en sus manos, la bestia en cuestión jamás asumiría su propia naturaleza.

En las decenas de documentales que hizo para la televisión, era posible verlo acercarse a la guarida de su siguiente objeto de estudio (o de entretenimiento) fingiendo un sigilo que escondía, en realidad, el tipo de tranquilidad que sólo se adquiere a través de algún tipo de demencia. Incluso cuando el animal en cuestión se encontraba a pocos centímetros, Irwin jamás dejaba de mirar a la cámara para explicar, con el acento australiano que lo convertiría en una celebridad, qué tan grave era el peligro que estaba por enfrentar. Y el riesgo existía: una mordida de alguno de los reptiles que azuzaba es capaz de arrancar una pierna en un par de segundos. Aun así, milagrosamente, el naturalista australiano había conseguido salir ileso durante más de veinte años de carrera. Poco a poco, sin embargo, Irwin comenzó a caminar más cerca del precipicio. Hace un par de años entró a una jaula para alimentar a un cocodrilo mientras cargaba, muy cerca de la bocaza del reptil, a su hijo Bob, de apenas un año de edad. ¿Qué pasa por la cabeza de un hombre que mece a su propio hijo delante de los ojos negros de un animal hambriento? Quizá, en el fondo, Steve Irwin sufría de la moderna y alucinada creencia de quien supone poder comunicarse con los animales; una especie de médium por encima de Darwin. O tal vez lo aquejaba ese otro mal tan afín a estos tiempos de perros vestidos con ropa de marca: pretender humanizar, antropomorfizar a los animales que nos fascinan. ¿Cómo habría de morder a Irwin un cocodrilo que mágicamente lo reconocía como su buen amigo Steve?

De ser este el caso, Irwin no está solo. Apenas hace un par de años, Timothy Treadwell, un entusiasta ambientalista estadounidense, hizo maletas y se instaló, durante trece veranos, en los bosques de Alaska para observar y “proteger” a los enormes osos grizzly de la zona. Treadwell filmó cada una de sus aventuras con los animales: grabó peleas y reconciliaciones, días de atrapar y devorar presas suculentas y noches de descanso. Vio crecer a los oseznos y los bautizó a todos. Así nacieron el “Señor Chocolate”, la “Tía Melissa” y el “Pecas”. En los videos de Treadwell, recogidos y editados con maestría por Werner Herzog en su película Grizzly Man, es posible observar la ansiosa voluntad del hombre por volver humanos a sus nuevos amigos. Treadwell supone que los osos lo ven como a un compañero más, inofensivo y amigable, entre los bosques y campos de Alaska. Supone, en suma, que los osos lo miran como él mismo se ve. La fantasía no tardó en encontrar su final. En octubre del 2003, un oso esmirriado e iracundo olisqueó hasta encontrar la tienda de campaña donde dormían Treadwell y su novia. El resultado fue el previsible. Baste decir que no hubo amistad que valiera frente al llamado del hambre.

Algo similar le ocurrió a Steve Irwin. Mientras hacía un documental sobre ejemplares peligrosos de la vida marina australiana, el naturalista nadó por encima de una mantarraya toro. El animal, sintiéndose acorralado, soltó un violento coletazo que culminó con el venenoso aguijón de la raya partiendo en dos el corazón de Irwin. Cuando supe de la muerte del cazacocodrilos, recordé un par de momentos. El primero remite, de nuevo, a la historia de Timothy Treadwell. Cerca de la conclusión de su documental, Werner Herzog explica que lo que más lo atemoriza es saber que “en ninguna las caras de los osos que filmó Treadwell hay solidaridad alguna, no hay comprensión, no hay misericordia. Sólo existe la abrumadora indiferencia de la naturaleza […] la mirada vacía que habla sólo de un interés algo aburrido por encontrar alimento.” Acto seguido, pensé en Herman Melville. Recordé la obsesión del capitán Ahab con la ballena blanca, a la que él confería una maldad maquiavélica, eminentemente humana. Y finalmente recordé al Moby Dick cinematográfico, que concluye con Ahab enmarañado al lomo de la ballena mientras el cetáceo pega un último brinco antes de llevarse consigo el delirio de su enemigo. Pero, ¿qué hay de Ahab mismo? En sus últimos momentos en el Pequod, el capitán asegura, con un orgullo que anticipa un final digno, que “algunos hombres mueren en marea menguante, otros en la marea baja; otros, en plena inundación”. Quizá, en última instancia, la locura de Irwin y Treadwell esté más cerca de la de Ahab que la de los payasos mediáticos que abundan ahora en la televisión. Tal vez sólo se trata de hombres que decidieron morir en la cresta –hipnótica y peligrosa– de la ola. ~

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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