Argentina

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Entro en la Red y navego por entre mares de suplementos culturales y me detengo a descansar en una reseña de un libro sobre la vida de Pablo Neruda y me llama la atención una anécdota que protagonizaran el propio Neruda y un escritor argentino, Omar Vignole, del que nunca antes había oído hablar. Lo busco en diccionarios de escritores y no encuentro nada de Vignole, pero la Red es más magnánima, Vignole tiene diversas entradas en ella. Gracias a esto me entero de que este escritor argentino era un raro, un hombre que se pasó media vida paseando con una vaca por la calle Florida de Buenos Aires, dedicado a escandalizar con sus discursos callejeros y sus proclamas revolucionarias a los sectores más conservadores de la sociedad argentina de su época. Le llamaban "el filósofo de la vaca", así ha pasado (no mucho, en realidad es un desconocido) a la Historia. En cierta ocasión coincidió con Neruda en un banquete (hubiera sido invitado o no, iba a muchos con la vaca, que dejaba aparcada siempre fuera del restaurante), se acercó al futuro Nobel y le dijo: "Sentate, Omar Vignole." El escritor chileno le preguntó de inmediato: "¿Por qué me llamas Vignole sabiendo que eres tú Vignole y yo Pablo Neruda?" "Es que en este restaurante —le respondió Vignole— hay muchos que sólo me conocen de nombre y como varios de ellos me quieren dar una paliza yo prefiero que te la den a ti."
     He sonreído, he intuido que el tal Vignole era el típico pelmazo más o menos ingenioso, he seguido buscando historias sobre él, tal vez para confirmar que era un pesado ese "filósofo de la vaca", me he enterado de que en otra ocasión tomó la palabra en un banquete de homenaje a un viejo literato y fue tan insistentemente boicoteado por otro pelmazo (tal vez un discípulo) que acabó diciendo esta frase bastante ocurrente: "Maestro Eraia, tenga suerte y buen viaje, y doy por terminado el discurso porque este Gargantini me está podando la musa."
     He vuelto a sonreír y he continuado navegando por la constelación Vignole y se ha cruzado en mi camino otro escritor del que jamás había oído hablar, el argentino Raúl Barón Biza, amigo o conocido de Vignole y, al igual que éste, excéntrico, también ausente de todos los diccionarios pero con presencia fantasmal en la Red. De Barón Biza se dice que fue famoso en su época, los años treinta, por su "delirio provinciano, macabrismo [sic], misoginia, misantropía, decadentismo y marginalia". Abandono a Vignole y parto en busca de los delirios provincianos de Barón Biza y me entero de que la primera mujer de este escritor, Myriam Steford, era aviadora y se mató en accidente con su avioneta, fue a estrellarse en medio de la opulenta hacienda o finca familiar del adinerado marido, el tenebroso escritor Barón Biza, que mandó construir en homenaje a ella un obelisco extraño que plantó en el lugar mismo del accidente, allí la enterró, convirtió en tumba ese obelisco de más de ocho metros de altura, una verdadera excentricidad fúnebre. Nota bene: La leyenda dice que la enterró con todas sus valiosas joyas, piezas de un valor incalculable que acaso podrían hoy salvar la economía argentina. El obelisco, por lo visto, llama hoy la atención y causa la extrañeza de todos cuantos circulan por la carretera provinciana que une la ciudad de Córdoba con Alta Gracia.
     Sigo navegando en la Red y tengo la impresión de estar viajando por las carreteras de una extraña película, me imagino el obelisco raro y me pregunto si algún día circularé de verdad por esa carretera y me digo que no es probable pero que en el caso de que esto sucediera haría parar el automóvil y explicaría a mis acompañantes la leyenda de las joyas de la aviadora muerta, y me digo que hasta tendría el detalle de mencionar al olvidado "filósofo de la vaca", dando muestras yo de una notable y rara erudición al tiempo que demostraría que sé ocuparme de los flecos aparentemente más insignificantes de mis narraciones y que si me ocupo de ellos es porque sé que es bueno cuidar a los personajes secundarios.
     Cuando distraídamente sigo navegando por la constelación Barón Biza me encuentro con la historia de la segunda boda del escritor, sus nupcias con Clotilde Sabattini, mujer de la alta sociedad cordobesa a la que en un ataque de celos, con tres hijos ya del matrimonio, Barón Biza desfiguró la cara con una botella de ácido y poco después se suicidó. Quedo un poco impresionado y me digo que la excentricidad fúnebre de la carretera de Córdoba a Alta Gracia ha ganado, con esta historia, mayor morbosidad funeraria. Ahora sé que si algún día veo el obelisco, es decir, paso por esa antigua finca de Barón Biza (¿a quién debe pertenecer ahora?, ¿han buscado ya las joyas que podrían salvar la Argentina?), no podré evitar un recuerdo para la cara desfigurada de la bella segunda esposa, la pobre Sabattini.
     Continúo en la Red, son las once de la mañana de un día tremendamente triste y lluvioso y el clima exterior está entrando en mi pantalla y creo que éste anda influyendo en la gélida y morbosa atención que está despertando en mí toda esta historia extraña de escritor desconocido con fragmentos de vida violentos o extraños, retazos raros con obelisco y ácido. Miro por la ventana, está todo muy oscuro, regreso a la tal vez más confortable ventana en la Red, miro por la pantalla y leo que Sabattini y Barón Biza dejaron tres hijos, uno de los cuales, Jorge Barón Biza, escribió en 1999 un libro, El desierto y su semilla, donde narraba cómo fue reconstruido el rostro de su madre y al mismo tiempo intentaba reconstruir la trágica historia de sus padres. Leo que el libro fue muy bien recibido por la crítica y hasta leo una de esas críticas, donde se cita a Joyce y a Proust, lo que me lleva a pensar que, por diversos motivos (ya es grande en ese momento el interés que ha nacido en mí por la rara historia de los Barón Biza), acabaré haciendo gestiones para encontrar ese libro de reciente publicación. Precisamente porque es tan reciente y porque se da a entender en todo lo que leo que Jorge Barón Biza ha triunfado con él, me resulta imposible imaginar que su autor ha muerto. Me quedo impresionado (es tal la familiaridad que en pocos minutos he adquirido con los Barón Biza, con su obelisco y la cara femenina desfigurada, que lo registro como algo que me afecta íntimamente) cuando leo que el año pasado Jorge se mató arrojándose desde la decimosegunda planta (me pregunto si no será la misma altura que tiene el obelisco) de una casa de pisos de la ciudad de Córdoba. Apenas acababa de conocer su existencia cuando se me ha matado. Apago el ordenador y entono en silencio un réquiem y, para no obsesionarme con tanto clima de altura y suicidio, decido relajarme y pensar en el "filósofo de la vaca", y me digo que ha sido extraño, pues en pocos minutos he pasado de las amables tonterías de ese pelmazo a la tragedia profunda. Ahora ya sólo me queda perderme un día por la carretera que une Córdoba con Alta Gracia, contemplar el obelisco como si esa extrañeza funeraria fuera mía, decirle después a todo el mundo que ya sólo me atraen ciertos delirios provincianos. –

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