As time goes by: La palabra Exilio

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A Enrique Krauze, que al invitarme a colaborar en Ls Ls,
quería que escribiese de asuntos del lenguaje.

Durante los muchos años que he tenido ese recuerdo (pero ya se sabe que si, según Henri Bergson, el tiempo es invención o no es nada, entonces ¿qué será la memoria?) he creído que era así:
     Estábamos en el Colegio Madrid, en el último año de primaria y en 1947. Enrique Castillo era mexicano, hijo adoptivo de un matrimonio de viejos residentes españoles, y resultaba raro que unos gachupines lo hubieran puesto en un establecimiento escolar de españoles republicanos, o de rojos, para decirlo de una vez. En sus primeros días entre nosotros parecía extrañado porque no lograba enterarse de la variedad zoológica en que debía registrar a sus inusitados condiscípulos, que le llamábamos "aceras" a las "banquetas" y "cerillas" a los "serillos", mientras a nosotros nos divertía que, entre otras cosas, creyera que ser "necio" era ser "terco", y no supiera distinguir entre "ir a la casa" e ir "a la caza", o entre "acecinar la carne" y "asesinar la carne". Sin embargo, a los dos nos acercarían y amistarían algunas circunstancias compartidas; entre otras, la lectura de las series de novelitas de La Sombra, el justiciero enmascarado, y Pete Rice, el sheriff de la Quebrada del Buitre, publicadas en la colección Hombres Audaces de la argentina Editorial Molino; el violento y a la vez tierno descubrimiento de la lujuria gracias a las rumberas películas y las trepidantes caderas de la calipígica María Antonieta Pons, y a los muslos y las precursoras minifaldas de Pola, la bien formada novia de Panza en la historieta "Los Supersabios" de la revista Chamaco Chico; y la coincidencia de ser vecinos del populoso, rumoroso, oloroso barrio y mercado de vegetales de La Merced, por lo cual Castillo, mi hermano Raúl y yo éramos los primeros colegiales que recogía, y los últimos que dejaba, el anaranjado autobús del colegio.
     ¿De dónde eres?, me habría preguntado Castillo, mientras esperábamos aquel autobús. Del Exilio, respondí. Pero si eres gachupín. No, qué gachupín; gachupines tus padr…astros; soy del Exilio. ¡Yaaa!, eso no existe. Me canso de que existe; está en los libros. No, hombre, ¿te cae? Me cae, están Exilio y exiliado… y soy exiliado.1 ¿Y Exilio en qué parte de España está? En ninguna. Y entonces, ¿qué son los exiliados? Los que salimos de España después de la guerra. Pues ahí está: son gachupines, salidos, pero gachupines. No entiendes; gachupines serán tus… padrastros; nosotros somos exiliados. No, no se entiende. A ver, ¿tú qué eres? Pues, ¡mexicano, mano! Que no; quiero decir: de qué lugar de México eres. De Toluca. ¿Y cómo les dicen a los de Toluca? ¡Psss, toluqueños! Ahí está: eres mexicano y toluqueño ¿no?; pues yo soy español y exiliado. ¡Pero Toluca sí existe! También el Exilio. ¡Tchttt…! A ver: yo existo, ¿no? (Castillo se sotorreía:) Pues quién sabe, mano. (Le di un pescozón, lo que él hubiera llamado un cocazo:) ¿Existo? Ay, cabrón, sí. Entonces ¿soy exiliado o no? Eres hijo de tu pinche madre, mano (dijo cerrando y alzando los puños); ¡órale, ponle! Y emprendimos una pelea entre bromas y veras en la que Castillo me ganó pronto, pues por algo era hermano de Luis Castillo, el boxeador sobrenombrado el Acorazado de Bolsillo, y además yo temía que me rompiera las gafas, que él llamaba los anteojos.
     Certificado muchos años más tarde en un reencuentro con Castillo, el recuerdo de esa discusión con trompadas es fidedigno en lo esencial, pero en él han estado anacrónica y mentirosamente interpoladas las palabras exilio y exilado (o exiliado), de modo que no sé cuáles habrán sido las que me permitían presumir de tener una patria fantasma, escondida bajo la piel visible de los mapas. ¿Me habré identificado como refugiado, o desterrado, o emigrado…? Desde luego no como exilado, pues es casi seguro que la palabra no nos era familiar y ni siquiera conocida.
     Al paso del tiempo, y antes de asumirnos como españoles mexicanos, habríamos de usar la palabra Exilio algunos de los hijos de los emigrados.2 Pero yo juraría que ya nos sentíamos del Exilio. O al menos yo llegué a sentir que era del Exilio; y no tanto como se es parte de un fenómeno transitorio de la Historia, sino como se es de un país.
     Pero en realidad, durante los primeros años cuarenta, que fueron nuestros primeros años en México, las palabras exilio y exilado eran infrecuentes en el medio de los expatriados españoles: los chicos desde luego no las usábamos, y nuestros mayores decían destierro o emigración, o bien desterrado, emigrado o refugiado, y, a veces, con una sonrisa autocomplaciente, usaban un vocablo portemanteau: refugíbero, mientras los mexicanos que nos malquerían preferían y proferían la palabra-caricatura: refugachos.3
     El Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, de Joan Corominas, sin el cual, o más bien sin su versión mayor en seis tomos, yo no escribiría tranquilo durante muchos días, apunta que la palabra exilio, aparecida en textos españoles hacia 1220-1250, con su sentido de destierro y derivada del latino exsilire ("saltar afuera"), desaparecería casi del todo durante siglos, y sólo empezaría a usarse con frecuencia en 1939, así como su derivado exilado, imitado del francés exilié.
     Y como el año 39 fue el del cierre de la guerra (in)civil española y el de la inauguración de precisamente el gran exilio republicano español, muy bien podría ser que los expatriados del 39, los hombres aureolados por León Felipe como españoles del Éxodo y del Llanto, sean los que pusieron nuevamente en circulación la palabra exilio. Lo habrán hecho tardíamente, porque entre sus publicaciones, libros y revistas, no la he encontrado, y muy rara vez, sino a partir de finales de los años cuarenta.
     Lo cierto en aquel tiempo de incertidumbre (en aquella interinidad en que vivíamos, en la que, por ejemplo, nuestros padres se preguntaban si las Naciones Unidas por fin condenarían de verdad a Franco, aliado de Hitler, Mussolini e Hirohito, de manera que pudiéramos volver a España y reemprender la trunca Segunda República Española) era que algunos de los chicos exiliados, ya fuésemos de los chavales hirsutos de la Cerrada de Vizcaínas, o de los señoritos peinados con raya en medio del Paseo de la Reforma, podíamos sentirnos habitantes y digamos oriundos del Exilio como de un país… aunque desconociéramos la palabra exilio.
     Así, la palabra exilio, que, en su forma escrita, por las filiformes íes y ele, parecería extenderse más allá de su tercera y final sílaba, y que en la vocalización de la X obliga a la contracción de la garganta y a un inicio de expectoración continuada en leve y breve silbido, para finalmente enternecerse con la suavidad líquida de ilio, sólo la valoré de verdad hacia mis veinte años, pues su derivado exilado y hasta el galicista exiliado, era más noble, más elegante que refugiado, palabra que en cambio me parecía risible por su fu y porque degeneraba en refugacho, tan socorrida por los malquerientes.
     El día que Franco muera —decían los mexicanos divertidos con nuestro mito—, los refugachos, contentos por no tener ya que acortarse el dedo índice en golpear la mesa del café, afirmando: ¡Este año cae!, van a sacar de debajo de la cama la botella de sidra y el turrón guardados tanto tiempo, y a vociferar jotas y repiquetear castañuelas, celebrando la muerte del que había sido el inmorible Caudillo como el renacimiento de los españoles buenos. Un recurso acostumbrado de periodista eventualmente sin tema era soltar la fatigada broma de: "Vamos a dar a los refugiados españoles dos noticias, una buena y otra mala. La buena: que ha muerto Franco. La mala: que no es verdad".
     Pero yo recuerdo que cuando de veras murió Franco la noticia sólo se dio por la radio y la televisión, y no con la autoridad todavía considerable del papel impreso. No estaba en ninguna primera plana mañanera de México porque amaneció en un 20 de noviembre, día celebratorio y feriado en el que los periódicos, como el comercio y las fábricas, las escuelas y las oficinas, se toman el patriótico descanso. Algunos exilados que habrían esperado tener ante los ojos la noticia desplegada en grandes titulares como un alborozado repique de campanas, debieron sentir que el Caudillo por la Gracia (o más bien la mala broma) de Dios, le había hecho al mundo otra de sus siniestras jugarretas.
     Lo que no recuerdo es que la muerte del Generalísimo causara un general regocijo en el Exilio. Yo diría que, con excepciones, se propagó por el archipiélago republicano de las mesas de café una secreta, maligna melancolía: el sentimiento de haber, no ganado a final de cuentas una guerra, ni de presenciar el efecto benéfico de un tardío aunque fulminante golpe justiciero de la Historia, ni de por fin reconquistar la tierra y reemprender la República, sino de haber sido defraudados. Era verdad: el gran traidor, el asesino de miles de hombres, el expulsador de miles de españoles, había pasado por una agonía larga, reiterada, terrible.4 Pero esa tortura no podía entenderse como una forma de justicia, pues también hombres buenos morían en agonías atroces, y por lo demás Franco no había respondido, en vida, de sus culpas.
     Yo creo que, aparte alguna manifestación exterior de júbilo, fue para los exilados un día triste. Se intuía que era el fin del exilio, es decir de una condición heroica y romántica, de una especie de mártir aristocracia: el noble éxodo se volvía anécdota, nota al pie de página. Franco moría demasiado tarde, moría sin que los españoles lo hubiéramos sometido a juicio y fusilado o encerrado en una jaula, y ese hecho, o, mejor dicho, ese no-hecho, instituía una deuda no cancelada de los españoles con la Historia, fundando catastróficamente a la soñada España nueva sobre inexistentes cimientos. Moría Franco cuando durante demasiados años antes habían muerto tantos incontables exilados que esperaron, soñaron, desearon inútilmente su muerte. Así, no había habido ni justicia histórica, ni justicia inmanente, ni justicia poética o justicia a secas. La Historia nos había hecho cornudos y apaleados y ahora nos borraba.
     Y, sobre todo, ahora ser exilado no valía nada, porque Franco era la raison d'être de la oposición de los exilados: oposición que podía estar dividida en demasiadas ideologías y militancias, pero que se definía unitaria y quizá primordialmente por el antifranquismo. Y Franco, mientras no moría, significaba en contraparte que el hermoso, el heroico Exilio antifranquista perduraba en su ser, en una suerte de grandeza trágica, en la aristocracia espiritual del perdedor con la frente alta. Pero ahora resultaba que, por la force des choses, los Exilados ya eran los nuevos viejos residentes de la transtierra; casi podía decirse que se volvían los nuevos gachupines (y, para mayor irrisión, algunos se descubrían gachupines pobres).
     Es decir que ahora los exilados habíamos sido desterrados hasta del Exilio. –

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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