Ataque a Nueva York

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EL POLVO DE LA MUERTE
Estรกbamos reunidos en una gran mesa en el Tribunal Tweed, discutiendo, al calor de unos bagels y cafรฉ, su futuro como sรญmbolo de la civilizaciรณn: un museo de la historia de Nueva York. Cerca de las 8:45 escuchamos una explosiรณn. No fue una explosiรณn feroz sino una demasiado comรบn en una ciudad donde los trabajos de construcciรณn son una constante. Algunos hicieron bromas nerviosas y se reanudรณ la reuniรณn. Poco despuรฉs escuchamos sirenas. Entonces, justo antes de las nueve, entrรณ un hombre y nos dijo que un aviรณn de American Airlines se habรญa estrellado contra una de las torres gemelas.
     Tomรฉ mi saco, descendรญ corriendo las escaleras de mรกrmol, rebasando trabajadores, y me internรฉ en Chambers Street. Las sirenas partรญan el aire y se veรญan filas de policรญas colocรกndose en Broadway. Varios cientos de neoyorquinos estaban del lado norte de la calle mirando hacia la torre norte del World Trade Center. Una gran nube gris se alzaba en cรกmara lenta, creciendo mรกs y mรกs, como un genio malรฉvolo liberado en el cielo sin nubes. Grandes pedazos de metal retorcido se desprendรญan de la fachada arruinada. Hojas de papel revoloteaban contra lo gris como fantasmales copos de nieve.
     Y entonces, a las 9:03, hubo otra explosiรณn, y de inmediato una inmensa bola de fuego irrumpiรณ de un alto piso de la segunda torre.
     "Carajo, oh mierda, oh, guau", exclamรณ un hombre, retrocediendo, con los ojos llenos de miedo y asombro, mientras algunos otros comenzaban a correr rumbo al Edificio Municipal. "¡No puede ser!", gritรณ otro hombre. "¿Pueden creerlo?" Mientras un cuarto decรญa: "Deben estarse muriendo allรก arriba".
     Ninguno de los que estรกbamos en esa calle habรญamos visto al segundo aviรณn venir desde el oeste. A travรฉs de las nubes de humo no lo pudimos ver estrellarse en la inmensa torre, cargado de combustible. Pero ahรญ estaba esa expansiva bola naranja, aterrorizante, insidiosa: medรญa aproximadamente siete pisos, llena de un poder tonto y ciego. Durante un cardiaco momento la bola pareciรณ capaz de rodar hasta el lugar en que estรกbamos parados, carbonizรกndolo todo a su paso. Y entonces pareciรณ suspirar y contraerse, replegรกndose dentro del edificio para quemar a los seres humanos que aรบn estuvieran vivos.
     Lo extraรฑo es que en la calle muy pocos neoyorquinos entraron en pรกnico. Las fotografรญas de mujeres llorando y hombres aturdidos fueron la excepciรณn, no la regla. Se impuso una especie de cool neoyorquino. La gente en Broadway caminaba rumbo al norte, pero pocos corrรญan. Todos volteaban a ver el humo que fluรญa oscuramente rumbo al este, hacia Brooklyn.
     "Andando, andando, andando", gritaba un sargento de la policรญa mientras apuntaba hacia el este. Y la gente siguiรณ sus รณrdenes pero sin la agitaciรณn que provoca el miedo. Ahora el cielo estaba negro con nubes aun mรกs negras. Cerca de la esquina de Duane St., dos mujeres le preguntaron a otra mujer policรญa: "Oficial, oficial, ¿a dรณnde podemos ir a donar sangre?" Ella contestรณ: "No sรฉ, pero sigan avanzando".
     La gran corriente humana avanzaba con seguridad hacia el norte. Mi esposa y yo caminamos hacia el sur (ella es una periodista japonesa) levantando la vista hacia la hermosa fachada del Edificio Woolworth, blanquรญsima y adornada contra las nubes de humo. Para entonces todos sabรญamos que aquello era terrorismo; un aviรณn estrellรกndose contra una torre podรญa ser un accidente, pero dos eran parte de un plan. En Vesey St., afuera de la estรฉtica Jean Louis David, en la esquina con Church St., se podรญa ver el aro de la llanta de un aviรณn custodiado por un hombre con una chamarra del FBI. Otro pedazo anรณnimo de metal chamuscado descansaba en el piso, del otro lado de Vesey St., viniendo de la Iglesia de San Pablo, donde alguna vez Washington se arrodillรณ a rezar.
     Junto al cerco policiaco pude ver un charco de sangre que ya se oscurecรญa, el zapato de una mujer ahora pegajoso de sangre, un bote de V-8 sin abrir y una empanada de queso aรบn envuelta en celofรกn. Alguien ahรญ habรญa sido lastimado, en su camino a la oficina, donde se disponรญa a desayunar.
     Cuando volvimos a levantar la vista, el fuego y el humo pasaron de ser un espectรกculo espectral a especรญfico horror humano. Eran las 9:40. De la fachada norte de la torre sur, justamente abajo del piso que vomitaba flamas anaranjadas, un ser humano saliรณ volando en el aire.
     Un hombre.
     Sin camisa.
     Caรญa dando vueltas al principio, hasta que el peso de su torso lo guiรณ cabeza abajo, piso tras piso, cientos de metros, en los รบltimos y terribles segundos de su vida.
     No lo vimos estrellarse contra el piso. Solamente desapareciรณ.
     "Con ese van catorce segรบn mi cuenta", dijo un policรญa. "Pobres infelices…"
     No terminรณ la frase. Se volteรณ, hablรณ en un mรณvil, colgรณ, se volteรณ hacia otro policรญa. "¿Puedes creerlo? ¡Mi madre dice que estrellaron un aviรณn contra el maldito Pentรกgono!"
     ¿El Pentรกgono? ¿Serรญa posible?
     Pero no habรญa tiempo para preguntar mรกs detalles, para averiguar quรฉ tanto iba a durar ese dรญa.
     Pues sobre nosotros, a las 9:55, la primera de las torres comenzรณ a colapsarse. Escuchamos crujidos, ruidos secos, pequeรฑas explosiones, y entonces las paredes se pandearon hacia afuera y escuchamos un sonido como de avalancha, y se vino abajo.
     Entonces todo sucediรณ en fragmentos, emborronado. Le grito a mi esposa: "¡Corre!", y corremos juntos mientras una nube inmensa, que mide como 25 pisos, rueda hacia nosotros.
     Los cuerpos se arremolinan a la entrada del nรบmero 25 de Vesey St. y no puedo ver a mi esposa; cuando intento salir, la corriente me arrastra rumbo al lobby. No dejo de llamarla, ni de decir: "Tengo que salir de aquรญ, por favor, mi esposa".
     Pero estamos en el edificio, en el corazรณn del lobby, detrรกs de paredes, y las puertas de vidrio son de un cafรฉ grisรกceo, cerradas con firmeza aunque el polvo se cuela hasta nosotros. "¡No abran esa puerta!", dice alguien. "¡Alรฉjense de esa p… puerta!" Mientras lo escribo, permanece en tiempo presente. Buscamos una puerta trasera. No hay. Joey Newfield, fotรณgrafo del New York Post, hijo de un amigo cercano, estรก cubierto de polvo y aรบn tomando fotos. Un empleado del edificio le dice que tal vez haya una salida en el sรณtano. Media docena de nosotros desciende por unas angostas escaleras. No hay salida. Pero hay un bebedero y limpiamos el polvo de nuestras bocas.
     Estoy desesperado por salir, encontrar a mi esposa, asegurarme que estรก viva, abrazarla en el horror. Pero estoy atrapado con otros adentro del sรณtano-tumba de un edificio de oficinas. "¡Vengan, vengan arriba!", llama una voz, y comenzamos a subir las angostas escaleras. De regreso en el lobby veo a agentes del servicio de emergencia de la policรญa empanizados con polvo blanco, tosiendo secamente, escupiendo, como figuras de una pelรญcula de horror. Entonces se escucha el sonido de vidrio astillรกndose. Uno de los oficiales ha roto la puerta. Me siento como si llevara una hora metido ahรญ: solamente han pasado catorce minutos.
     "Salgan", grita un policรญa, "pero no corran".
     La calle ante nosotros es ahora un yermo gris pรกlido. Hay polvo en la calle y en la banqueta, polvo en los techos de los coches y polvo en las lรกpidas de la iglesia de San Pablo. El polvo cubre a todos los seres humanos que pasan, policรญas y civiles, blancos y negros, hombres y mujeres. Es como una asamblea de fantasmas. El polvo ha cubierto el charco de sangre y el zapato de la mujer y la empanada de queso. A la derecha, la nube de polvo aรบn crece y se desinfla, ondulando de manera siniestra, abultรกndose y un instante despuรฉs cayendo en sรญ misma. La torre ha desaparecido.
     Comienzo a correr rumbo a Broadway, a travรฉs de una gruesa capa de polvo. Park Row estรก blanco. City Hall Park estรก blanco. Hay hojas de papel por todos lados, pedidos, facturas, รณrdenes de compra, el confeti pulverizado del capitalismo. Suenan las sirenas, aรบllan los clรกxones. Veo a una mujer negra con el pelo empanizado y a una mujer asiรกtica enmascarada por el polvo. No veo a mi esposa en ningรบn lugar. Veo a travรฉs de las ventanas de los comercios, me asomo a una ambulancia. Le pregunto a un policรญa si hay un centro de emergencias.
     "Sรญ", dice, "en todos lados".
     Despuรฉs estamos todos caminando hacia el norte, arroyos de neoyorquinos, miles de nosotros, con paรฑuelos sobre los rostros, tosiendo, algunos llorando. Muchos buscan a amigos o amantes, esposos o esposas. Intento en un telรฉfono pรบblico. No funciona. Otro. Muerto. En Chambers St., cuando volteo, veo al City Hall cubierto en polvo blanco. Tambiรฉn lo estรก el domo del Edificio Potter en Park Row.
     Unas cuadras mรกs y estoy en casa, mi propio rostro y ropa de un blanco espectral. Mi esposa estรก saliendo por la puerta, despuรฉs de revisar los mensajes telefรณnicos, a punto de internarse otra vez en la ciudad tocada por la muerte para buscarme. Nos abrazamos largamente. El polvo blanco de la muerte cae a nuestro alrededor, puesto en el aire de Nueva York por unos lunรกticos. Una guerra religiosa, llena del melodrama del martirio, habรญa llegado a Nueva York. Casi con certeza, estaba unida a una visiรณn del paraรญso. De alguna manera, en el dรญa del peor desastre en la historia de Nueva York tenรญamos la sensaciรณn de que las muertes apenas habรญan comenzado. -— Pete Hamill
— Traducciรณn de Santiago Bucheli

UN DIA DESPUร‰S12 de septiembre de 2001. Escribo en el limbo entre el acto y la reacciรณn, a sabiendas de que la reacciรณn y las revelaciones que se sucederรกn convierten ya estas lรญneas en un viejo recorte de prensa en el instante mismo en que son dadas a la imprenta. Son, por lo mismo, el mero recuento de un dรญa, notas dispersas desde el limbo del tiempo y las emociones.
     Y estรกn escritas desde un limbo geogrรกfico, pues el lugar de Nueva York en el que vivo, a dos o tres kilรณmetros al norte del World Trade Center, no es la zona de guerra en ruinas que se ve en el televisor, sino mรกs bien una zona en cuarentena. Al sur de Canal Street se han evacuado los edificios, no hay telรฉfonos ni electricidad y el aire estรก turbio de humo pรบtrido y polvo. Entre Canal y la Calle 14, donde estรก mi barrio de Greenwich Village, sรณlo se permite el paso a los residentes, a travรฉs de una suerte de Checkpoint Charlie, guarnecido por guardias nacionales camuflados que portan fusiles y escrutan minuciosamente documentos de identidad. No hay automรณviles, ni servicio postal, ni periรณdicos; las tiendas estรกn cerradas; el servicio telefรณnico es inconstante. Al menos el aire es nรญtido. El viento sopla rumbo al sur; todos comentan que los dรญas de ayer y hoy han estado entre los mรกs radiantes del aรฑo, mientras los amigos viento abajo, en Brooklyn, califican sus barrios de Pompeyas cenicientas.
     Es imposible, desde luego, saber cuรกles serรกn los efectos de la atrocidad de ayer; si trastocarรก la conciencia nacional (en caso de que exista) para siempre o sรณlo es otra imagen mรกs que se desvanecerรก en el cรบmulo de otro espectรกculo mรกs de los medios. Sin duda este es el primer acontecimiento desde su omnipotente ascenso que resulta superior a los medios mismos, el cual no podrรกn incorporar y domesticar sin esfuerzo. Si en efecto prevalecen, la vida de la naciรณn, ademรกs de las tragedias personales, proseguirรก en ese estado casi alucinatorio de continua manufactura de imรกgenes. Si fallan, algo muy profundo puede cambiar de verdad. Este es el primer hecho de violencia colectiva de semejantes dimensiones ocurrido en los Estados Unidos desde la Guerra Civil del decenio de 1860. (Pearl Harbor, con el cual se ha comparado a menudo —una hipรฉrbole desde el punto de vista de las consecuencias, pero no desde el punto de vista de la sorpresa trรกgica—, fue el ataque a una base militar en una colonia estadounidense.) Ahora estamos padeciendo lo que el resto del mundo ha vivido con sobrada frecuencia. Es la primera vez que han muerto estadounidenses por una fuerza "extranjera" en su propio paรญs desde la guerra con Mรฉxico en la dรฉcada de 1840 (si bien para los mexicanos, desde luego, la guerra se librรณ en Mรฉxico). Es la primera conmociรณn nacional desde 1968: los asesinatos de Robert Kennedy y de Martin Luther King, a los que siguieron las revueltas de la convenciรณn demรณcrata en Chicago. A pesar de los incesantes intentos televisados de fabricar desastres, nadie en este paรญs que tenga menos de cuarenta aรฑos ha vivido algo que ponga en grave riesgo la complacencia generalizada.
     Las ramificaciones son casi ilimitadas. Cincuenta mil personas de todos los estratos de la sociedad trabajaban en el World Trade Center y 150 mil lo visitaban a diario. Decenas de millones en todo el paรญs y el mundo conocen en persona a alguien (o conocen a alguien que conoce a otro) que muriรณ o escapรณ de milagro, o recordarรกn cรณmo ellos mismos estuvieron allรญ en el mirador, contemplando el puerto de Nueva York y la Estatua de la Libertad.
     Por el contrario, el otro lugar del ataque, el Pentรกgono, es una zona restringida, remota como un edifico gubernamental en la ciudad de Oklahoma. Si sรณlo hubiese alcanzado el Pentรกgono habrรญan transcurrido dรญas de manos ensortijadas por el "golpe a nuestro orgullo nacional", pero tambiรฉn, como en la ciudad de Oklahoma, se habrรญa desvanecido como otras imรกgenes televisadas. El Trade Center, sin embargo, es sin duda real para una ingente cantidad de personas; nunca antes una crisis sรบbita, acaso desde la caรญda de la bolsa en 1929, habรญa afectado directamente a tantas personas en este paรญs.
     Esta conmociรณn la integra una suerte de incrรฉdula desesperanza de que, en el รกmbito nacional, no hay quien pueda tranquilizar a los ciudadanos y guiarlos a un futuro de ya creciente incertidumbre. La elecciรณn (mรกs bien, la selecciรณn) de George W. Bush erosionรณ grave y quizรกs irrevocablemente la confianza en la รบltima rama sacrosanta del gobierno, la Suprema Corte. La respuesta de Bush a los atentados ya ha destruido —acaso para siempre— los รบltimos vestigios esperanzados de que la presidencia lo obligarรญa a madurar o harรญa surgir alguna virtud oculta hasta hoy.
     Tras la noticia del ataque dejรณ Florida, donde visitaba un colegio, volรณ a una base en Luisiana, y de allรญ fue a refugiarse en un legendario bรบnker subterrรกneo del Comando Aรฉreo Estratรฉgico en Nebraska. (Un sitio del que no habรญa oรญdo hablar desde mi infancia en la Guerra Frรญa: en aquel lugar, se nos decรญa, el presidente y los dirigentes mundiales se retirarรญan para mantener libre al mundo libre cuando cayeran las bombas atรณmicas.) Despuรฉs de un dรญa de prevaricaciones, Bush finalmente dio la cara en Washington, donde leyรณ, muy mal, un discurso de cinco minutos ya preparado, no respondiรณ a las preguntas de la prensa y no pronunciรณ comentario adicional alguno. Como siempre, su rostro traslucรญa un gesto de confusiรณn absoluta.
     A Bush lo siguiรณ el ministro de Defensa, Donald Rumsfeld, cuya extraรฑa conferencia, evocadora del inevitable Dr. Strangelove, se centrรณ en exclusiva en las filtraciones en la seguridad. En un trance de ansiedad nacional, con cientos de muertos en su propio ministerio, Rumsfeld dedicรณ su tiempo a lamentar que en el gobierno de Clinton la gente hubiera sido negligente con los documentos reservados. Advirtiรณ con severidad que participar a otros sin autorizaciรณn de documentos reservados podrรญa perjudicar a los bravos hombres y mujeres de las fuerzas armadas estadounidenses, amenazรณ con un proceso y todo el peso de la ley a todo aquel que difundiera tales documentos e instรณ a los empleados del Pentรกgono a informar a sus superiores si sabรญan de alguien que hiciera partรญcipe a otros de documentos reservados. Cuando se le preguntรณ si la divulgaciรณn de documentos reservados habรญa servido de alguna manera a los terroristas, Rumsfeld dijo que no y se fue.
     Nadie ha explicado hasta ahora quรฉ quiso decir, pero la lรณgica de la supuesta cobardรญa de George Bush ha sido objeto de una explicaciรณn en verdad ingeniosa. Hoy mismo los funcionarios gubernamentales aseguraron que el ataque terrorista fue en realidad una tentativa de asesinato, que el aviรณn que chocรณ contra el Pentรกgono se dirigรญa a la Casa Blanca (pero cayรณ en el Pentรกgono por error) y que el aviรณn que se estrellรณ en Pensilvania de algรบn modo iba a colisionar contra el aviรณn presidencial, Air Force One. Por casualidad estaba viendo estas declaraciones en el televisor con un grupo de chicos de trece aรฑos; todos estallaron en burlonas carcajadas.
     Durante la posguerra ha habido presidentes a los que se tuvo, en la derecha y la izquierda, por encarnaciones del mal (sobre todo Nixon y Clinton), pero que fueron vistos como genios malvados. Bush es el primero al que se considera universalmente un tonto. (Incluso sus simpatizantes sostienen que el sujeto es pasable, pero se ha rodeado de un equipo magnรญfico.) Que en un momento de crisis nacional —cuando el gobierno en verdad importa, pero mengua su poder por doquier— un individuo del que se rรญen los niรฑos dirija el paรญs puede infligir heridas tan graves como las causadas por el propio atentado. No sorprenderรก a nadie entonces que la reacciรณn en el interior de los Estados Unidos, alejado de los efectos de los hechos mismos, haya sido la supervivencia individualista: un incremento considerable en la venta de armas, supermercados vacรญos de productos enlatados y agua embotellada y largas filas en las bombas de combustible. Cuando no hay gobierno, pues sรกlvese quien pueda.
     La conciencia de la ineptitud de Bush contrasta con el notable desempeรฑo del alcalde de Nueva York, Rudolf Giuliani. Escribo esto con precauciรณn y sorpresa, pues he detestado todos y cada uno de los ocho aรฑos de su alcaldรญa. Ha sido un dictador que ha fomentado las divisiones รฉtnicas y cuya ideologรญa es, en propia boca: "La libertad es la autoridad… La disposiciรณn de cada persona a ceder a la autoridad legรญtima un amplio margen discrecional sobre lo que se debe hacer y la manera de conseguirlo". En esta crisis, sin embargo, se ha convertido en un Mussolini que ha logrado que los trenes lleguen a tiempo. A diferencia de su identidad previa, ha sido completamente franco frente a la prensa, con la que se ha reunido a menudo. A diferencia de todos los otros polรญticos que ocupan el espacio televisado, se ha sustraรญdo a la grandilocuencia nacionalista y se ha limitado a explicar con cuidado los problemas y las soluciones que estรก emprendiendo. A diferencia de Bush, escucha todas las preguntas y sabe casi todas las respuestas con detalle o explica por quรฉ no las sabe. Giuliani siempre ha sido un experto en administrar las crisis. Su inconveniente como alcalde ha sido el ejercicio del diario gobierno como si se tratase de una crisis permanente que debรญa controlar con una suerte de ley marcial. Ahora que se ha producido una crisis real, ha estado a la altura de las circunstancias.
     La regla que impera en la ciudad de Nueva York en periodos de desastre o urgencia ha sido siempre: "Todos estamos juntos en esto". Este ha sido el caso de nuevo, y Giuliani ha sabido reconocerlo y aprovecharlo para el bien comรบn. A diferencia del resto de los estadounidenses, los neoyorquinos no han mitigado su pesar compartido con nacionalismo y bravuconerรญa. No estรกn comprando pistolas. En la ciudad judรญa mรกs grande del mundo, no se estรก agrediendo a los รกrabes que despachan en las pequeรฑas tiendas de comestibles de casi todos los barrios.

(Imaginen lo quรฉ habrรญa ocurrido si se tratara de Londres o Parรญs.) En cambio, la respuesta ha sido un torrente emocional de apoyo a los rescatadores, los bomberos, los mรฉdicos, los albaรฑiles y la policรญa. Cuando pasa un convoy de auxilio la gente en las aceras aplaude. Se ha donado tanta comida que los oficiales estรกn ya pidiendo que cese la ayuda. Los neoyorquinos han respondido —al contrario de lo que suele pensarse, aunque no sorprenda a residente alguno— con una suerte de รกgape secular, cuya manifestaciรณn mรกs patente son las vigilias a la luz de las velas y los improvisados altares con flores y fotografรญas de los desaparecidos que de repente se exhiben por toda la ciudad. Todos se reรบnen en las calles, subyugados y silenciosos por la conmociรณn y el duelo, pero allรญ estรกn sin duda movidos por la urgencia de hallarse entre otras personas. Amigos y gente que casi no conozco y con los que me he encontrado a lo largo del dรญa —personas que saben que no vivo a una distancia riesgosa del Trade Center y que ademรกs habrรญa sido muy poco probable que me encontrara allรญ— me han abrazado diciendo: "Me alegra mucho que estรฉs vivo". No es un sentimiento dirigido a mรญ como individuo sino a mรญ como rostro familiar, miembro reconocible de la comunidad de los vivos.
     Me temo que este afecto compartido no se ratificarรก en los Estados Unidos en general, donde el humor prevaleciente ya es vengativo. (Alguien me enviรณ un artรญculo de opiniรณn de un periรณdico en Carolina del Sur que advierte: "Cuando nos atacaron en Pearl Harbor respondimos con Hiroshima".) Si Bush muestra alguna suerte de dotes de mando serรก en nombre del conflicto. Estรก rodeado de impenitentes soldados de la Guerra Frรญa que, anteayer, habรญan retirado a los Estados Unidos de los tratados de paz y de las negociaciones entre Corea del Norte y del Sur, habรญan propugnado la acumulaciรณn de armas nucleares en India y (de modo increรญble) en China, les obsesiona la ciencia ficciรณn del sistema de defensa de la Guerra de las Galaxias y, lo mรกs grave, habรญan abandonado el proyecto propuesto por Clinton de desmontar los arsenales nucleares que aรบn perduran tras la desintegraciรณn de la Uniรณn Soviรฉtica. (Es un verdadero milagro que ninguno de los aviones de ayer cargara una de aquellas bombas.) Ademรกs, desde que Reagan invadiรณ Granada —la รบnica "guerra" en la cual los Estados Unidos de hecho ha triunfado desde la Segunda Guerra Mundial—, casi es predecible que, cuando las noticias econรณmicas no son halagรผeรฑas, el presidente lanza un ataque militar (Panamรก, Irak, Libia) como distracciรณn nacional y para revertir la decreciente popularidad de su figura. Bush, con su proyecto de reducciรณn de impuestos a los ricos, de incremento al presupuesto militar y de envรญo de un cheque por trescientos dรณlares para todos, ha convertido en dรฉficit el inmenso superรกvit gubernamental que bien podrรญa haberse empleado en los calamitosos servicios de salud y educativos; la economรญa en general es un desastre. Este atentado terrorista ha ocurrido durante la primera recesiรณn desde que Bush padre era presidente, y el pronรณstico es muy sombrรญo. Ya son pocas las posibilidades de que Bush hijo sea reelecto —la fuerza mรกs importante que impulsa la vida polรญtica de los Estados Unidos. Le hace falta una guerra.
     Y luego tenemos la Maldiciรณn de los Bush, la cobardรญa. Bush padre escapรณ del aviรณn de combate que pilotaba en la Segunda Guerra Mundial y el resto de la tripulaciรณn muriรณ. Estuviese o no justificada su actuaciรณn, la acusaciรณn de cobardรญa lo ha perseguido toda la vida, y la guerra del Golfo constituyรณ, en mรกs de un sentido, su intento de compensar aquel hecho. Pero incluso ahรญ, en el entorno de su militarismo machista, se le considerรณ un cobarde por no "concluir la tarea" de matar a Saddam Hussein al invadir Bagdad. Bush hijo, al igual que todos los militantes radicales del gobierno actual, se sustrajo a la guerra de Vietnam. Tambiรฉn creerรก que se le exige una prueba de hombrรญa, para vengar a su padre y a sรญ mismo, y sobre todo despuรฉs de su inicial huida al bรบnker del Comando Aรฉreo Estratรฉgico. Es mรกs, Bush serรก azuzado por los pares de Condolezza Rice, una de las personas mรกs poderosas y temibles de su gobierno, una encarnaciรณn desconcertante y casi increรญble del ethos de la casta bรฉlica prusiana en una mujer negra: una culturista y fanรกtica del gimnasio que tiene un espejo sobre su escritorio para mirarse al hablar, una opositora a toda restricciรณn a la venta de armas y, en fin, alguien que ha seรฑalado, al referirse a los esfuerzos asistenciales en Kosovo, que los marines estadounidenses estaban entrenados para librar la guerra y no para distribuir leche en polvo. En la categorรญa de Rice, Rumsfeld y el vicepresidente Cheney, entre muchos otros, es aterrador que el general Colin Powell, el de la guerra del Golfo y la masacre de Mai Lei, se haya convertido en la รบltima esperanza, en la voz de la razรณn de este gobierno. Acaso sea el รบnico que sabe que Afganistรกn —nuestro objetivo inicial mรกs probable— ha sido siempre el cementerio de los poderes imperiales, de Alejandro Magno a los ingleses y los rusos.
     Sea que los atentados de ayer provoquen una suerte de guerra terrestre o bombardeos aรฉreos mรกs seguros desde el punto de vista polรญtico, y causen o no mayores acciones terroristas aquรญ, en verdad ha cambiado algo muy profundo. Menos la pรฉrdida de la inocencia o la seguridad que la pรฉrdida de la irrealidad. Desde la elecciรณn de Reagan en 1980, la mayorรญa se refiere en la actualidad a los Estados Unidos como Repรบblica del Entretenimiento. Es muy cierto: menos de la mitad de sus ciudadanos se ocupa de votar, pero casi todos se forman debidamente para adquirir las entradas a toda pelรญcula exitosa que se haya promovido hasta la histeria. (Pelรญculas, por otra parte, y sobre todo las del pasado verano, que nadie en verdad disfruta, pero con grandes ingresos de taquilla el primer fin de semana y muy pocos el siguiente.) Reagan, como bien se sabe, fue el amo de la transformaciรณn de Washington en Hollywood, siempre presto para la fotografรญa y con guiones cuidadosamente elaborados. Bush ha llevado esto un paso mรกs lejos: si bien las escenografรญas de Reagan no eran sino anuncios destinados a promover sus logros, las de Bush son a menudo tranquilizadoras viรฑetas televisadas pero contrarias a sus polรญticas verdaderas. De modo que hemos visto a Bush en el bosque exaltando la belleza de los parque nacionales mientras autoriza su tala y perforaciรณn, a Bush leyendo a los niรฑos en un colegio (como sucediรณ ayer) mientras reduce el presupuesto de las bibliotecas. O mi momento predilecto: un discurso pronunciado ante algo que se llama Boys and Girls Clubs of America, una agrupaciรณn de servicio a la comunidad, en el cual Bush destacaba su labor ejemplar que hace de los Estados Unidos una naciรณn grande y vigorosa. Al dรญa siguiente, su gobierno retirรณ por completo los fondos que la apoyaban.
     Durante veinte aรฑos los estadounidenses han sido asaltados sin tregua por las imรกgenes de los medios, con una constante escalada de sensacionalismo —al igual que los romanos vertรญan una emulsiรณn de pescado en sus alimentos para estimular sus paladares insensibilizados por el plomo de las tuberรญas. La violencia se ha vuelto grotesca. Las comedias se sirven cada vez mรกs de imbecilidades escatolรณgicas que se confunden con transgresiones, las pelรญculas de aventura han desechado el argumento y se han transformado en parques de atracciones que ofrecen estremecidos efectos especiales cada segundo; las corporaciones manufacturan revolucionarios cantantes de rap o conjuntos de rock de iracundos jรณvenes blancos; la televisiรณn hace de la muerte de celebridades casi olvidadas objeto de duelo nacional, de los pronรณsticos de tormentas ordinarias ominosas advertencias de un desastre en potencia y de los infortunios de personas comunes y "reales" un incesante torrente de tragedias wagnerianas.
     Entre las incontables imรกgenes indelebles del atentado al Trade Center, la que en mi opiniรณn, espero, tendrรก un efecto perdurable es la del aviรณn precipitรกndose contra la torre. Todos la captamos de inmediato —no habรญa mรกs remedio— como escena de una pelรญcula, pelรญcula que al dรญa siguiente se nos ofreciรณ desde variadas tomas. Los Estados Unidos, se ha seรฑalado a menudo, es el lugar en el que la irrealidad de los medios es la realidad imperante, donde la vida diaria es la cohibida parodia irรณnica de lo que vemos en las diversas pantallas. Pero ¿quรฉ implicarรก la entrada en nuestra conciencia de este simulacro definitivo, el mayor de los efectos especiales, que ha causado la muerte real, absoluta, de gente conocida y la destrucciรณn de un lugar que alguna vez visitamos?
     Acaso el atentado de ayer se hunda en la amnesia colectiva y volvamos a las pelรญculas de desastres y a los comediantes de la televisiรณn nocturna que, nadie se asombre, son la fuente de noticias mรกs importante para la mayorรญa de los estadounidenses segรบn las estadรญsticas. Mientras, es difรญcil concebir un regreso a la fantasรญa de los medios como el opio de los pueblos. Es revelador que los noticiarios de la televisiรณn, tan habituados a la hipรฉrbole, no tengan idea alguna de cรณmo lidiar con esta noticia. La han producido como hace la televisiรณn: dramatismo en la iluminaciรณn, entrevistas en primer plano con los familiares de las vรญctimas, montajes al estilo de mtv con acompaรฑamiento musical, cรกmaras portรกtiles tras la policรญa y los bomberos como se acostumbra en los reality shows policiacos. Pero a diferencia de todo lo que ha aparecido en la televisiรณn durante dรฉcadas, esta historia implica en lo personal a millones de espectadores. A pesar de los esfuerzos de la propia televisiรณn, esto se ha resistido hasta ahora a convertirse en otro mero espectรกculo televisado. La humanidad sรณlo puede tolerar determinada cuota de irrealidad.
     Mientras, llegan los recuentos de gente que conozco รญntima o superficialmente. Un individuo muerto en el aviรณn secuestrado que se estrellรณ contra el Pentรกgono. Otro que tenรญa prevista una reuniรณn en el Trade Center, pero llegรณ veinte minutos tarde. Una mujer empleada en la planta 82 de la segunda torre que vio el aviรณn chocar contra la primera, huyรณ por la escalera, estuvo justo bajo el piso en el que se estrellรณ el segundo aviรณn, siguiรณ bajando los otros 82 pisos y saliรณ ilesa. Un periodista fotogrรกfico que habรญa estado en la guerra de los Balcanes y en Medio Oriente, escuchรณ las noticias, se dirigiรณ a toda prisa al lugar para hacer fotos y desapareciรณ. Una mujer que se quedรณ en casa enferma. Unas estudiantes de bachillerato, dos hermanas, que habรญan cambiado de tren diez minutos antes en la estaciรณn inferior del metro y siguieron su rumbo.
     Esta maรฑana, cnn ostenta una bandera en la que se lee: "MANHATTAN VIRTUALMENTE DESIERTA". Mi hijo me mirรณ y dijo: "¡Oye, todavรญa estamos aquรญ!" -— Eliot Weinberger
Traducciรณn de Aurelio Major

LAS CIVILIZACIONES SON MORTALESMe ha tocado en suerte, si cabe usar el tรฉrmino, presenciar el momento histรณrico. Estaba de paso por Nueva York. Salรญa de un gimnasio al filo de las nueve, cuando notรฉ el estupor de algunas personas congregadas alrededor de esos televisores que se colocan arriba y al frente de las cintas: un rascacielos ardรญa en llamas. Creรญ que se referรญa a otra ciudad. "¿Ocurre aquรญ?", preguntรฉ. "Sรญ, aquรญ; un aviรณn se estrellรณ contra una de las torres gemelas". Dudรฉ de que fuese un mero accidente. De pronto, en vivo, vimos planear suavemente sobre el Hudson al segundo aviรณn que se incrustรณ en el cuerpo superior de la segunda torre. Era obvio que se trataba de un ataque terrorista. Pasaron unos minutos. No sรฉ cuรกntos. La primera torre se habรญa derrumbado. Mirando ya directamente desde un piso alto, vi cรณmo, desde el interior de la segunda torre, aparecรญa una llama intensรญsima, como un crรกter vertical. Inmediatamente el edificio se derrumbรณ generando, desde el suelo, un hongo pavoroso y deforme. Peal Harbor en el Rรญo Hudson. Hipnotizado, por largas horas, clavรฉ la vista en la enorme columna de humo que, a lo lejos, avanzaba inexorable y lenta sobre la ciudad: como un manto gris, mortรญfero y premonitorio, por un cielo cruelmente azul.
     Esa tarde salรญ a la calle, lleguรฉ a la zona del Lincoln Center y vi caravanas de gente en marcha hacia el norte. Con los telรฉfonos pรบblicos inservibles, las personas intentaban comunicarse con sus familias por medio de los mรณviles. En los supermercados, grandes y pequeรฑos, habรญa filas inmensas: un seรฑor acopiaba grandes cajas de agua, una mujer empacaba hogazas de pan. Las escuelas cerraban sรบbitamente, las ambulancias iban y venรญan. Y no habรญa taxis en Nueva York. Caminรฉ un trecho a contracorriente, mirรฉ de reojo los carteles cinematogrรกficos. El primero, previsiblemente, tenรญa que ser Apocalypse Now Redux.
     ¿Quรฉ decimos cuando usamos el tรฉrmino "histรณrico"? Elgolpe fue "histรณrico" por su carรกcter sorpresivo, pero lo serรก sobre todo por su impacto futuro. Como una erupciรณn, relumbrarรก con desenlaces que pueden ser aterradores. Visto con distancia, se dirรก (y es verdad) que, en cuanto al horror y a la cantidad misma de muertos (miles), la humanidad ha presenciado y sufrido penas mucho mayores. Despuรฉs del Holocausto, que exterminรณ sistemรกticamente millones de vidas (y a un millรณn de niรฑos), la maldad humana deja poco margen a la invenciรณn. Sin embargo, ahora asistimos al perfeccionamiento colectivo de la tรฉcnica inventada por los kamikazes japoneses, cuyo suicidio era simbรณlico, ritual: el uso de la tecnologรญa contra la tecnologรญa, el uso de la propia vida como arma para atacar al enemigo y desquiciar sus calles, sus plazas, sus hogares, sus conciencias por medio del miedo. Todo ello desde el anonimato absoluto: sin rostro, sin domicilio, sin nombre. La globalizaciรณn del terror.
     Creo que el atentado del 11 de septiembre serรก histรณrico tambiรฉn por otras razones, aรบn mรกs preocupantes. Es una guerra que declara un sector radical del fundamentalismo islรกmico a la modernidad. Los Estados Unidos —protagonista clave, como se le vea, de esa modernidad— podrรกn quizรก detectar a los culpables e incluso castigarlos, pero no se necesita ser un novelista para imaginar lo que los fundamentalistas (cuyas cรฉlulas operan en decenas de paรญses) pueden hacer si llegan a utilizar armas bacteriolรณgicas u otras tรฉcnicas de exterminio colectivo. La crisis de los misiles serรก un cuento color de rosa, una bravata entre occidentales (enemigos ideolรณgicos, no religiosos) que difรญcilmente podรญa haber terminado pulsando el botรณn, porque los occidentales, por mรกs fanรกticos que lleguen a ser, no creen que el martirio por Alรก conduce al paraรญso con todo y su serrallo de mil vรญrgenes. Los fundamentalistas sรญ lo creen y actรบan en consecuencia, convirtiendo el martirio en un asesinato colectivo. Si Saladino hubiese tenido armas distintas que las alabardas y cimitarras, tal vez la historia mundial habrรญa sido otra. Vivimos una revuelta de la historia: la globalizaciรณn de la guerra santa.
     Los Estados Unidos pasarรกn por un estado de conmociรณn que cambiarรก la vida desde sus cimientos: no tanto —sospecho— en su dimensiรณn econรณmica sino en su cultura, su mentalidad, su rรฉgimen de libertades y su relaciรณn con el mundo. En ese sentido profundo, en esa cuenta larga, el 11 de septiembre tendrรก una importancia histรณrica sรณlo comparable con la Guerra Civil de 1861-1865. En aquella contienda murieron setecientas cincuenta mil personas y decenas de ciudades quedaron reducidas a cenizas. Nada similar a lo de ahora, en apariencia. Pero lo decisivo es que ambos hechos ocurrieron, como ahora, dentro de ese territorio que se creรญa inviolable e invulnerable. La Guerra de Secesiรณn fue endรณgena, รฉsta no. Ahora todas las fantasรญas paranoicas de Hollywood quedaron rebasadas por la realidad: adiรณs a los malos de antaรฑo, tiburones, soviรฉticos o extraterrestres; adiรณs a la confianza en la protecciรณn de Dios sobre "Amรฉrica" (que figura incluso en los billetes). Su mundo, en un sentido casi religioso, se ha derrumbado. Y ese derrumbe, por razones muy concretas derivadas del lugar de los Estados Unidos en el contexto globalizado, tambiรฉn es nuestro.
     Cada muerto cuenta y duele. Es natural. Quienes vimos de cerca la terrible estela que dejรณ el terremoto de 1985 en la Ciudad de Mรฉxico podemos imaginar lo que ellos sienten: decenas de miles de inocentes sacrificados en un escenario dantesco. Pero el caso de Nueva York es, en un sentido directo, mรกs cruel, porque el desastre no lo causรณ el azar sino el hombre. Contra la naturaleza no hay venganza posible: nadie se venga del mar ni del furor de los elementos. Del hombre sรญ. Pero, ¿quiรฉn es el enemigo? De cualquier modo, el imperio herido reaccionarรก con firmeza —lo que es justo—, pero quizรก lo harรก sin prudencia ni mesura, sin consulta ni discernimiento. A Pearl Harbor podrรก seguir, en el escenario extremado y sin mayor mediaciรณn, Hiroshima. Y con ello no el fin, ni siquiera el comienzo del fin, tampoco el fin del comienzo, sino el comienzo del comienzo de una Tercera Guerra Mundial en la que no sรณlo los pilotos se suicidan matando: tambiรฉn los paรญses y las civilizaciones. La frase de Paul Valรฉry en 1919 —"Las civilizaciones sabemos ahora que somos mortales"— adquiere hoy un sentido mรกs ominoso, mรกs real, que cuando fue escrita.
     A las 7 de la tarde de ese dรญa, el sol cรกlido y dorado del crepรบsculo iluminaba la fachada de los rascacielos. La columna se habรญa vuelto horizontal, rojiza, sangrienta. Nadie circulaba por Riverside Drive. Un barco solitario cruzaba el Hudson. Pensรฉ, como muchos, que la guerra entre los hombres habรญa tomado una nueva, inimaginada, impredecible dimensiรณn. Dรญas mรกs tarde fui a Union Square y vi multitudes silenciosas, gente de todas las edades, clases, colores y religiones, resignadas y dolientes, encendiendo veladoras, rezando a sus deudos, fijando en las alambradas hojas con la fotografรญa de los desaparecidos y el letrero de "missing" —que quiere decir "desaparecido" pero tambiรฉn "echar en falta"—, cantando el himno estadounidense con una guitarra o un รณrgano, haciendo ondear banderas o improvisando elegรญas. Habรญa un estado de duelo no exento de contriciรณn, como si el golpe hubiese respondido a una culpa histรณrica o un castigo de Dios. Recordรฉ las Lamentaciones de Jeremรญas:
      
     ¡Cรณmo, ay, yace solitaria
     la Ciudad populosa!
     […]
     No pensรณ ella en su fin
     ¡y ha caรญdo asombrosamente!
     No hay quien la consuele
      
     El hecho de que el acto terrorista induzca en los norteamericanos, todos, un estado de profunda introspecciรณn moral serรญa una consecuencia buena. Que los lleve a la inmovilidad culposa, al masoquismo, no lo es. Tampoco a la ira indiscriminada. Las voces liberales y sensatas en los Estados Unidos saben que la guerra contra el terrorismo y el fanatismo serรก larga y penosa, una guerra sin brรบjula segura y sin textos de Clausewitz. Ojalรก esas voces prevalezcan. Vale la pena librar esa guerra, librarla en todo el mundo y sin cuartel, pero desde los valores que han construido la civilizaciรณn de Occidente. -— Enrique Krauze

 

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