Balthus, el gran excéntrico

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En febrero pasado —poco antes de su cumpleaños, como suele suceder con mucha gente— murió Balthus, el gran pintor francés que desafió a todas las vertientes artísticas de su siglo, el XX, para reinstaurar en el interior de sus cuadros la representación ilusionista. En ese sentido cabe analogar a Balthus con el norteamericano Edward Hopper, quien insistió en un realismo a contracorriente respecto al expresionismo abstracto de su país y sólo fue reconocido muy tardíamente, cuando, torciéndole el brazo al autoritarismo abstracto, la posmodernidad retomó cierta dosis representativa con el nuevo realismo de la década de los años setenta.
     Pero hay enormes diferencias entre el también gran Hopper y Balthus. El primero pinta escenas contemporáneas muy propias de la vida estadounidense y de esa zona de frontera que se mueve a uno y otro lado del río Bravo. Eso se verifica en sus grandes cafeterías semivacías, tomadas a la medianoche o al atardecer, con unos pocos protagonistas de gesto ausente, recluidos en la deshumanización creciente que atraviesa a las actuales sociedades; así como en sus célebres gasolineras enclavadas en la aridez del suelo mexicano. Todo ello como una metáfora, si así queremos verla, de la soledad creadora en que vivió Hopper.
     Por el contrario, las imágenes pintadas por Balthus son atemporales, sus personajes se mueven o suspenden en ámbitos igualmente solitarios pero sin referencia temporal fija. Colocado al margen de la fisura representativa, en un sitio excéntrico, muchas veces tan incomprendido como obstinado en el tipo de articulación icónica elegida por él, cabe preguntarse si Balthus no fue un pintor moderno. Y de inmediato la respuesta es negativa. Balthus fue un artista moderno que se mantuvo fuera de las leyes estipuladas por la modernidad. ¿Por qué? Porque el suyo es un realismo no inocente, que conoce de sobra la prohibición moderna en el sentido de no representar y la omite, o la transgrede, desplazando la insinuación de lo prohibido hacia lo que su obra narra. Balthus se instala de ese modo en la transgresión de lo transgredido. Y su obra mantiene el relato en suspenso, anunciado, lanzado hacia múltiples relatos posibles; en otros términos, no hace literatura fácil. Su conciencia de representar contra lo mayoritario se ve en su capacidad de síntesis y en esa opacidad tan contraria a la pintura de los siglos pasados, tan antagónica de un Rembrandt y de la pintura holandesa, que surca a todas sus imágenes. Se ve, asimismo, en los trazos sintetizadores que surcan a muchos de sus personajes.
     Hay en cambio en…

Hay en cambio en Balthus una sensualidad para nada irreverente y sí en cruce con el enigma. Lo enigmático, en efecto, hace a ese halo sensual en voz baja, nada gestual, que preanuncia pero no desata el erotismo. No se puede entender a Balthus sin tener en cuenta a ese gran referente teórico de su época que fue el riguroso tratado sobre el erotismo de Georges Bataille. Balthus coloca sus escenas en las antípodas del Marqués de Sade. No hay un coito en su obra, hay una sensualidad, reitero, casi inocente, un amor no corrosivo pero muy tierno por la desnudez adolescente y lo sutil, por el misterio pleno de insinuaciones consustancial a la complejidad humana. Y hay silencio y recato, recato en medio de la desnudez, casi sagrado, como el erotismo. Todo lo contrario a la Lolita de Nabokov, novela en última instancia superficial.
     El lector se preguntará contra quién discuto en esta nota. Respondo en parte con las palabras de Balthus: "Realmente no entiendo la incapacidad de la gente para captar las diferencias esenciales entre erotismo o sexualidad y pornografía. Por ejemplo, la industria publicitaria es pornográfica, especialmente la de los Estados Unidos, donde se ve a una jovencita poniéndose un producto de belleza en la piel como si tuviera un orgasmo".
     Discuto igualmente contra la censura pacata de una buena zona del mundo moderno, especialmente el que llena la cultura de los Estados Unidos, donde el crítico de arte Michael Kimmelman habló del puritanismo hipócrita con el que en el ambiente neoyorquino se consideró a la obra de Balthus, al compás de la convicción, en la nación del norte, de que el arte es una actividad moral. Y a propósito, cabría la sospecha en estos términos: ¿tantos años de predominio abstracto no estarían dirigidos hacia el no tocar determinados temas? No es así, por supuesto, pero el puritanismo bárbaro disfrazado de barniz civilizatorio, característico de la sociedad norteamericana en general, inspira a levantar esa injustificada sospecha.
     No hay provocación ni subversión en la pintura de Balthus; lo que hay es la compleja trama por la que, secretamente, circula un erotismo místico, allí donde el arte no debe ser, jamás, un alegato ni a favor ni en contra de lo moral. No hay moral en el arte, aunque sí la transgresión vanguardista que coloca al crimen entre los vertebradores temáticos de la narración escrita o pintada. Pero nada más alejado, insisto, de la producción balthusiana que la transgresión. –

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