Bicentenario monumental

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Las naciones necesitan ritos periódicos, celebraciones, afirmaciones de su identidad, al menos para tener la ilusión de que algún evento pasado es capaz de determinar su futuro. El lenguaje de estos ritos casi siempre tiene algo de anacrónico, una solemnidad impostada que se confunde con la autoparodia, más cercana a los Juegos Florales o a la Coronación de la Reina de la Primavera que a un evento de espíritu contemporáneo. Frases como: “El Gobierno del Distrito Federal a través de La Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda, La Secretaría de Cultura, Secretaría de Obras y Servicios, La Autoridad del Centro Histórico, La Comisión de las Celebraciones del Bicentenario invitan a participar en el: Concurso Internacional Plaza y Símbolo del Bicentenario de la Independencia y Centenario de la Revolución”, me parecen francamente cómicas. Sucede que la proliferación de mayúsculas o la enumeración de tantas autoridades reunidas me divierten más de lo que me imponen.

Supongo que cierta solemnidad es necesaria para los ritos, a fin de cuentas son eventos teatrales. Sin embargo, estos eventos periódicos, más allá de sus intenciones políticas, plantean preguntas interesantes: ¿Qué celebrar? ¿Cómo celebrar? ¿Es necesario celebrar? Las festividades nacionales cambian de acuerdo con la retórica de su tiempo. Y en ocasiones esa retórica nos hace olvidar aquello que pretendemos conmemorar. En septiembre de 1910 se celebraba el Centenario de la Independencia; pocos meses más tarde una revolución terminaba con la fiesta, pero daba motivo para que cien años después se pudieran celebrar dos fiestas conmemorativas en vez de una, un Centenario y un Bicentenario de eventos bélicos que le recuerdan a una sociedad aparentemente democrática y pacífica que nada es estático.

Las conmemoraciones también significan oportunidades, utilizar el pasado para afianzar una situación presente. Las obras públicas son ideales para celebrar. Eso lo han entendido siempre los políticos. Las Fiestas del Centenario de la Independencia de 1910 y su programa elaborado por la Junta Patriótica (cada generación tiene su lenguaje favorito) tenían el objetivo de consolidar el régimen y la figura de Porfirio Díaz. El repertorio de obras públicas elegidas tocaba puntos estratégicos de la historia mexicana del siglo XIX: la Columna de la Independencia y el Hemiciclo a Juárez, la fe en el progreso científico y técnico de una sociedad positivista (el Manicomio General de la Castañeda, la Estación Sismológica Central de Tacubaya, el Palacio de Correos inaugurado poco antes, en 1907), o las obras cívicas que fundarían las instituciones del futuro, aunque ese futuro se adelantó y las obras tuvieron que postergarse o suspenderse, como el Palacio de Bellas Artes o el Palacio Legislativo que posteriormente se convertiría en el Monumento a la Revolución.

Casi cien años después, el Gobierno del Distrito Federal quiere bautizar todas las obras públicas aprovechando el Bicentenario. Tras un primer acto fallido, la Torre Bicentenario, ahora el GDF ha lanzado un concurso para una Plaza del Bicentenario que sirva como punto de partida para el ordenamiento territorial del área que rodea a la Plaza de Tlaxcoaque, que actualmente alberga las oficinas de la Secretaría de Seguridad Pública y que es una zona urbana confusa y desordenada. El propósito es consolidar el eje urbano ya existente de la avenida 20 de Noviembre, cuyos remates son la Catedral Metropolitana y el Zócalo al norte y la pequeña capilla franciscana de la Concepción y la Plaza de Tlaxcoaque al sur. Me parece que esta vez el gobierno ha acertado. Más allá de la retórica de la creación de un símbolo, la apuesta es por la revitalización del espacio público, comenzando por el Centro Histórico de la ciudad de México. Además, se plantea que la futura Plaza del Bicentenario sea parte de un plan que incluya la reutilización de los tranvías como medio de transporte público desde la Estación Pino Suárez hasta la nueva Estación de Buenavista, la progresiva peatonalización del centro y la recuperación de plazas como espacios de convivencia.

Otro aspecto que se puede resaltar es que el proyecto urbano-arquitectónico ha sido sometido a concurso. México tiene una tradición nula en cuanto a concursos arquitectónicos públicos y las pocas experiencias recientes no han sido muy satisfactorias. El concurso para la rehabilitación del Zócalo capitalino en 1999 fue más que nada una ocurrencia demagógica que carecía de sustento real. El Zócalo funciona sin remodelación alguna. Lo mismo sucedió un año después con el concurso que pretendía instalar la residencia del gobernador de la ciudad en la Casa de las Ajaracas, ubicada en una esquina del Zócalo. Pésimo planteamiento estratégico. De todos modos, la comunidad arquitectónica se entusiasmó y se generaron varias propuestas interesantes que pronto el gobierno olvidó con pocas explicaciones de por medio. Más polémico fue el caso de la Biblioteca José Vasconcelos. El proyecto fue concursado, la biblioteca fue construida a toda prisa en esa gran tradición mexicana de las obras sexenales, inaugurada con un acervo improvisado e incompleto y luego cerrada para ser reparada. Su futuro es incierto. La Plaza del Bicentenario corre el mismo riesgo, pero el hecho de plantear un espacio público y la regeneración de la zona aledaña puede generar inversiones privadas y públicas que consoliden el proyecto. Sin embargo, a pesar de los fracasos, los concursos de proyectos públicos deben continuar: es la manera más inteligente de promover una sólida cultura arquitectónica.

En cuanto al concurso, cinco proyectos llegaron a la fase final. El proyecto ganador fue el del equipo italomexicano formado, entre otros, por Antonio Esposito, Elena Bruschi, René Caro y Carlos Rodríguez Bernal, con una propuesta de un muro vegetal sustentable que rodeará la capilla de la Concepción. Ya lo dijo la burocracia en uno de esos arranques de orgullo pletórico que acostumbra: “Va a ser el muro verde más grande del mundo.” La cuestión es cuánto tiempo durará verde. El proyecto tiene la virtud de evitar la monumentalidad, la obviedad de considerar el “Símbolo del Bicentenario” como un objeto arquitectónico grandilocuente; simplemente se concentraron en enfatizar el eje sin retóricas anacrónicas. Sin embargo, hay algo contradictorio en la idea de un muro, aunque sea verde, que encierra al espacio público, en vez de que este se vuelva más poroso hacia las circulaciones que llegan a él y hacia los edificios que lo contienen.

Es cierto que las celebraciones masivas nunca son inocentes, tampoco lo son las obras públicas. Se utilizan para promover candidaturas o proyectos políticos. Sin embargo, es necesario entender que la obra pública es un bien común. ¿De dónde surge la insensatez de pensar que los ejes viales fueron de Hank González o el segundo piso del Periférico de López Obrador? Una ciudadanía que piensa que las obras públicas dependen del genio o el capricho idiota de sus gobernantes es también una ciudadanía idiota. Mientras no exista la madurez para entender que las obras son obligaciones de un gobierno que debe prestar atención a sus ciudadanos y que estos deben participar más activamente en esas decisiones, será difícil evitar que estas obras sigan funcionando como operaciones demagógicas. Si los ciudadanos no somos los primeros en erradicar estos vicios, no hay que esperar que los políticos lo hagan. Entonces tendremos la Plaza del Bicentenario de Marcelo Ebrard, en vez de una plaza pública de la ciudad de México. Por lo pronto, hay que celebrar, pero que la pregunta sea: ¿cómo celebrar?, y no: ¿a quién celebrar? ~

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