Chávez: otro paso hacia el caos

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El presidente Hugo Chávez sigue "haciendo revolución". Una de las tragedias de los revolucionarios es esa: la hiperkinesis. No se están tranquilos un minuto. Es muy grave que siempre estén equivocados, pero más grave aún es que no se están quietos. Suelen ser laboriosos, virtud que multiplica exponencialmente los daños que le causan a la sociedad. ¿No hay manera, Dios mío, de sedarlos? Ahora el ex teniente coronel está en medio de lo que él llama la revolución cultural. Les llegó su turno a los museos. Como el clásico elefante en la cacharrería, mediante una de sus pintorescas alocuciones radiales semanales —Aló, presidente—, sin siquiera tener la mínima cortesía de comunicarse previamente con los afectados, anunció que "el proceso" había llegado a la cultura y fulminantemente separaba de sus cargos a quienes hasta entonces los habían ocupado.
     Estupor en Europa y en América. Protestas en los principales diarios de Occidente. Botero escribió una carta pública llena de indignación, redonda y hermosa como las carotas de las figuras que suele pintar. Resulta que en Venezuela hay una institución extraordinariamente reputada, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, dirigida por otra institución que se llama Sofía Imber, una cultísima periodista, viuda, además, de Carlos Rangel, el pensador más original del siglo XX venezolano. Y tal era la simbiosis entre las dos instituciones —el museo y su directora— que la gran galería acabó llamándose "Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber". Separarla de su puesto era como si los puertorriqueños hubieran echado a Pablo Casals de la dirección del "Festival Casals" o los bostonianos a Jonas Salk de la fundación que lleva su nombre. Ese "pequeño" inconveniente, naturalmente, no arredrará a Hugo Chávez. Si le cambió el nombre al país, qué no hará con el museo. Puede llamarlo, por ejemplo, "Tania la guerrillera bolivariana".
     Hace treinta años, Sofía Imber, con muy pocos recursos, creó un pequeño museo, y, …

Hace treinta años, Sofía Imber, con muy pocos recursos, creó un pequeño museo, y, poco a poco, lo fue convirtiendo en el más organizado y mejor dotado de América Latina. Cuando en Venezuela casi todo funcionaba mediocremente, su museo era una máquina suiza de precisión, elegancia y excelente criterio estético. No había concesiones al mal gusto. A nadie se le podía ocurrir plantear ningún negocio deshonesto o tratar de colocar en las paredes las flores pintadas por la cuñada de un senador o por la mujer de un ministro. En medio de un mar de favoritismo, allí no había otra consideración que el mérito y la calidad. Mientras muchas instituciones públicas dilapidaban los recursos que el Estado les entregaba, en el Museo de Sofía las inversiones multiplicaban su valor de una manera asombrosa: un cuadro de Bacon comprado en 135 mil dólares alcanzaba el valor de catorce millones. Los 250 picassos, adquiridos en el momento justo por una bicoca, sumados a los cuantiosos fondos que atesora el museo, acabaron valiendo tanto como los ingresos petroleros de un año. Sofía Imber no sólo enriquecía la vida cultural de los venezolanos, sino aumentaba el patrimonio nacional prodigiosamente. Tenía el ojo limpio del experto en arte y el ojo agudo del comprador nato. No en balde se trataba de una bella judía formada en París. ¡Qué estupidez prescindir de una servidora pública de ese calibre!
     ¿Por qué Hugo Chávez quiere apoderarse de los museos? Por lo mismo que ha descabezado los sindicatos y los partidos políticos. Por lo mismo que ya se movió en dirección del control de las escuelas privadas. Porque quiere atesorar más poder, todo el poder. ¿Para qué? Aparentemente, de acuerdo con algunas de sus aseveraciones, para hacer una revolución. ¿De qué tipo? A juzgar por sus discursos inacabables, sus declaraciones copiosas, su lengua que no cesa, se trata de una cosa medio rara, nebulosa, rabiosamente tercermundista, entre libia y cubana, inspirada en el Libro verde, un manualito bobo escrito por Gadaffi mientras paseaba en su camello por las inmediaciones de Trípoli. El propósito es tener en un mismo puño todas las riendas del Estado y de la sociedad civil para ir desmantelando las estructuras burguesas de la odiada república que existía antes de su llegada a Miraflores. En su momento, le tocará el turno a los medios de comunicación, y, tras ese tenso episodio, llegará la hora del aparato productivo. "A cada puerco —piensa— le llega su San Martín".
     Afortunadamente, la nación ha comenzado a reaccionar. En pocas semanas el nivel de respaldo a Hugo Chávez ha bajado del 65% al 42%. Los venezolanos querían un cambio, no una demolición, y mucho menos una aventura totalitaria. Y el pronóstico es que la caída será en picado hasta dejarlo, dentro de un año, con una base de apoyo en torno al 20%, una masa todavía sorprendente si constatamos el tamaño monstruoso del disparate que Chávez escondía bajo su peculiar boina roja. El problema es que ante este súbito descenso, el jefe de la pomposamente llamada Quinta República, como en el cuento de Borges, se encuentra en un sendero que sólo se bifurca en dos direcciones: o radicaliza de inmediato el "proceso revolucionario", lo que puede precipitar el país a la guerra civil o al golpe militar, o comienza a retroceder y renuncia a sus delirantes proyectos. El único consuelo que nos queda, a quienes queremos a Venezuela entrañablemente, es que cuando haya pasado este vendaval, el Museo de Arte Contemporáneo "Sofía Imber" estará ahí. Napoleón es una discutible pesadilla. El Louvre sigue vivo y coleando.-

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(La Habana, 1943) es periodista y ensayista. En 2010 recibió el Premio Juan de Mariana en defensa de la libertad. Su libro más reciente es la novela La mujer del coronel (Alfaguara, 2011).


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