I.
El pasado mes de abril un dramático golpe de Estado en Venezuela, que evocaba otras épocas más agitadas de América Latina, derrocó a Hugo Chávez. Una marcha de la oposición que se dirigía al Palacio Presidencial degeneró en una sangrienta refriega, con gas lacrimógeno, francotiradores y pistoleros disparando en una calle llena de gente. En todo el país (y en todo el mundo) se transmitieron las imágenes de esa terrible escena en la mitad de una pantalla dividida, a la vez que en la otra mitad, en cadena nacional, Chávez denunciaba un paro en curso y la marcha. Pero las imágenes televisadas no duraron mucho tiempo, Chávez ordenó la interrupción de la señal de las estaciones privadas de televisión, acusándolas de incitación, y prosiguió su discurso sin mencionar la violencia. Estas imágenes tuvieron enormes consecuencias. Esa misma noche, como respuesta a la violencia, el comando superior del Ejército pidió la renuncia de Chávez y a la mañana siguiente Venezuela amaneció con un nuevo presidente, un obtuso dirigente empresarial llamado Pedro Carmona.
Los acontecimientos sucesivos fueron todavía más evocadores. Después de proclamarse presidente, Carmona disolvió la Asamblea Nacional, destituyó a la judicatura y suspendió la Constitución. Entonces la televisión mostró imágenes de la detención de integrantes del gabinete de Chávez y del congreso disuelto, a la vez que otros simpatizantes de Chávez eran expulsados de sus casas por una turba que se había atribuido funciones policiacas.
Sin embargo, los acontecimientos dieron un giro imprevisto debido a un error de cálculo, demostrando que la región vive hoy, en efecto, otra época. Casi de inmediato, los gobiernos latinoamericanos manifestaron preocupación cuando Carmona derogaba la Constitución. Parecía confirmar este temor la información filtrada de que Chávez no había renunciado, sino que había sido depuesto. Esa misma tarde, miles de simpatizantes de Chávez se echaron a la calle y marcharon al Palacio de Miraflores clamando por el regreso del presidente derrocado. Con la ayuda de militares leales a Chávez, los ciudadanos que lo eligieron lograron lo que muchos consideraban imposible, ya que a la mañana siguiente Chávez volvió a ser el presidente de la República Bolivariana de Venezuela. Y se declaró el triunfo contra las fuerzas retrógadas del autoritarismo oligárquico.
Está por verse si se trató de una victoria de la democracia. En los meses inmediatos al golpe fallido, permeó en Venezuela una tensa calma. Un Chávez contrito y una oposición aturdida llamaron a la reconciliación y se declararon dispuestos a entablar el diálogo nacional, pero sus buenas intenciones duraron poco tiempo. Tras una visita realizada el verano pasado por representantes del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la Organización de Estados Americanos (OEA) y el Centro Carter, se pactó instalar una mesa de negociaciones patrocinada por estas organizaciones.
A fines de octubre, fecha fijada para el inicio de las negociaciones, se había agudizado la sensación de crisis política. La Coordinadora Democrática, asociación representante de la oposición, había organizado un paro de un día para el 22 de octubre. Al día siguiente, once oficiales del ejército se declararon en desobediencia cívica y convocaron a los demás oficiales y a los ciudadanos a seguirlos, con lo que dejaron al país en un limbo político durante seis horas, hasta que el Mando Superior del Ejército declaró su apoyo a Chávez y se evitó así otro golpe de Estado. La incapacidad de la Coordinadora de tomar distancia de los militares rebeldes, muchos de los cuales habían participado en el golpe de abril, fue objeto de muchas críticas, al tiempo que perdía credibilidad su capacidad de negociar con el gobierno o de promover un referendo para decidir sobre la permanencia o renuncia de Chávez al poder, dado que estaba incitando al ejército a desacatar el estado de derecho.
El diálogo entre el gobierno y la oposición se inició en este ambiente de agresión política. Desde entonces se ha agravado la crisis. En diciembre parecía ir ganando ventaja la Coordinadora Democrática, al iniciar una huelga indefinida que suspendió las actividades de Petróleos de Venezuela (PDVSA), la petrolera estatal. Desde entonces, el gobierno de Chávez ha perdido cerca de dos mil millones de dólares en ingresos irrecuperables y se aproxima peligrosamente a la moratoria de la deuda interna. La Coordinadora no da señas de ceder. En realidad, la declaración de los ejecutivos de los bancos y los propietarios de los supermercados, en enero, de su intención de unirse a la huelga en apoyo a los trabajadores petroleros ha incrementado la presión contra el gobierno.
Pero, no obstante y pese a todos los esfuerzos de la Coordinadora, Chávez ha logrado sobrevivir a la huelga y sus nocivos efectos, y recuperar lentamente parte del control de PDVSA mediante un ambicioso aunque deficiente plan de reestructuración. Lo más extraordinario es que lo haya logrado sin declarar el estado de excepción ni recurrir al uso brutal de la fuerza, aunque sí ha habido enfrentamientos violentos entre sus simpatizantes y la oposición. Pero, si bien Chávez sigue en el poder y la oposición no ceja en la necesidad de convocar a nuevas elecciones, Venezuela se aproxima cada vez más a la guerra civil.
II.
La historia del ascenso de Hugo Chávez al poder y su pintoresco desempeño como presidente ya son legendarios, aunque, lamentablemente, como todas las leyendas, tanto los simpatizantes de Chávez como sus críticos han adornado el mito. Con todo, para entender la clase de crisis política que hoy afronta Venezuela, es decisivo ponderar con lucidez la realidad de Chávez y su política, sin abandonarse a la nostalgia ni desvariar.
Actualmente, la opinión más común es que Hugo Chávez reencarna al revolucionario populista de izquierda del pasado. Dada su trayectoria, esta opinión es comprensible, pero peligrosa y erróneamente limitada. Durante la campaña presidencial de 1998 la piedra angular de la actividad de Chávez consistió en congregar a los pobres de Venezuela que constituyen, realidad impresionante, dos tercios de la población en una poderosa fuerza política. Este plan resultó ingenioso pese a su sencillez. Todo lo que tuvo que hacer Chávez fue abrir la caja de Pandora que hizo precipitarse una oleada de resentimientos de clase y raciales, latentes desde el Caracazo de 1989. Se convirtió en salvador de las masas y no titubeó para fomentar esta imagen mesiánica. Sus activos discursos escatológicos preocuparon a muchos venezolanos, que se preguntaban si Chávez realmente estaba tratando de revivir el sueño olvidado hace mucho tiempo del Che Guevara, situación agravada por sus frecuentes referencias entusiastas a Castro y a Mao.
Tras su arrolladora victoria en las urnas, Chávez siguió confirmando con su conducta los peores temores de sus críticos. En los cuatro años desde que está en el poder, Chávez ha desmontado el Estado, convocado una asamblea constitucional, ratificado una nueva constitución, creado la Quinta República y ha sido reelegido como presidente en este nuevo orden jurídico. Durante todo este tiempo su discurso se ha endurecido. En su campaña de reelección invocó durante los actos públicos el himno venezolano de la Guerra Federal: “Oligarcas temblad, viva la libertad, arriba la esperanza de la revolución.” Conforme se agudizaba la crítica en la prensa y adquiría un carácter abiertamente político, Chávez utilizó cada vez más su programa de radio y televisión, Aló Presidente, y la estación estatal de televisión, para polemizar con los periodistas y prevenir al público contra éstos. En los actos públicos, llegó a señalar a periodistas y estaciones privadas de televisión por hacer campañas abiertas en su contra, y éstos a su vez han acusado a Chávez y a sus simpatizantes de intimidación y hostigamiento. La tensión es tanta que lo mismo el gobierno que los medios privados de difusión han sido objeto de censura de numerosas organizaciones internacionales de prensa.
Algunas acciones de Chávez causan todavía más preocupación que sus estridentes excesos discursivos. Uno de sus primeros actos como presidente fue enviar una carta en la que la nueva revolución venezolana exaltaba al infame terrorista de ese país, Ilich Ramírez Sánchez, mejor conocido como Carlos El Chacal. Aunque Chávez defendió la carta como gesto humano, muchos la interpretaron como declaración de apoyo a la causa del Chacal. Poco después Chávez fue a Cuba, abrazó a Castro y declaró que el pueblo venezolano pronto gozaría de la misma felicidad que el pueblo cubano. También tuvo el dudoso honor de ser el primer dirigente mundial que fue a Iraq en visita de Estado después de la Guerra del Golfo, visita durante la cual disfrutó de un paseo personal en el Mercedes de Saddam Hussein. Peor todavía, Chávez casi causó una crisis regional al aproximarse a la guerrilla izquierdista colombiana, las farc, durante las delicadas negociaciones de ese grupo con el gobierno del entonces presidente Andrés Pastrana.
Los adversarios de Chávez aseguran que se trata de algo más que una lista interminable de faux pas políticos, que es algo mucho más siniestro. En noviembre de 2000, la Asamblea Nacional aprobó una ley que le permitía a Chávez emitir decretos con vigor jurídico en diversos sectores durante un año. Ese año se aprobaron unos 44 decretos, casi todos en el ámbito socioeconómico, algunos en consulta con los sectores privados pertinentes, pero principalmente en secreto y sin gran debate público ni retroalimentación. Uno de estos decretos, la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario, sentó las bases de la expropiación de las tierras ociosas y su utilización como propiedad pública para la agricultura. A muchos este gesto les evocó el programa sandinista de expropiación agraria.
Los detractores de Chávez tienen razón, entonces, al señalar el preocupante parecido del presidente con los grandes caudillos y revolucionarios izquierdistas del pasado, y al afirmar que por su discurso y sus actos es la causa indudable de la tormenta política que se está gestando hoy en Venezuela. Pero, como correctamente afirman sus simpatizantes dentro y fuera de Venezuela, no ha habido expropiación alguna ni confiscación de propiedades, o nacionalización de intereses extranjeros. Es más, los periódicos y otros medios de comunicación siguen gozando de libertad para criticar ferozmente a Chávez, y aunque son víctimas constantes de intimidaciones y hostigamiento, no ha habido cierres de medios de comunicación, lo que siempre augura el agravamiento de la situación. La acusación de que Chávez está tratando de convertir a Venezuela en la Cuba comunista de Castro no sólo es un error, sino que es insidiosa. Distrae la atención del nuevo aspecto del fenómeno Chávez más inquietante, por corresponder mejor a esta época postotalitaria: el ímpetu democrático-mesiánico de sus ideas.
El actual conflicto venezolano no debería considerarse una simple reformulación del enfrentamiento latinoamericano entre la izquierda y la derecha, sino un extraordinario certamen político de mayor consecuencia sobre el significado de la democracia en el siglo XXI. En este contexto, las opciones enfrentadas son la democracia como sistema moderado de gobierno y la democracia como forma política de redención. Chávez prefiere la construcción escatológica de la democracia. Tiene importancia histórica porque representa una perversión particular de la gran empresa contemporánea de la democratización. Se considera el redentor bolivariano de la democracia.
III.
El bolivarismo es la innovación introducida por Chávez en la ideología política, su pastiche ideológico personal. Lo amalgamó a partir del pensamiento de tres figuras importantes de la historia de Venezuela: Simón Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora. En el centro del bolivarismo está el nexo entre la nación y el dirigente-soldado, cuya misión consiste en educar, liberar y dirigir al pueblo armado.
La fascinación de Chávez con Bolívar no es rara. Todos los gobiernos de Venezuela, y quizá los de todos los países andinos que liberó Bolívar, lo han convertido en símbolo nacional de la liberación. La aparente novedad es el planteamiento de Chávez sobre el análisis político de la América Latina colonial y sus propuestas institucionales concretas. Bolívar pensaba que después de la independencia las provincias administrativas creadas durante el régimen español no tenían posibilidades de sobrevivir ni de desarrollarse políticamente, y que sólo podrían impedir los futuros intentos de reconquista colonial uniéndose en una especie de pacto federal. Aunque hubiera querido que ese pacto federal se extendiera por todos los países de lengua española del continente, Bolívar hizo otras propuestas menos ambiciosas de cooperación y defensa mutua de los países, y Chávez ha seguido esta línea de pensamiento.
Respecto a la organización interna de estas nuevas sociedades, Bolívar defendía la igualdad como principal derecho de los ciudadanos y creía, con Rousseau, que este derecho sólo podría materializarse mediante la participación política. Pero a Bolívar también le preocupaba que el pueblo de estos países recientemente independizados careciera de virtud cívica, elemento indispensable de una soberanía participativa que funcione bien. Para resolver este problema Bolívar le atribuyó a un Estado activo y paternalista la carga de educar “al pueblo” y crear “ciudadanos”. Chávez ha reinterpretado estas ideas y ha convertido la participación política en elemento fundamental de su mensaje bolivariano, sin interesarse en la virtud cívica que preocupaba a Bolívar. En su bolivarismo degradado, la participación es a la vez fin y medio. “El pueblo” se hace ciudadano mediante la participación, y su principal tarea es la participación en masa. Lo que Chávez realmente entiende por ejercicio de los derechos políticos es la política de masas.
Muchas de las ideas políticas de Bolívar fueron modeladas por su maestro y mentor Simón Rodríguez.
Nacido en Caracas en 1771, Rodríguez era una figura fascinante: filósofo utopista venezolano, formado en la lectura constante de los pensadores europeos, ha recibido en ocasiones el nombre de Fourier de América del Sur. Pero su logro más extraordinario fue la educación del joven Bolívar. Esto sucedió entre los años 1780 y 1790, en un desolado estado venezolano, donde Rodríguez utilizaba como único instrumento pedagógico el Emilio de Rousseau. La actividad docente de Rodríguez con su discípulo se extendió a la edad adulta de Bolívar, durante un viaje que hicieron juntos a Francia e Italia para asistir a la coronación de Napoleón, y debatir el significado de las grandes filosofías y los turbulentos acontecimientos de esa época para las colonias españolas.
Si bien es cierto que gran parte de la influencia de Rodríguez en las ideas de Chávez está presente indirectamente a través de Bolívar, el propio pensamiento de Rodríguez sobre la necesidad de políticas elaboradas específicamente para el país también dejó una gran huella. En su folleto de 1828 Invención o error, Rodríguez insiste en la necesidad de buscar soluciones propias para los problemas de Hispanoamérica: “La América Española es original. Originales han de ser sus instituciones y su gobierno. Y originales sus medios de fundar uno y otro. O inventamos o erramos.” Éste es en gran parte el espíritu de Chávez: la creencia en la singularidad de su situación histórica, combinada con la creencia en la creación de instituciones políticas adecuadas.
En el centro del universo bolivariano de Chávez está la simbiosis del ejército y el pueblo, idea tomada de Ezequiel Zamora. Éste era un comerciante que se convirtió en general revolucionario. Dirigió la lucha contra el gobierno oligárquico durante la Guerra Federal de Venezuela, en el decenio de 1860. Para muchos venezolanos, como para Chávez, la participación de Zamora en una insurgencia popular dirigida por el ejército contra la injusticia social era de espíritu bolivariano. Pero si bien el propio Bolívar fue un gran militar interesado en la justicia social, sus proyectos de política participativa se orientaban más a la educación en la virtud civil que a la revuelta armada. Zamora, por otra parte, creía que las revueltas campesinas armadas eran la única fuerza política en América Latina capaz de garantizar la participación política y la justicia social para los desfavorecidos. Gran parte del discurso de Chávez evoca las consignas de Zamora: “Tierra y hombres libres, elecciones populares y horror a la oligarquía.”
Esta idiosincrásica mezcla ideológica no parecía tener sentido cuando Chávez estaba en campaña para la presidencia en el decenio de 1990: populismo, utopismo y toques de marxismo, todo esto adornaba los colores de la bandera nacional de Venezuela. Pero cualquiera que haya leído con atención la nueva Constitución de Venezuela sabe que hoy prevalece en el país esta variedad de bolivarismo. Esa Constitución nueva es la materialización institucional de esta ideología y la conquista más importante, aunque cuestionable, de Chávez.
Lo demuestra inclusive un repaso superficial de la ley suprema. La nueva Constitución pretende superar la trivialidad de la democracia representativa suplantándola con lo que Hugo Chávez llama democracia protagónica, mediante el establecimiento de los instrumentos de la democracia directa, por ejemplo: las iniciativas legislativas populares, referendos de consulta y revocación, y asambleas populares. La simplificación del Poder Legislativo (se sustituyó el sistema bicameral por la Asamblea Nacional, que consta de una sola cámara), y la concentración de poder presidencial (la gestión del presidente ahora es de seis años, en vez de cinco, y está permitida la reelección inmediata) refuerzan la relación virtualmente sin intermediarios entre el dirigente y el país. Y aunque la Constitución sólo modificó ligeramente las leyes vigentes para permitir que voten los militares, se ha ampliado considerablemente la participación del ejército en la vida civil y política a través de un programa de cooperación civil-militar denominado “Bolívar 2000”. Por último, adquiere carácter constitucional la idea de una federación regional, que establece que la República Bolivariana ha de promover la integración de América Latina y el Caribe, y favorecerla a fin de crear “una comunidad de países que defienda los intereses económicos, sociales, culturales, políticos y ambientales de la región”.
Esta nueva Constitución y las leyes decretadas o aprobadas para sustentarla han transformado verdaderamente la cultura política del país. Basta entrar en cualquier oficina de Venezuela, visitar a algún dirigente empresarial simpatizante con la oposición o a algún periodista crítico de Chávez para encontrar sobre sus escritorios el librito azul del presidente, una Constitución Bolivariana de bolsillo. No sólo el presidente la empuña mientras habla; las personas comunes y corrientes parecen estar de acuerdo en que se trata de su propio anhelado designio. La Constitución se ha convertido en la nueva religión civil de Venezuela.
Los venezolanos parecen haber asimilado la idea de que la democracia protagónica sirve para todo. Para cualquier problema, la solución venezolana favorita es evidente: sacarlo a la calle, agitar, organizar, manifestarse, clamar. Quienquiera que vaya a Venezuela hoy en día debería prepararse para presenciar manifestaciones diarias de la oposición y otras a favor del gobierno, que a menudo invaden la ciudad, y prolongan durante la noche el barullo de cazuelas percutidas y el claxon de los coches que no dejan dormir. Y si bien algunas manifestaciones pueden desenvolverse pacíficamente durante varios días, como la de la Plaza Altamira, tomada por oficiales del ejército y proclamada “zona liberada” al declararse en desobediencia civil, otras manifestaciones han derivado en violencia y terminado con varios muertos, como las del 6 de diciembre y el 3 de enero. Por su parte, los simpatizantes de Chávez se organizaron en pequeños grupos denominados “Círculos bolivarianos”, que son asociaciones de barrio registradas ante el Gobierno, con la facultad de tratar directamente con éste para obtener la solución de los problemas de su comunidad.
La oposición considera que los Círculos en realidad son células policiacas, armadas y listas para utilizar la violencia contra cualquier adelanto democrático contra Chávez. Muchos han acusado a los Círculos de provocar el enfrentamiento armado durante el golpe de abril. La oposición se ha congregado en la Coordinadora Democrática, asociación amplia dirigida por líderes empresariales y de la sociedad civil, que cuenta con el apoyo de los sindicatos y las asociaciones empresariales más poderosas, así como el de algunas destacadas figuras militares disidentes. Algunos de los enfrentamientos más dramáticos entre los Círculos y la Coordinadora se verificaron a principios de noviembre fuera de las oficinas del alcalde de Caracas, Alfredo Peña, anterior seguidor de Chávez que hoy se ha convertido en uno de sus críticos más feroces. Las violentas escaramuzas hicieron al gobierno ordenar la toma militar de la policía metropolitana de Peña, a la que Chávez ha atribuido la responsabilidad de la reyerta de abril.
IV.
Esta práctica constante de la democracia callejera ha convertido a Venezuela en lo que sólo puede describirse como una hiperdemocracia, un Estado en el que las pasiones políticas gobiernan y ninguna de las partes parece capaz de proponer soluciones responsables. Venezuela atraviesa una terrible crisis política, pero no por falta sino por exceso de democracia. Venezuela vive un experimento político en el que se ha puesto en práctica una concepción mesiánica de la democracia a través del orden jurídico, y en el cual las clases populares, hoy convencidas de que la participación política se traduce en salvación, gobiernan directamente con y a través del presidente, evitando todas las demás instituciones salvo, tal vez, el ejército. Como lo puede afirmar cualquier taxista de Caracas, con Chávez gobierna el pueblo. Carl Schmitt habría aplaudido.
Así que ¿qué se puede hacer? ¿Cómo convencer a un pueblo que ha llegado a concebir la democracia como práctica redentora de que hay otras opciones políticas más moderadas y auténticamente democráticas? Desgraciadamente la oposición a Chávez no hace caso de esta sensatez liberal. En efecto, la gravedad de la crisis actual obedece en buena medida al irresponsable programa de la oposición, sintetizado en la consigna “renuncia o elecciones ya”. Desde octubre, la Coordinadora no ha logrado asumir una posición congruente: vacila entre sujetarse al orden jurídico, buscando una enmienda constitucional que abrevie la gestión de Chávez o la realización de un referendo sobre su gobierno, y proceder antidemocráticamente al exigir que renuncie y organizar la huelga general indefinida que ha paralizado el país. Es comprensible que la oposición esté desesperada, frustrada por la insistencia de Chávez en el diálogo a la vez que se empecina en que no es posible llevar a cabo otras elecciones, salvo el referendo revocatorio permitido por la Constitución en agosto. Esta frustración impulsa a muchos venezolanos hacia opciones no institucionales y no democráticas, siempre implícitas en la conversación y siempre presentes en la mente de la oposición, pero que en verdad no resolverán el problema. Chávez podría desaparecer, pero sus simpatizantes no se van a ningún lado. Y la línea actual de razonamiento de la oposición no logra encontrar una forma de incorporarlos en el sistema, que es la única posibilidad de paz para Venezuela. Los chavistas sólo ven dos posibilidades hoy en día: Chávez y su democracia redentora, o alguien como Pedro Carmona, que representa un retroceso a la época de la corrupción y la legitimación del privilegio.
La comunidad internacional parece haber comprendido que la única salida del estancamiento actual es recurrir al orden jurídico “bolivariano” actual como plataforma del cambio. El diálogo patrocinado por el PNUD, la OEA y el Centro Carter, dirigido por César Gaviria, ha impedido que la crisis actual se convierta en una guerra civil, pero no ha producido pacto alguno de consideración. Si bien el gobierno y la oposición inicialmente aceptaron negociar y tratar de definir una respuesta institucional aceptable, ninguno de los dos partidos se ha comprometido de verdad con este proceso. La oposición ha fijado objetivos inalcanzables y ha seguido coqueteando con opciones no democráticas para alcanzarlos. No sólo ha pedido la renuncia de Chávez y utilizado como palanca la huelga en curso, sino que ha radicalizado la situación todo lo posible, esperando dar lugar a un golpe de Estado o a la declaración del estado de excepción. Y Chávez se ha mantenido inflexible, desafiando a la oposición a proseguir su táctica y negándose a aceptar cualquier otra cosa que no sea el referendo sobre su gestión a mediados de su plazo presidencial, que en vista de las condiciones que establece es probable que lo favorezca.
Pero es imperativo que la comunidad internacional exija que el diálogo prosiga, y que ambas partes lo tomen más en serio. Cabe esperar que la creación del “Grupo de amigos”, en el que podrían participar México, Brasil, Perú, España y Estados Unidos, contribuya a apuntalar esta iniciativa. La razón es que la crisis de Venezuela podría augurar un panorama latinoamericano más amplio. Otros países de América Latina (y de otras regiones) comparten la exasperación venezolana con la política de partidos y las formas moderadas de democracia, de modo que sería imprudente abrirle campo a las fuerzas antidemocráticas e hiperdemocráticas. La guerra por la democracia es una guerra con muchos frentes.
También es esencial que los interesados en el futuro de la democracia en América Latina abandonen de una vez por todas la simplificación de la imagen a menudo reiterada de Chávez como hombre de izquierda, imagen que yerra por completo la novedad del fenómeno. Este análisis malinterpreta las consecuencias más amplias de la transformación política de Venezuela. Considerar a Chávez como reencarnación de la izquierda revolucionaria fallida disminuye la importancia del proyecto bolivariano de Chávez. Presenta, en cambio, una imagen caricaturesca y pasada de moda que los eruditos y los responsables de elaborar las políticas de todo el mundo pueden descalificar considerándola indignante o inocua, lo que no es cierto. Chávez no es un episodio de la historia de la revolución, sino un episodio de la historia de la democratización. Su idea de democracia protagónica ha sido aceptada porque constituye una respuesta a la falta absoluta de confianza de América Latina en el valor de la moderación política. Y esta frustración por la banalidad de la democracia cotidiana está convirtiéndose en un fenómeno político cada vez más común, en Venezuela y en todas partes. Por este motivo, es esencial recordar que el espíritu de la democratización no es el de la redención.
Asombradas por este nuevo problema político, las reacciones ante Chávez hasta ahora no han sido nostálgicas, como las de algunos conocidos intelectuales de izquierda de América Latina y Europa, ni furibundas, como las de los adversarios más reaccionarios de Chávez. Las victorias electorales recientes de Luis Inacio Lula da Silva en Brasil, y de otros izquierdistas marginales de la política como Lucio Gutiérrez en el Ecuador, no indican el ascenso de una nueva coalición antiliberal de izquierda en el hemisferio, sino que reflejan el desencanto más general de América Latina con el sistema político y los procedimientos políticos. El peligro es que estas sociedades puedan igualar trágicamente su frustración con la política de partidos con un rechazo de la democracia, y dejarse seducir por la hiperdemocracia. Pero ésta no significa más democracia, sino todo lo contrario: la hiperdemocracia en realidad es una enfermedad de la democracia. Las consecuencias de este exceso populista son patentes en Venezuela hoy en día, y son verdaderamente alarmantes. ~