Fotografía: Luis Spota

Cien años Efraín Huerta, padre y poeta mayor

¿Qué hace el poeta joven con los poetas mayores?”, se pregunta David Huerta (1949) con Harold Bloom y, en su caso, se pregunta otra vez: “¿Qué hace el poeta joven con el poeta mayor que es además su padre biológico?” El problema no es fácil para nadie y cada familia –hay familias de poetas como familias de músicos, me decía alguna vez otro poeta hijo de poeta– lo resuelve a su manera. Tampoco fue fácil para mí conversar con David, uno de mis amigos más cercanos desde hace 32 años, sobre su padre, Efraín Huerta (1914-1982), cuyo centenario se celebra en este bienaventurado año de 2014, con el de sus amigos Revueltas y Paz. Uno, José, su hermano comunista. El otro, Octavio, el amigo de toda la vida: las diferencias políticas no lograron separarlos pues los unía una fraternidad superior, la de la poesía. Fue, además, testigo de boda de Efraín: “Octavio Paz Lozano, empleado público, 27 años”, consta en el acta.Así, David lee Los hombres del alba (en su opinión y en la de los especialistas, el libro más pleno de Efraín), repasa las mitologías del poeta urbano y del inventor de los antipoéticos poemínimos, pero también las del bardo patrio y erótico y “lépero”. David recuerda al padre divorciado que visitaba a su primera familia y cómo por allí se aparecían, imperativos, los David Alfaro Siqueiros y, “renegados”, los fantasmas de Victor Serge. O rememora reconciliaciones con flores sobre la tumba de Xavier Villaurrutia, tras batallas acres y ruidosas, como las de Efraín con los Contemporáneos y, después, las imaginadas por Roberto Bolaño, de “los detectives salvajes” –apadrinados por Huerta– contra Paz. Hace mucho tiempo, desde que David publicó Incurable en 1987, algunos creemos que acaso el hijo, por su propio camino, acabó por ser un poeta más grande que el padre. Lo cual complica todo, con Wordsworth y con Revueltas, el hijo es el padre del hombre, el hijo del hombre es el padre del poeta... Con ustedes, David Huerta Bravo, entrevistado a principios de este año, en la Casa del Poeta “Ramón López Velarde”, que alberga muchos de los libros que fueron de Efraín Huerta.
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¿Qué significan para ti los cien años de Efraín Huerta?

Es una impresión muy grande pensar en la edad que él tenía cuando yo nací: 35 años. Mi padre fue un padre tardío, es decir un hombre que ya había caminado un trecho considerable de su vida, y que en términos poéticos estaba en un punto de madurez extraordinario. Si recordamos bien, en 1944, cuando tenía treinta, publicó su libro central, Los hombres del alba, un volumen que es al mismo tiempo de juventud y de madurez. Se trataba, quiero decir, de un hombre en su plenitud que ya había publicado su libro más importante cuando fue padre. Y ahora han pasado setenta años desde la publicación de Los hombres del alba, un aniversario que también tenemos que celebrar. Mi padre no fue solo un testigo sino uno de los protagonistas del siglo XX mexicano y creo que su centenario –al igual que en los casos de Octavio Paz y José Revueltas– nos presenta una oportunidad única para realizar un balance de su legado.

¿En qué momento te diste cuenta que tu papá era un poeta? No se trata siempre de un descubrimiento inmediato.

El ambiente en la casa estaba lleno de discursos, de conversaciones, a veces de discusiones, algunas muy agrias. Y esto era más que evidente por el barrio en el que vivíamos. Yo lo llamo un “gueto gremial”, porque ahí habían construido sus casas varios periodistas, escritores y editores. En esa nebulosa de oficios era un poco difícil distinguir a mi padre de vecinos tan parecidos a él. Al principio, yo no sabía en qué consistía esa semejanza y no podía por lo tanto discernir la diferencia. Debo decir que en la casa naturalmente se leía, nadie obligaba a nadie a leer, y se hablaba de libros y de lo que aparecía en el periódico. Creo que descubrí la condición de poeta de mi padre cuando descubrí a otros poetas que estaban de alguna forma cerca del ámbito familiar por razones no solo literarias sino políticas. Darme cuenta de sus inclinaciones artísticas me llevó al descubrimiento de su condición de poeta, porque mi padre era amigo de pintores como David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera. Recuerdo que cuando Siqueiros estuvo en la casa, yo era muy niño, y produjo en mí una profunda antipatía porque preguntó si mi nombre se debía a él. Mi padre lo negó categóricamente y le explicó que me había puesto ese nombre por las resonancias bíblicas. En mi familia hay muchos nombres judíos del Antiguo Testamento –Efraín, David, Raquel, Sara–; parece un pequeño seminario sobre estudios bíblicos.

¿Qué edad tenías cuando descubriste al poeta Huerta?

Es un poco difícil saberlo. Supe que mi padre era poeta cuando descubrí la poesía, porque allí estaban los libros de Efraín junto con los de Carlos Pellicer, Salvador Díaz Mirón, Octavio Paz, que él me daba a leer. Siempre he dicho que nunca he leído tanta poesía como entre los diez y los quince años. Fue en esos años cuando descubrí la condición de poeta de mi padre.

¿Cómo era la relación con tu padre esos primeros años?

Debo decir que cuando yo nací la familia vivía en la calle de José María Iglesias, cerca del Monumento a la Revolución. Nos mudamos a la Segunda Colonia del Periodista cuando yo era muy niño y muy poco tiempo después mis padres se separaron. Dada la situación, mi padre estaba y no estaba; es decir, no vivía con nosotros pero visitaba regularmente la casa. A pesar del divorcio no fue un padre distante. Se ocupaba de nuestra educación, de nuestros problemas y de las necesidades que teníamos. Mi madre, Mireya Bravo, era una mujer extraordinaria y nunca nos habló mal de mi padre, pero era inevitable cierta tensión entre ellos. Además prácticamente todos los vecinos eran amigos de mi papá o conocidos y me decían con frecuencia: “¿Cómo está tu papá? ¿Lo has visto? Mándale saludos.” De modo que Efraín era también un vecino de la colonia Periodistas a pesar de que no vivía ahí.

¿Hubo en tu caso la proverbial crisis adolescente de enfrentamiento a la figura paterna?

Sí hubo una crisis y yo pasé malos ratos en mi adolescencia, sobre todo en el momento de descubrir mi vocación. Me refiero al hecho de que uno quiere empezar a hacer lo que admira en los demás. Y en este caso uno se da cuenta de que va a tener que competir con el padre porque va a ser inevitable la comparación. Mi padre fue muy discreto con mi educación poética, que más bien delegó en amigos en los que confiaba como Carlos Illescas, Juan Bañuelos y algunas otras personas. Ese elemento del que hablan algunos críticos como Harold Bloom –“¿Qué hace el poeta joven con los poetas mayores?”– en mi caso fue: “¿Qué hace el poeta joven con el poeta mayor que es además su padre biológico?” Es un problema que se va resolviendo poco a poco. Yo estoy tranquilo con la figura de mi padre porque sé que –como dice Eliot en un pasaje famoso– es uno de esos hombres que uno no puede aspirar a emular. Eso me da una enorme tranquilidad porque, contra lo que podría pensarse, no me lleva a renunciar a escribir sino a tratar de escribir lo que yo puedo.

¿Cómo juzgarías la relación entre tu padre y la política, la relación entre tu propia poesía y la suya, cuando tú ya empezaste a publicar?, ¿cuál era su actitud?

Su actitud era de cierta prudencia: no quería dirigir lo que yo escribía. Podía confundirse con una cierta distancia e incluso con un cierto desinterés, pero muy pronto me demostró que no era así. Nuestra relación fue muy cordial, incluso me refiero a él con naturalidad por su nombre de pila. Aunque a veces digo “mi padre”, lo más natural es referirme a él como Efraín. Curiosamente Efraín, en sus últimos años, me llamaba “viejo”. Era una forma cordial de tratarme. Sobre lo que preguntas, creo que juzgar su vida, su política y su poesía con una mirada retrospectiva puede ser un poco cruel y poco indulgente. Cometió errores brutales en términos filosóficos, ideológicos y políticos pero no era una mala persona. Tengo la impresión de que los estalinistas que traté en mi infancia y en mi adolescencia eran personas brillantes que habían caído en un error abismal y algunos de ellos tuvieron tiempo de corregirlos. Quiero creer que mi padre murió después de corregir internamente esas actitudes. En mi caso, haber crecido entre comunistas, no todos ellos estalinistas, provocó en mi interior una larga “purga” para desestalinizarme. Uno de los capítulos de ese proceso fue mi traducción de El caso Tuláyev, la novela de Victor Serge, un militante que se encontraba en el extremo opuesto al de la izquierda de mi padre y de sus camaradas. Se trataba de un disidente de la izquierda oficial que murió solitario y abandonado.

¿Qué pensaba de Serge la gente cercana a ti?

Lo que se decía de Victor Serge en los círculos familiares, amistosos, políticos y literarios de mi ámbito familiar no era muy agradable. Se referían a él con una palabra que en aquellos tiempos equivalía a traidor: “renegado”. Era una palabra infamante, como decir “descastado”. En esa circunstancia, haber traducido un libro de Victor Serge era, al menos en mi fuero interno, un acto de rebeldía. Al paso de los años y conforme he seguido la obra de Serge, he descubierto que esa izquierda disidente del oficialismo soviético también tenía sus bemoles: eran machistas y a veces muy impacientes con la poesía.

Cuando aparentemente la KGB envenena al hijo de Trotski en París, Serge estaba en la ciudad y ve llegar a dos grupos de trotskistas franceses que estaban peleados a muerte. Y lo indigna ver que ambos grupos siguen sin mirarse y sin dirigirse la palabra durante el sepelio. Al final, cuando ve que cada grupo canta “La Internacional” por su lado, no lo soporta y decide alejarse de la IV Internacional.

Si yo vuelvo la mirada a la obra de mi padre –por ejemplo a Los hombres del alba– me doy cuenta de los inmensos conflictos que significó escribir y publicar ese libro. Está escrito en contra de las directivas del partido y, al mismo tiempo, es totalmente ajeno al comunismo internacional. En el libro hay, por supuesto, zonas explícitas de comunismo –las huelgas victoriosas, los obreros, etc.– pero no se trata de un libro de poesía civil o de protesta. Los “hombres del alba”, a los que alude el título, no son los proletarios que van a hacer la revolución, sino aquellos que en el lenguaje del marxismo son llamados “el lumpenproletariado”. Son asesinos, violadores, hombres que viven en la noche, los marginados dentro de los marginados. Es un libro que es posible relacionar con una buena parte de la obra literaria de José Revueltas. Quizá suena exagerado decirlo de este modo, pero los “hombres del alba” son los protagonistas de las novelas de Revueltas.

¿Qué recuerdos tienes de la amistad entre Revueltas y tu padre?

José Revueltas y Efraín Huerta se conocieron a principios de los años treinta. Como sabemos, Revueltas había estado preso en las Islas Marías debido a sus actividades políticas y eso provocó que se le considerara una figura levemente heroica. Tanto Revueltas como Efraín eran provincianos; se conocieron en la ciudad de México, se identificaron en la militancia y eso dio origen a una relación muy intensa. Hay algo que no se tiene muy presente y es el hecho de que Revueltas escribió también poemas. Uno de los primeros que aparecen en El propósito ciego, el libro que editó José Manuel Mateo, está dedicado a Efraín Huerta. Se llama “Nocturno de la noche”. Este poema muestra los alcances de su amistad. Hay dos momentos, uno literario y otro personal, que a mí me gustaría destacar para ilustrar un poco la intensidad de esa relación: Efraín Huerta le dedicó a Revueltas un poema sobre Angela Davis con estas palabras: “para mi hermano José Revueltas, que está en Lecumberri”. Y luego, algunos años más adelante le dedicó un poema que se llama “Revueltas, sus mitologías”. Es ahí donde dice de nuevo en términos fraternales: “mi hermano José Revueltas, que todo lo ve con sus ojos de diamante”, una imagen extraordinaria. El otro momento fue durante el entierro de Revueltas en 1976, cuando Víctor Bravo Ahuja, entonces secretario de Educación Pública, pronunció un discurso que impacientó a los antiguos camaradas y a los viejos amigos de prisión de José Revueltas. Martín Dozal lo interrumpió y le dijo: “Ya no queremos oírlo, señor. Usted representa al gobierno que encarceló y persiguió a José Revueltas.” Mi papá estaba profundamente emocionado y enojado. Me acuerdo que daba patadas en el suelo, en un gesto de impaciencia (como no podía hablar, debido a una operación de la garganta, todos sus gestos eran corporales). Efraín se identificaba con Martín Dozal, pero también tenía cierta consideración por la persona que acompañaba al secretario de Educación, que era Rosaura Revueltas, la hermana de José. El turbulento José Revueltas tuvo también un entierro turbulento y esa misma turbulencia afectó a su hermano Efraín Huerta. A la distancia, aún no acabo de entender lo que mi papá sentía, pero debe haber sentido muchas cosas al mismo tiempo. Solo hubo una manera de detener el discurso del secretario de Educación y fue comenzar a cantar “La Internacional”.

Con referencia a otro de los autores cuyo centenario conmemoramos este año, ¿cómo fue la relación de Efraín Huerta y Octavio Paz?

Hay que tomar en cuenta que Octavio Paz vivió muchísimos años fuera de México. La intensidad de esa amistad quedó un poco atenuada por la distancia física. Sin embargo, se trató de una relación muy fuerte, sobre todo porque se dio en el ámbito de la Preparatoria nacional, que no es el mismo entorno en el que se desarrolló la hermandad con Revueltas. La amistad que trabaron mi padre y Octavio se consolidó muy pronto, en los años treinta. Algunos años más adelante –cumplido ya el ciclo de Taller y antes de irse de México–, Octavio firmó como testigo en la boda de mis padres. “Octavio Paz Lozano, empleado público, 27 años”, dice el documento. Es un dato simpático y muy conmovedor, porque mi papá siempre lo quiso mucho. Aunque tenían prácticamente la misma edad, mi padre y los otros integrantes de Taller siempre reconocieron la dirección intelectual de Octavio Paz en las empresas editoriales y literarias. Ya en la madurez, cuando ambos eran poetas reconocidos, se empezó a insinuar que eran enemigos poéticos puesto que tenían distintas actitudes políticas. Esto es absurdo, su poesía se parece muchísimo. Las diferencias poéticas existen porque son obras originales, pero el origen común (la herencia inmediata de las vanguardias en los años treinta, la atención a la poesía de Juan Ramón Jiménez y de Pablo Neruda) es muy fácil de documentar. Las diferencias políticas están a la vista: Octavio Paz rompió muy pronto con el estalinismo y sin embargo el mismo Paz aclaró, en su recuerdo de Huerta, que la política los había separado pero que la poesía siempre los mantuvo unidos. Es una de las expresiones más hermosas que he leído sobre esta relación. Y la prueba es que en una lectura pública que hicieron varios poetas en el Palacio de Minería, un grupo de muchachos antipacianos, los ahora famosos infrarrealistas, quisieron interrumpir la lectura de Octavio Paz y quien se levantó a callarlos fue Efraín Huerta.

Efraín había sido operado de la garganta y no podía hablar. El signo para callar a los infrarrealistas fue abrazar a Octavio.

Octavio Paz pudo leer sus poemas porque, por decirlo de algún modo, Efraín estaba protegido de los infrarrealistas. Efraín Huerta, a su vez, “protegió” a Paz de esos muchachos, haciéndolos callar con gestos muy enérgicos; luego, Paz y mi padre se dieron un abrazo. Ignoro si los infrarrealistas entendieron lo que estaba pasando ahí, ojalá lo hayan entendido porque estaban frente a dos amigos, frente a dos camaradas poéticos; lo que no borra las diferencias políticas, por supuesto. Este mito del distanciamiento entre Efraín y Octavio fue reforzado por la aparición de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, donde hay claras insinuaciones de que había una enemistad poética entre ellos, fruto de las diferencias políticas. No sé si Bolaño documentó sus ocurrencias novelísticas y, aunque a mí me gusta mucho la novela, debo aclarar que esto que insinúa no es verdad.

Respecto al trato que Efraín tenía con otros escritores, ¿no es un poco gracioso que las bibliotecas de Huerta y Novo estén juntas en la Casa del Poeta “Ramón López Velarde”?

Me parece que es justicia poética. Quizá los lectores no lo sepan, pero en los años treinta el campo cultural mexicano estaba tajantemente dividido entre “rojos” y “azules”, digámoslo así. Los “rojos” eran los artistas que tenían una relación intensa con el pueblo y los “azules”, aquellos que se habían desentendido del sufrimiento de las masas. Es una división maniquea que albergó polémicas muy agrias y muy violentas. Efraín Huerta participó en esta guerra atacando a los Contemporáneos, porque representaban esa exquisitez, esa distancia con el pueblo, aunque luego reconoció que los admiraba, en especial a Novo y a Villaurrutia. El hecho es que después de esta enemistad, Huerta tuvo el valor de acercarse a los Contemporáneos y hacer las paces con ellos. Aunque en su momento había atacado a Villaurrutia, muerto ya el poeta, mi padre le llevaba flores al cementerio. Y en el caso de Novo, este le mandaba a mi padre los sonetos que le escribía todos los fines de año. Eran amigos, yo estuve con ellos alguna vez y hablaban con mucha cordialidad. De modo que después de las trifulcas espantosas de los años treinta, que estas dos bibliotecas estén juntas es justicia poética.

Volviendo a los libros, me gustaría que hablaras un poco de ese Efraín de los años sesenta que se vuelve de alguna manera el poeta de la ciudad de México. ¿Cómo se gestó esa poética?

Yo creo que Efraín desconocía la ciudad conforme esta crecía. Ya no era la ciudad de 1944, la ciudad de Los hombres del alba, y, a la vez, era la misma. Para él fue un acontecimiento tremendo la construcción del metro, que entendió como la irrupción de lo que ahora llamamos modernidad. En 1968 aparece la primera gran compilación poética de mi padre: Poesía 1935-1968. Ese mismo año, como sabemos, ocurre el movimiento estudiantil. Poesía 1935-1968 se vuelve un libro emblemático porque representa una línea divisoria entre el Huerta juvenil y el Huerta maduro. En este momento Huerta adquiere una cierta popularidad como poeta de la ciudad, como un poeta que utiliza –según apuntó Octavio Paz– un “lenguaje fuerte”. Para ejemplificar este lenguaje fuerte, podemos recordar una frase que Efraín usa para referirse a una ladrona en un autobús público: “La del piernón bruto me rebasó por la derecha”; esto no tiene nada que ver con la poesía de Juan Ramón Jiménez y es, sin embargo, uno de los rasgos de la poesía de madurez de Huerta. En los tiempos de la preparatoria nacional le decían “El flaco neuras”, lo que significaba que no era un hombre de sonrisa fácil ni mucho menos de carcajada. En cambio el Efraín Huerta maduro es un hombre muy dicharachero, alburero, que cultiva con cierta malicia la poesía callejera y lo hace con mucho acierto. Es importante señalar que Efraín Huerta nunca dejó de escribir poemas de registro grave, incluso trágico. A su primer registro, se agrega una poesía desenfadada, descarada, antisolemne, pero el registro serio no se extingue.

¿Cuál sería la génesis de Amor, patria mía, uno de los pocos grandes poemas mexicanos (junto con algunos de Pellicer) en ese terreno tan difícil de la poesía cívica?

Yo pienso que hay una decisión de fundir la experiencia erótica y la experiencia ante la sociedad, y en este caso ante la historia del país. No es un poema rojo, es un poema civil que quiere contar o recontar la historia patria. Es una conversación de sobrecama acerca de la historia nacional que el poeta le da a su amante, y empieza con un guiño literario cervantino, que no puede ser más claro ni más antisolemne: “En un lugar de tu vientre / de cuyo nombre no quiero acordarme, / deposité la seca perla de la demencia.” Esto tiene que ver con la intimidad erótica de una pareja según suele tratarla la poesía. Pero lo que sigue es sorprendente: el amante le empieza a contar la historia nacional y resulta especialmente conmovido con las vidas de Hidalgo y de Morelos. Efraín decidió no utilizar comillas ni letra cursiva para las citas que hacía de documentos históricos, con la intención de hacerlas parte del poema. “No se extrañe el lector –advierte en el prólogo– que va a descubrir el lenguaje arcaico del siglo XIX en un poema moderno. Es que he tomado pasajes del acta de excomunión de Hidalgo, de las crónicas de su fusilamiento, y las he integrado a mi poema como si fueran versos míos”; más o menos eso dice. Amor, patria mía es un poema que todavía necesita ser examinado con cierto detenimiento. Al final hay unas líneas que a mí me sobrecogen. Efraín Huerta termina el poema describiendo el país en estos términos: “…la temerosa y vibrante / llanura de sombras que es / nuestra patria.” Algo que por desgracia tiene plena vigencia en nuestros días.

¿Qué piensas de los poemínimos?

Me gustaría mencionar que su origen no es nada festivo ni jocoso. Efraín Huerta tuvo en los años setenta una crisis de salud muy grave: debido a un cáncer, le extrajeron la laringe y por lo tanto perdió la voz. El gran conversador, el gran hacedor de chistes, de ocurrencias, perdió la voz, fue una verdadera tragedia. Durante el tiempo que estuvo hospitalizado, él se comunicaba por escrito con nosotros; como ya no nos podía pedir de viva voz lo que necesitaba, lo escribía, y a veces los chistes que hacía verbalmente los hacía por escrito. Ese es el origen de los poemínimos. La gran cantidad de poemínimos que conocemos se escribieron a raíz de esas hospitalizaciones y de la pérdida de la voz que sufrió Efraín Huerta.

Hay grandes teorías sobre los poemínimos. No sé si encuentres, por ejemplo, alguna relación con la antipoesía.

Pertenecen a esa misma intencionalidad poética, epigramática, con raíces en la Antigüedad clásica y es también poesía breve, memorable. Tienen una relación también con el albur. José Emilio Pacheco los describía de este modo: “Es como ver trabajar a las tejedoras de Oaxaca: no porque parezca muy fácil le sale a uno un bordado como el que ellas hacen.” Es verdad. Hay muy pocos poemínimos buenos, auténticos, que no sean de Efraín Huerta. Son una expresión popularista y muy atinada de la poesía hecha por un poeta culto con estas intenciones epigramáticas y memorables. Han salido del ámbito literario y eso a veces representa una gloria paradójica, porque se recuerdan los poemas pero se olvida el nombre del autor. Eso ha ocurrido con los poemínimos: se han vuelto parte del habla popular, de la memoria verbal de la gente. Y no solo en las conversaciones: hay una película de Alfonso Cuarón (Solo con tu pareja), donde cada sección es presentada a través de un poemínimo. Destino curioso el de una forma literaria que alcanza zonas fuera de los libros.

Supe que como parte de los festejos y conmemoraciones del centenario del nacimiento de Efraín Huerta se va a publicar una antología general. ¿Esta recopilación incluye algo de su prosa?

Originalmente iba a ser una antología general de su prosa y de su poesía, pero los editores del Fondo de Cultura Económica decidieron que lo mejor era concentrarse en la prosa; la antología la ha hecho Carlos Ulises Mata, notable ensayista. Además de esta antología de la prosa de Efraín Huerta, se hará una reedición de su poesía completa en la más o menos nueva colección Poesía. Se va a publicar también una iconografía preparada por Emiliano Delgadillo y se reeditará la antología que hace algunos años elaboró Carlos Montemayor.

¿Qué se va a recuperar de la prosa de Efraín?

Hay mucho periodismo político (un buen ejemplo es Aurora roja, la edición realizada por Guillermo Sheridan). La Universidad de Guanajuato publicó también una compilación muy extensa de la crítica cinematográfica de Huerta. Pequeños ensayos de tema literario, artículos de costumbres, intentos de prosa narrativa publicados en la revista Taller, semblanzas, comentarios de muy diversos tipos y conferencias. Parte de este material es lo que contendrá la antología.

Finalmente, ¿cómo fue la relación con Efraín en sus últimos años, cuando tú ya escribías una poesía muy distinta de la suya?

A Efraín le gustaron mucho algunos libros míos y sobre todo uno que se llama Versión. Hay una historia un poco incómoda de contar con ese libro: siendo jurado de un concurso, Efraín me quiso dar un premio por Versión, y yo por fortuna me enteré antes de que eso sucediera. Lo fui a ver a su casa y le dije: “No puedes hacer eso, nos vamos a crear cientos de enemigos.” No lo pude convencer y recurrí a los buenos oficios de mi hermana Eugenia, que es muy severa y que lo hizo desistir de su intención. Recuerdo una parte de mi conversación con Efraín mientras intentaba disuadirlo: “¿Cómo supiste que el libro era mío si estaba firmado con pseudónimo?”, le pregunté, y él me respondió: “Pues de todos los poetas concursantes solo tú usas la palabra ‘intersticios’.” Había cierta malignidad en esa broma poético-familiar. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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