De las culturas a la civilización

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"What is the matter with the day?" said Wimsey. "Is the world coming to an end?"
"No", said Parker, "it is the eclipse".
Dorothy L. Sayers, Unnatural Death
Antes de intentar hablar de las singularidades de nuestro presente o de los cambios que podría traer el futuro, mencionemos al menos una constante del pasado que sigue perviviendo hoy y que sin duda durará tanto como nosotros mismos: la de que nada impresiona tanto a los humanos como sus propias convenciones.
El hombre primitivo prefería enfrentarse a cualquier fiera antes que profanar la tierra sagrada donde enterraba a sus muertos; en el Japón clásico, cometer una torpeza involuntaria en el protocolo de una recepción podía desembocar en suicidio (no nos riamos, porque la guerra de Troya fue motivada por algo tan "convencional" como un adulterio); una falta de ortografía o una equivocación trivial en los tiempos verbales basta hoy para descalificar socialmente a cualquiera; en la época de Franco, la censura prohibía con fervor que una mujer blanca mostrase públicamente sus senos aunque admitía que en documentales más o menos folclóricos apareciesen mujeres negras desnudas de cintura para arriba (si no me equivoco, Juan Pablo II también expulsa de la Basílica de San Pedro a las mujeres demasiado escotadas pero bendice a las que con muy sucinta indumentaria le dan la bienvenida en sus visitas pastorales a África… para luego, eso sí, recomendarles no utilizar la píldora anti-baby). Hay gente capaz de envenenar a su vecino pero que temblaría ante la posibilidad de eructar ruidosamente en un concierto de Mozart. Por no hablar de la convención fundamental de la modernidad, el dinero: individuos que poseen más de lo que podrían gastar en diez vidas se consideran felices si aumentan su capital y se ponen tristes si lo ven disminuir por poco que sea…
     Las convenciones cronológicas despiertan especial inquietud. Incluso las personas con menos prejuicios hacen interiormente propósitos constructivos cada Año Nuevo o se sienten notablemente más ancianos el día que cumplen cincuenta años que la víspera. ¡Y ahora nos acercamos a un nuevo milenio! El año mil estuvo marcado por múltiples espantos prospectivos (la tesis doctoral de Ortega y Gasset versó precisamente sobre Los terrores del año mil) y el 2000, aunque en tono menos apocalíptico, también va a llegar rodeado de profecías, sobresaltos, augurios de bienaventuranza o negros indicios decadentistas. Desde luego parece que en esta ocasión hay más de espectáculo comercial (¡vender nuevo milenio es buen negocio!) que de teología en el asunto. Incluso hay más tecnología que otra cosa, lo cual no tiene nada de extraño puesto que la tecnología es hoy la heredera más directa de los fervores teológicos del ayer: el nuevo jinete del Apocalipsis es la alteración de los ordenadores por un cambio de dígitos para el que sus programadores no les habían preparado… Pero sea como sea la convención sigue imponiéndose y tres ceros en el calendario nos parecen un augurio más significativo o más inquietante, en cualquier caso más digno de atención, que el hecho ya sabido de que 1,300 millones de seres humanos intentan vivir hoy mismo con un ingreso inferior a un dólar diario. ¡Por lo visto no hay realidad capaz de emocionarnos tanto como las ilusiones normativas establecidas por nosotros mismos… tal como el niño que juega a disfrazarse de vampiro se asusta al verse casualmente en el espejo!
     Por tanto reverenciemos otra vez la convención y sintámonos convencionalmente preocupados ante el cambio de milenio. La primera reflexión (y sin duda la más trivial) es que la convención misma no parece estar demasiado clara. ¿Debemos sentir la especial conmoción milenarista el uno de enero del año 2000 o un año más tarde, al comenzar el año 2001? En un largo milenio la verdad es que 365 días no cuentan demasiado, pero en la vida de un ser humano no son magnitud desdeñable. Y no quisiera yo preocuparme con excesiva antelación o con tanto retraso… Como otras disputas meramente convencionales, la que enfrenta a los milenaristas del 2000 con los milenaristas del 2001 es a la vez apasionada e insoluble, según ha demostrado con erudición y humor Stephen Jay Gould en un libro (Millenium) dedicado al caso.
     Los partidarios del 2001 cuentan con los argumentos más doctos y con los abogados más insignes, de Rafael Sánchez Ferlosio a Arthur C. Clarke. Resulta por lo demás evidente que si uno tiene mil pesetas (mejor dicho: mil euros) no se quedará del todo sin dinero cuando se haya gastado 999, sino cuando logre invertir las mil unidades monetarias. Y comenzará a derrochar su segundo millar al gastarse la peseta (¡o el euro!) 1,001, la cifra predilecta de Sherezade. Pero no es tan fácil zanjar el asunto, porque en cambio los años de nuestra vida los vivimos a partir de cero, no a partir de uno. Nos sentimos abrumados por los cuarenta o los cincuenta el día que los cumplimos, no cuando ya han transcurrido y cumplimos 41 o 51. En las biografías, es el cero el que marca la entrada en una nueva época. Y resulta que la convención de los siglos o los milenios tiene más que ver en nuestra imaginación con lo biográfico que con cualquier otro respetable aspecto de nuestro sistema de pesas y medidas. De modo que apuesto por la victoria final en el imaginario colectivo de los tres ceros del 2000. Creo que los partidarios del 2001 son mejores matemáticos pero peores psicólogos…
     Sigamos adelante. Ortega y otros muchos hablaron de los terrores del año mil. Ahora por todas partes oímos discutir sobre los temores o al menos las preocupaciones del año 2000. Un poco más adelante ofreceremos un somero catálogo de tales disturbios poco o mucho conjeturales. Antes, otra cuestión previa: ¿por qué se trata ante todo de sobresaltos, amenazas y negros presagios? ¿Por qué no oímos prioritariamente celebrar las conquistas y los logros de nuestro milenio? Es innegable que algunos beatos conmemoran llegado el caso con ingenuo entusiasmo la invención de la imprenta, la abolición de la esclavitud, la Declaración de Derechos Humanos, los viajes espaciales o Internet. Pero son escuchados por la mayoría con conmiseración, impaciencia y —si insisten demasiado— con franca irritación. ¿Cómo se atreven? ¿Es que acaso no ven los males atroces del mundo en que vivimos ni son capaces de vislumbrar los escalofriantes síntomas del empeoramiento que nos acecha?
     Desde luego nadie mínimamente sensato y por tanto sensible al dolor y la injusticia puede estar realmente satisfecho del mundo en que le ha tocado vivir. Pero esta constatación es igualmente válida para cualquier siglo y cualquier época. La nuestra es indudablemente mala pero no por cierto peor que otras, aunque lógicamente nosotros estemos mucho más familiarizados con sus deficiencias y espantos que con los del pasado. Habrá quien arguya, no sin buenas razones, que quizás antaño se confiaba más en una justicia divina capaz de compensar en otra vida las miserias de ésta, al menos a quienes lo mereciesen: una fe tan consoladora como hoy universalmente debilitada. Y sin embargo también en el cristianísimo año mil prevalecieron aparentemente los terrores sobre las esperanzas… Otros señalan, no menos fundadamente, que es la noción misma de progreso —esa versión laica de la Providencia— la que ha entrado definitivamente en quiebra tras un efímero reinado que se extendió desde finales del siglo xviii hasta la primera gran guerra mundial. Y sin embargo, según han documentado historiadores como Jean-Pierre Rioux y otros, tampoco el último cambio de siglo ni el anterior dejaron de estar presididos por notables voces de alarma. Por cierto que los vigías que alertaban sobre los nubarrones venideros a finales del XIX previnieron contra horrores tan veniales como la moda de incinerar los cadáveres o contra ideólogos tan escasamente atroces como los neokantianos (Rioux dixit), pero no vislumbraron la amenaza del nacionalismo o del racismo, que habían de traer dos guerras mundiales y el exterminio de millones de inocentes. Apliquémonos la lección, ahora que intentamos profetizar las peores sombras que nos aguardan a la vuelta del 2000.
     ¿Por qué somos más sensibles a los males que suponemos próximos que a los bienes de los que ya disfrutamos? No forzosamente porque éstos sean más escasos o menos relevantes que aquéllos. Más bien se diría que es la propia condición activa del ser humano la que le obliga a concebir siempre la realidad existente como un fiasco que debe ser corregido y no como un milagro que debe ser exaltado. Lo que está bien nos hace pararnos (por ejemplo, Alain señaló que "la belleza no es lo que nos gusta ni nos disgusta sino lo que nos detiene") mientras que lo malo nos acicatea, nos estimula, nos convoca, nos mantiene en marcha. Las imágenes recordadas de la Divina Comedia son las correspondientes al infierno y al purgatorio, punzantemente perturbadoras porque se trata de sufrimientos contra los que la iniciativa humana nada puede emprender. Nadie llama "dantescas" a las imágenes de contento y beatitud, de modo que el paseo del poeta toscano por el paraíso ha dejado sin duda menos huella. Quizá la mejor explicación del fenómeno la ofrece una de las voces menos conformistas de nuestra época, la del muy heterodoxo psicoanalista y pensador Thomas Szasz:

En la eterna lucha entre el bien y el mal, el bien tiene una irreductible desventaja: no tiene futuro, mientras que el mal sí. Como los humanos estamos fundamentalmente orientados hacia el futuro, tenemos un insaciable incentivo para ser orientados por el mal en todas sus formas, esto es por la culpa y el arrepentimiento, la pobreza y la estupidez, el crimen, el pecado y la locura. Cada uno de estos daños es susceptible, al menos en principio, de ser remediado o corregido de una forma u otra. Pero ¿qué puede hacer una persona con lo que está bien salvo admirarlo? El bien frustra así precisamente esa ambición terapéutica en el alma humana que el mal satisface tan perfectamente. Por tanto lo que Voltaire debería haber dicho es que si no hubiese diablo, habría que inventarlo.
Al mirar hacia el futuro, es por tanto casi inevitable que sea la denuncia o premonición de los males lo que prevalezca sobre la celebración de los bienes. ¿Cuáles son los que hoy —cara al mañana— más nos preocupan? Por lo general las sombras siniestras que se alargan desde el presente hacia el inmediato porvenir suelen darse por parejas opuestamente amenazadoras. La mayoría de los que tocan a rebato contra uno de los perjuicios previsibles permanecen tenazmente ciegos ante el otro, denunciado con no menor brío por quienes en cambio no reputan como temible el fantasma anterior. De modo que la mayoría de nuestras Casandras son hemipléjicas. Salvemos al no tan reducido número de quienes —olvidadizos, inconsecuentes o partidarios de los dilemas agónicos— tanto nos previenen hoy contra uno de los extremos malignos como mañana alertan no menos urgentemente ante la inminencia de su contrario. Por decirlo del modo menos comprometido frente a los denunciantes y más comprometedor frente a lo denunciado, puede que todos tengan su parte de razón…
     La amenaza número uno incluye dos espectros antagónicos: por un lado la homogeneización universal como consecuencia de la llamada mundialización y, por otro, la creciente heterofobia que convierte cada diferencia humana en pretexto de hostilidad o exclusión. Por culpa de la primera, el mundo se va uniformizando y por tanto empobreciendo, desaparecen las diferencias que constituyen la sal cultural de la vida, por mucho que viajemos siempre encontramos los mismos programas de televisión y los mismos anuncios de refrescos, nos dirigimos a marchas forzadas hacia un hamburguesamiento cósmico, etc. Por culpa de la segunda, aumentan los desmanes del racismo, la xenofobia, el nacionalismo y la intolerancia religiosa. Crece la hostilidad al mestizaje, principio fecundo de las edades de oro culturales y de toda innovación (hasta de nuestra vida misma: la reproducción sexual —a diferencia de las mitosis clónicas de organismos inferiores— impone un mestizaje genético obligado). Se mitologiza hagiográficamente lo originario, lo puro, las raíces; la autodeterminación se convierte en un pretexto para que una parte de la población determine "quién" debe vivir y "cómo" debe vivirse en un territorio determinado; se decretan identidades culturales y se las acoraza frente a las demás, etcétera.
     La segunda pareja antitética de espantos pudieran formarla, por un lado, la proliferación ciegamente destructiva del terrorismo y por otro el establecimiento agobiante de un orden mundial con su capital en EE.UU. y el pensamiento único neoliberal como dogma ideológico. En el primero de los casos, gracias a la sofisticación y manejabilidad cada vez mayores de las armas de destrucción masiva, las sociedades democráticas se encontrarán a merced de fanáticos que practican no sólo una violencia instrumental —destinada a conseguir lo que quieren— sino ante todo expresiva —cuyo fin es afirmar trágicamente lo que son—, los cuales, a fin de cuentas, terminarán por lograr literalmente imponer lo que quieran ser… o por no dejar títere con cabeza. Esta es la perspectiva de perpetua guerra civil de la que nos previno Hans Magnus Enzensberger o el mundo que se resigna a la generalización del asesinato en cadena, según el irónico cuadro dibujado por el autor de ciencia-ficción Stanislaw Lem en su trágicamente divertida novela El congreso de futurología. En el extremo opuesto, están quienes advierten el posible triunfo de un control mundial manejado por el omnímodo poder oligárquico de quienes representan los intereses de los más privilegiados, aquellos que disponen de la información, la propaganda, los medios electrónicos de vigilancia de las vidas privadas y los más feroces elementos punitivos de represión colectiva. También de la legitimación para actuar: ayer la rebelión era un pecado contra el poder emanado de Dios, mañana puede convertirse en un crimen contra la humanidad… según lo entiendan quienes hablan en su nombre y decida el gendarme universal que desde Washington castiga o sostiene tiranos siempre en beneficio propio.
     La tercera plaga enfrenta la dualidad entre la creciente multitud de los miserables, a la vez dignos de compasión y objeto de temor por su vehemencia reivindicativa, y la extensión cada vez más general del bienestar sin alma de una abundancia consumista que convierte a sus supuestos beneficiarios en meros compradores o usuarios desprovistos de sosiego espiritual. Según la primera y alarmante perspectiva, se va haciendo más ancho el abismo que se abre en el mundo finisecular entre los pobres y los ricos. A quienes no tienen casi nada les resulta más fácil perder eso poco que conseguir algo más, porque la riqueza ya no sólo es cuestión de dotes personales ni de falta de escrúpulos sino también de poseer la información adecuada en el momento adecuado… para lo cual hay que estar enchufado en la red comunicacional pertinente. La multitud de los miserables pone su esperanza en llegar a acercarse a los lugares donde es posible medrar un poco y recibir cierta protección social, por lo que se desborda invasora hacia los países más pudientes. En cambio la inquietud opuesta profetiza la metástasis de un irrefrenable supermercado planetario en el que cada cual obtendrá más y más productos pero disfrutará de menos y menos alma, sentimiento, solidaridad, compañía comprensiva… hasta que llegue a quedar definitivamente anestesiada, a fuerza de cosas poseídas, la capacidad humana de rebelarse contra la embrutecedora acumulación: ¡el agobio del ser por el tener o, mejor dicho, por el adquirir!
     Cuarto dilema atroz: por una parte, las pandemias contagiosas de diferentes plagas ligadas a un uso vicioso de la libertad individual, desde el sida y la droga hasta la adicción estupidizante a la pequeña pantalla de la que recibimos órdenes y estímulos; por otra, la imposición obligatoria de cierto tipo de salud pública física o mental por un paternalismo despótico que se considera autorizado para establecer lo que ha de sentar bien a cada cual. La primera denuncia la perversión de lo humano por promiscuidad, pedofilia, la droga que todo lo corrompe o la televisión que todo lo hipnotiza. Nuestros cuerpos están amenazados por los manipuladores psíquicos a través de la vía libidinal, química o catódica, favorecidos por medios que rebasan todas las fronteras y son difícilmente controlables. La segunda insiste en que gubernamentalmente sólo se entiende la vida como mero funcionamiento genérico de acuerdo a patrones de ortodoxia productiva y no como experimento personal. Así se pretende establecer de antemano un catálogo universal de "vicios" que han de ser extirpados por todos los medios, incluidos la eugenesia y la restricción supuestamente bienintencionada de la libertad de cada cual, de modo que sólo lo certificado como "sano" tenga socialmente derecho a existir. En algunos casos,siendo quizá el más evidente la cruzada contra las drogas, las contraindicaciones del remedio se demuestran peores que cualquier supuesta enfermedad…
     Este catálogo de amenazas contrapuestas podría sin duda extenderse aún bastante, incluyendo lúgubres perspectivas ecológicas o demográficas, etcétera. Todos los casos mencionados (y otros semejante que añadiésemos) comparten dos características: primera, la de no ser cada uno de ambos extremos tan incompatible con el otro como pudiera creerse a primera vista. Quizá sean, en cierto modo, complementarios y uno de ellos nazca precisamente como reacción exagerada contra su inverso. En segundo lugar, lo que se contrapone en todos los ejemplos es por un lado la pretensión de establecer pautas comunes universales que garanticen cierta armonía entre las sociedades ultramasificadas y por otro la exasperación de lo diverso y particular, que reivindica la irreductible variedad de las formas de entender lo humano. Por un lado, los peligros de la excesiva variedad, que impide la armonía y alimenta los antagonismos; por otro, los de una hegemonía que impone el beneficio o los ideales de unos cuantos a costa de todos los demás. ¿Pueden intentarse propuestas que favorezcan la reconciliación de intereses a tan gran escala? Supongo que en eso consiste la principal tarea política y aun ética que deberemos afrontar a comienzos del nuevo milenio.
     Permítanme una breve digresión sobre el fundamento de la concordia entre seres pensantes. En las disputas científicas o filosóficas el entramado causal de la realidad física, lo que llamamos el "mundo exterior", es a fin de cuentas el arbitraje decisivo entre las diversas teorías propuestas. Por muy posmoderna que sea nuestra perspectiva y por más flexibles o relativos que sean nuestros criterios de verificación, la última instancia sigue siendo la adecuación o no de lo que profesamos con la terca realidad. Sólo las descripciones que se parecen al mundo logran funcionar en él. Pero, en cambio, cuando se trata de valores éticos o políticos (y desde luego también hay valores políticos, más allá de la simple apetencia de conquistar el poder y conservarlo a toda costa) falta ese último tribunal de apelación: en el terreno moral no hay algo análogo a la causalidad física o al "mundo exterior", aunque muchos moralistas postulan un arbitraje semejante acudiendo a Dios —del que sabemos poco— o a la Naturaleza, cuyos propósitos normativos conocemos aún peor. Como bien ha señalado Bernard Williams, cuando la pregunta es "¿qué debo creer?" (por ejemplo sobre la altura del Mont Blanc o acerca de si el estroncio es un metal) cabe una respuesta en tercera persona basada en la realidad física; pero en lo tocante a la razón práctica, es decir a la pregunta "¿qué debo hacer?", sólo puedo ofrecer razonamientos en primera persona que justifiquen mis motivos de actuar. Tales argumentaciones también procuran apoyarse en lo real aunque siempre de un modo mucho más aleatorio que en el caso de las ciencias; busco ganarme las adhesiones razonables de mis interlocutores pero no puedo aspirar —salvo superstición, es decir, salvo imponer una estructura valorativa arbitraria universal— a un árbitro objetivo y no meramente intersubjetivo que zanje suficientemente la disparidad de criterios. En los valores no todo es meramente relativo pero nada resulta inequívocamente absoluto: el mejor razonamiento en este campo nunca excluye sino que toma en cuenta tras el debido debate las razones del otro.
     Tras declarar este planteamiento, voy a atreverme a proponer ciertas orientaciones sobre la forma de afrontar en la práctica los temores convencionales que marcan el cambio de milenio. Creo que todas las culturas, desde la más primitiva hasta la tecnológicamente más desarrollada, tienen dimensiones que las cierran sobre sí mismas hasta llegar a blindarlas frente a las otras (la acertada expresión es de Giacomo Marramao). La proclamación defensiva o agresiva de "identidades culturales" responde a este repliegue belicoso, siempre basado en el neurótico esquema entre lo "nuestro" y lo "ajeno", lo "propio" y lo "impropio", etc… Pero las culturas no tienen como única función identificar a los miembros de un grupo: también sirven para desarrollar idiosincrásicamente lo que no pertenece a ningún grupo en concreto, aquello que nos identifica con lo distinto y no sólo con lo próximo y lo igual, en una palabra lo que nos abre a la pluralidad universal de lo humano. En cada cultura la superstición, el capricho o el afán de rapiña alejan de los otros, pero la creación artística, el conocimiento científico o la compasión moral nos aproximan al resto de nuestros congéneres. Podemos llamar "culta" a la persona que conoce bien su propia tradición cultural y quizá los rasgos importantes de algunas más; pero sólo es "civilizado" quien desde su propia cultura o desde varias aspira a reconocer, fomentar y reconciliar lo que tienen en común todos los seres humanos. Las culturas y subculturas son —y deben ser, tal es su encanto— voluntariosamente distintas; pero la civilización humana ya no puede ser más que una en lo esencial y tal vez en ello estriba lo más noble de la por tantas otras razones sospechosa mundialización. Posiblemente el reto del próximo siglo (me resisto a hablar del próximo milenio, porque mil años no me parecen medida adecuada para proyectos humanos… ¡sólo la inhumanidad de los nazis pretendió un Reich de mil años!) consista en potenciar la civilización a partir de cada una de las culturas y no cada cultura en detrimento de la común civilización…
     Hay un vínculo estrecho entre civilización y ciudadanía, entendida como el derecho de cada persona a su autonomía, inviolabilidad y dignidad propia, sea cual fuere su origen étnico, su nacionalidad, su sexo, su comunidad cultural de pertenencia. No es que la civilización exalte a los individuos como independientes de sus grupos culturales, sino que entiende tales grupos a partir de los individuos que los forman y a éstos como nunca del todo reducibles a sus rasgos de identificación colectiva. Tal es precisamente el sentido de la Declaración de Derechos Humanos, cuya prueba de fuego estriba en reconocérselos no a los compatriotas o a quienes nos son más próximos y parecidos, sino al que viene de fuera: al inmigrante, al exilado, al apátrida, al distinto y distante, a quien no tiene el respaldo de su afiliación a un país poderoso sino sólo su pertenencia inerme a la humanidad que los demás han de confirmarle. Sin duda, los derechos humanos implican una concepción de lo social profundamente subversiva de prejuicios atávicos y modos de pensar tradicionales. Sus críticos los consideran meramente una imposición imperialista del etnocentrismo occidental y reivindican el derecho frente a ellos a la autoafirmación de colectivismos tribales, olvidando que en su raíz revolucionaria (se impusieron por primera vez en América gracias a una sublevación y en Francia tras cortar la cabeza a un rey) esos principios universalistas también subvirtieron a los viejos regímenes europeos y siguen hoy subvirtiendo cuando se los reclama de veras el propio tribalismo consumista, acumulativo, depredador y excluyente del modelo occidental de sociedad.

Un mundo de ciudadanos no es meramente un conjunto de átomos regidos por el principio seudodarwinista de la ley del más fuerte sino un campo abierto en el que las determinaciones tradicionales influyen pero no constriñen hasta la asfixia. Un pensador actual (Z. Bauman) habla de una pluralidad de hábitats de significado personales que se solapan y coexisten dentro de cada una de las áreas culturales y cuya proliferación armónica podría ser precisamente la cifra de esa civilización a la que aspiramos. Por supuesto, desde la vieja democracia ateniense sabemos que no puede haber ciudadanía efectiva sin un mínimo económico garantizado: la miseria sin remedio ni esperanza convierte a las democracias en parodia y a los ciudadanos en esclavos o marionetas. Por muy personal e individual que sea la iniciativa que enriquece a los unos, la creación misma de abundancia es un proceso social del que nadie debe verse plenamente descartado por sus circunstancias personales o por las exigencias del mercado. De modo que la exigencia de una renta básica de ciudadanía, un ingreso mínimo común garantizado a todos como un derecho y no como forma de caridad, es uno de los objetivos irrenunciables de la civilización venidera. Permitiría además que cada cual regulase de acuerdo con sus preferencias su entrega a la productividad y al ocio, favoreciendo el reparto del trabajo que en muchos países aparece como la única alternativa digna imaginable (frente a la aniquilación de las garantías sociales y la degradación de la mano de obra) ante el paro endémico de las sociedades altamente industrializadas.
     Una última indicación: hablar del futuro de las culturas y de la civilización implica, necesariamente, hablar de educación. Mientras millones de niños en todos los continentes carezcan de los elementos básicos del conocimiento laico y racional, mientras crezcan desatendidos por sus mayores, abandonados a su suerte o aun peor —utilizados como minisoldados, como mano de obra barata, como esclavos del placer de adultos sin escrúpulos—, la civilización seguirá siendo un sueño impotente o una vil coartada para que las multinacionales extiendan la red de sus negocios. Y esa es la sombra más oscura que lanza sus tinieblas sobre el nuevo milenio, como entenebrece ya nuestro presente ahora mismo. –

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Filósofo y escritor español.


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