De novelas, dedicatorias, escritores y médicos

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La célebre novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, está dedicada a Jomi García Ascot y María Luisa Elío.
     Ellos eran esposos en la época en que Gabo, como le dicen sus amigos, la escribía, y a menudo, como lo relata su hermano Eligio en Tras las claves de Melquiades, “Fueron soporte moral y físico: compraban mercados enteros que le llevaban, cocinaban y bebían trago, whisky, porque mientras hubiese whisky no había miseria, como dijo García Márquez años después”. Es, por tanto, claro que la dedicatoria de la extraordinaria novela fue tan merecida como honrosa.
     Conocí a María Luisa Elío el primero de agosto de 1974, cuando me consultó como médico. Deben de haberle sido útiles mis servicios, pues poco después me llevó como obsequio un ejemplar de Cien años de soledad, en cuya dedicatoria impresa se había tachado a Jomi García Ascot, se conservaba el nombre de María Luisa y lo firmaba “Gabo, 1971”.
     Yo conocía bien la novela, y así se lo dije a María Luisa al tiempo que le mencioné, como para probarlo y de memoria, que su primera frase, “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, era tan importante para las letras castellanas como la también célebre frase con la que Cervantes inició El Quijote, y también se la dije de memoria: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Lo escribo ahora también de memoria para hacer esta narración lo más cercana a la realidad, de modo que si hay algún ligero cambio sobre los originales ahora, es probable que lo haya habido también entonces.
     Esto debe de haber impresionado mucho a María Luisa, por lo que pronto se lo narró a García Márquez. Él tomó otra copia de Cien años de soledad, y en su primera página de texto rodeó con pluma el primer párrafo y lo siguió con una línea terminada en punta de flecha hacia la página de enfrente en donde anotó: “Todo el libro para María Luisa, y este párrafo inicial para Donato, con un abrazo muy fuerte, Gabriel, 1978.”
     Posteriormente se ha hablado bastante acerca de este primer párrafo de Cien años de soledad.

Para empezar, el mismo García Márquez le confesó a Plinio Alpuleyo Mendoza, en las entrevistas que constituyeron su libro El olor de la guayaba, que el momento más difícil había sido el de empezar. Esto, desde luego, ocurrió en México. Creo haber después oído o leído que alguien también lo equiparó con el del Quijote, pero, aparentemente yo fui el primero en hacerlo. Por otra parte, también se lo ha comparado o incluso considerado que se inspira en una frase de Juan Rulfo en Pedro Páramo que dice así: “El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo.” La dimensión es muy diferente: en un caso el recuerdo ocurre frente al pelotón de fusilamiento y en el otro en una cama que, por dura, no dejaba dormir. El otro concepto que nos habla de desolación es el de haber ido a conocer el hielo. Juan Rulfo no utiliza algo así, si bien era experto en describir las desolaciones del campo mexicano. Si Cervantes hubiera escrito que no se acordaba del nombre del pueblo en que vivía Don Quijote, su frase no habría sido tan contundente como cuando escribe que no quiere acordarse de él.
     He querido dejar este testimonio cuando los tres actores estamos aún aquí, y no como acto de presunción, sino por lo que implica sobre la relación médico/paciente, tan afectada en estos días bajo las penurias impuestas por la medicina empresarial, y por la importancia que pueden tener la cultura y el humanismo en esa relación.
     Agradezco a María Luisa Elío su anuencia para narrar esto. ~

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