De nuevo: el caudillismo

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Hay que levantar la nariz y aspirar el perfume (o la hediondez) de los tiempos. Al husmear el ambiente político en América Latina se notará que una nueva pestilencia nos recorre. Aquí todo se da por oleadas, por modas que se contagian: juntas militares, partidos únicos o intentos democráticos. La nueva epidemia es una enfermedad cíclica que ya habíamos vivido en los pasados siglos, y que podría llamarse el virus de los “grandes hombres” que, mediante piruetas constitucionales, se convierten en presidentes vitalicios. Contra esa peste se inventó hace mucho la vacuna de una consigna que se coreaba por toda la América hispana: “¡Sufragio efectivo, no reelección!” Pero ha pasado el tiempo y ésa ya es una lección olvidada de la historia. La acromegalia presidencial ha vuelto a América, tal vez con las felices excepciones de México y Chile.

Ahora los áulicos de los distintos mandatarios suramericanos, sin importar su ideología, desde Argentina hasta Colombia, pasando por Brasil, Bolivia, Venezuela y Ecuador, adulan a sus ídolos y los bautizan salvadores de la Patria, hombres imprescindibles, inteligencias superiores enviadas por la Providencia para iluminarnos, y en últimas nos embarcan, en todos estos países, en peligrosos y simultáneos proyectos que huelen a monarquía. A sus cortesanos esto les resulta útil pues son ellos, incluso más que el monarca, quienes se apropian de la cosa pública y la usan para su conveniencia. Los mismos áulicos saben que ellos, sin el “hombre fuerte”, volverían a ser lo que son: figuras insignificantes.

Digo proyectos monárquicos, así no se sugiera la creación de una casta hereditaria de gobernantes, porque monarquía quiere decir, como es sabido, el monogobierno, el gobierno del Uno, del Único, del Elegido. Pero en vez de monarca, si lo prefieren, al nuevo Ungido lo podemos llamar, según una tradición más nuestra, el Caudillo Vitalicio.

Es esto lo que el contagio regional les intenta imponer a unos ciudadanos embrutecidos por la propaganda y ablandados por un ciclo económico mundial que por un instante ha hecho levantar cabeza a nuestros países. ¿Cuál es el motivo de esta mejoría, sobre todo si se la contrasta con la penuria de ayer? No se la atribuye a los buenos precios del petróleo ni del carbón ni del café o el níquel, ni a la coyuntura del excedente de capitales del primer mundo que vienen a invertirse por estos lados. El motivo de la bonanza es que en cada país nos ha llegado un Mesías, un Salvador, y por lo tanto hay que perpetuarlo en el poder. Así Kirchner (o su consorte, que es lo mismo), así Evo Morales, Chávez, Correa… Y así mismo el presidente Uribe que, después de rechazar (hace unos meses) “in límine” la propuesta de trielección, ahora la admite siempre y cuando sea para-salvar-a-la-Patria-de-una-hecatombe. Y para lograrlo se hará la reforma –vía referendo– de un “articulito” de la Constitución.

Nuestra incultura política, nuestra supersticiosa creencia en las soluciones providenciales, mágicas, nos impide ver que para contar con democracias sólidas y funcionales es imprescindible respetar la superioridad de las leyes sobre los gobernantes, e incluso por encima de los “hombres virtuosos”. Es la obnubilación que produce el poder, y la adulación permanente de las camarillas íntimas, la que lleva a creer a todos estos caudillos que ellos están por encima de las leyes y que pueden hacer reformas constitucionales con nombre propio. Si en las encuestas registran buenos índices de aprobación, su vanidad se vuelve arrogancia, y ésta los vuelve ciegos a toda opinión contraria. Y para perpetuarse, simplemente, cambian la Constitución a su amaño.

El antiguo debate griego, donde se enfrentaban los partidarios de una visión del gobierno fundado en la voluntad de los mejores hombres y los partidarios de una visión del gobierno basado en las mejores leyes, se revive hoy en Suramérica. La historia de los últimos siglos nos enseña que el gobierno de los mejores hombres ha sido un fracaso y que es la creación de instituciones sólidas, la madurez política de los ciudadanos, y no el culto a la personalidad, lo que conduce a países más justos y menos inciviles. No es conveniente que el “pueblo ignorante” delegue el poder en el “hombre sabio”, pues el caudillo acaba gobernando a favor de una camarilla restringida.

Pero los que nos oponemos a esta nueva (y recurrente) enfermedad latinoamericana parecemos locos clamando en el desierto. Si exponemos en Venezuela la teoría de la superioridad de las leyes y las instituciones sobre los “hombres sabios”, les parece bien, pero no para aplicársela a Chávez, sino a Uribe. Y si lo decimos en Colombia, la teoría les parece muy sana para Chávez, pero Uribe se salva de la regla. Nos volveremos a hundir en estos pantanos con presidentes dementes que se creen, cada uno, un nuevo Napoleoncito. Al mismo Bolívar le dio la misma enfermedad. La infección y el contagio ya empezaron y no sabemos cómo ni cuándo nos vamos a curar. ~

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