A mí me gustan los defectos
de mis amigos.
Mario, por decir algo,
mucho más que una princesa,
es lento para vestirse,
compra chaquetas, gafas, camisetas,
más de las que necesita,
y además es incumplido;
Mauricio, para seguir,
tiene angustias sin motivo,
no le agradan las hojas
negras, fúnebres, de mi tumba
(su gusto es colorido),
se le pierden las cosas,
y se pasa la vida buscándolas;
y Gonzalo, por último,
es muy bogotano,
jamás ha montado en bus
y por sus mismos modales cardenalicios
es demasiado pulido
para estos agrestes trópicos.
Pero si Mario no fuera lento
y adornado,
entonces tampoco sus cuentos
serían lentos y floridos,
llenos de detalles perspicaces
y hermosos,
de buenas observaciones;
sería concreto y sin gracia
como un notario público.
Y si Mauricio no se angustiara
por bobadas, tampoco reconocería
cuándo son tonterías mis angustias,
y si no se la pasara buscando lo perdido,
tendría una cabeza tan ordenada
que sería aburrida
y no tendría la bondad del descuido.
Y si Gonzalo no fuera tan elegante
ni tan cortés,
no sería sutil como un príncipe
del Renacimiento,
ni sería tan agradable
comer y beber con él, y pasarse la tarde
charlando con él,
de cosas importantes e intrascendentes,
de conjuras palaciegas y enemigos
posibles o imposibles.
Mis amigos no serían lo que son
sin sus defectos,
porque más que las virtudes
son los defectos,
lo que nos hace ser nosotros mismos.
Sin sus propios defectos
mis amigos
no soportarían los míos
(la vanidad, el mal genio, los olvidos).
Con todos sus defectos,
mis amigos,
Mario, Gonzalo, Mauricio, son
los hermanos que no tuve. ~