En Mayo de 1952, la revista Esprit, dirigida entonces por Albert Beguin, publicó un artículo titulado “Democracia mexicana”. El autor era un tal Jacques Séverin, de quien nadie había oído hablar. La pieza era una devastadora crítica de la sociedad mexicana y el provincialismo de sus intelectuales. Como era de esperarse, hubo gran consternación entre los lectores mexicanos y franceses. Jaime Torres Bodet llamó infructuosamente desde sus oficinas en la UNESCO para preguntar quién era Séverin. El verdadero autor, sin embargo, vivía en México y trabajaba en el Instituto Francés de América Latina. Su nombre, otro pseudónimo, era Jean-François Revel. Años más tarde, Octavio Paz y Revel hablarían del episodio y comenzarían una amistad que duraría varios años.
Jean-Francois Ricard, el verdadero nombre de Revel, nació en Marsella el 19 de enero de 1924. Cuando tenía seis meses, su padre, que poseía un negocio de exportaciones, lo llevo a Mozambique, donde el niño Ricard aprendería a hablar el portugués, su primera lengua. Durante la Segunda Guerra Mundial participó en la resistencia francesa con otro pseudónimo, Ferral. Como otros intelectuales de su país, hizo estudios en la École Normale Supérieure y posteriormente impartió clases en Francia, Argelia, Italia y México.
El tema de Revel fue siempre el significado y la posibilidad de la libertad humana. Contra la noción del intelectual engagé, Revel encontró una formula que también era una definición biográfica: la del bon vivant de las letras libres. Su curiosidad era universal: hablaba con igual gusto sobre la Guerra Fría, la comida mediterránea o las novelas de Proust. Estudioso de las instituciones e ideas políticas, temía que la democracia liberal fuera sólo un breve episodio en la historia humana: le parecía demasiado frágil e insegura como para subsistir. Más tarde, tras la desaparición de la Unión Soviética, recuperó el entusiasmo: el triunfo de la democracia no sólo era posible, sino inevitable. En su concepción, el liberalismo no era otra ideología, como afirmaban sus detractores, sino una tentativa para entender la realidad, un método presidido por el sentido común.
Revel era un esgrimista verbal de alta calidad y un raro prosista de la concisión. No es casual que la revista Time, percatándose de su estilo periodístico, le pidiera escribir sus impresiones sobre Estados Unidos, donde se percató de que algo significativo sucedía ahí. Donde los prejuicios franceses sobre la civilización estadounidense veían una tierra baldía, Revel observó un prodigioso experimento de la libertad. Su conclusión fue provocadora: la siguiente revolución no sucedería en La Habana sino en California. De ese experimento tocquevilliano surgiría Sin Marx y Jesús, que se convirtió en best-seller, no sin que antes algunos de sus editores europeos se disculparan con los lectores por haber publicado un libro que, a su juicio, estaba equivocado.
En 1978 se convirtió en director del semanario L’Express. Fue un fichaje de alta escuela. Ahí conoció de cerca a Raymond Aron. La dupla Aron-Revel realizará la critica mordaz y profunda del totalitarismo. Revel siempre mantuvo los pies sobre la tierra. Veía en la política no sólo un peligro, sino una oportunidad para mejorar la sociedad. Como lo harían después Mario Vargas Llosa y Michael Ignatieff, intentó incursionar en las procelosas aguas de la política profesional, pero perdió las elecciones parlamentarias de 1967: una derrota para la política y un triunfo para el pensamiento. Su esgrima polémico es comparable a Voltaire y Montaigne. Su gusto por el debate lo llevó a discutir con su hijo Mathieu Ricard, un biólogo convertido al budismo, los grandes temas de la condición humana. Al final de su vida, sentenció que los intelectuales franceses que habían tenido dificultades para criticar a Stalin eran los mismos que ahora se negaban a criticar el terrorismo islámico.
Detrás de las cortinas de hierro y bambú, el siglo xx fatigó las utopías que nunca fueron habitadas por hombres saludables y felices. Más allá, en el brumoso y lejano París, un sibarita se atrevió a decir: “Yo no combato el comunismo en nombre del liberalismo, lo combato en nombre de la dignidad humana.” Revel falleció el pasado 29 de abril.
– Ángel Jaramillo
De todos los países de América Latina, quizá México sea el que despierta más curiosidad entre los extranjeros.1 Única región del continente americano que haya sido, junto con el Perú, la sede de una civilización altamente desarrollada antes de la penetración europea, México suma a este carácter original, que le viene de su tradición prehispánica, huellas igualmente entrañables que le imprimió una notable expansión española, en particular en el ámbito de la arquitectura. La alianza hispanoindígena le confiere una personalidad cuyo ascendente espiritual se ejerce, entre otros, en sus vecinos del Norte. No solamente en su folclor, en sus ruinas precolombinas o en sus ciudades coloniales ofrece México un perfil artístico y cultural a los ojos extranjeros, sino también en su vida actual, en sus universidades todavía impregnadas del espíritu latino y, sobre todo, en su pintura. Se antoja que allí brotó una savia nueva, que una vigorosa creación se está realizando.
Por lo demás, México parece estar bastante bien armado para aspirar a cumplir en el futuro el papel de una importante nación moderna. Con la ventaja de su posición geográfica y el apoyo de la vecindad de Estados Unidos en su desarrollo técnico, también se antoja muy evolucionado desde el punto de vista político. La Revolución de 1910, que puso fin a la dictadura semifeudal y semicapitalista de Porfirio Díaz, cumplió la reforma agraria, luchó contra la influencia reaccionaria del clero, instauró el sufragio universal y la libertad de prensa, elaboró una constitución parlamentaria, se propuso un ambicioso plan de modernización del país. Más tarde, un hombre de Estado como Cárdenas, que ocupó la presidencia de 1934 a 1940, enfatizó aún más el carácter socializante y laico del régimen: nacionalización de los hidrocarburos, política educacional, industrialización. Por todo eso, desde la Revolución y sobre todo desde Cárdenas, los socialistas del mundo entero suelen considerar a México como una joven nación progresista, culturalmente brillante, ejemplo alentador de la evolución de un pueblo antaño colonizado.
Éste es el retrato que, desde el exterior, los extranjeros se hacen de México. También corresponde a la idea que los mexicanos se hacen de sí mismos, sin contar numerosos rasgos más favorables aún que van sumándose a esta imagen. Pero basta quedarse unos meses en el país, participando por supuesto en los diferentes aspectos de la vida mexicana, para ver surgir, tras esta fachada optimista, una realidad muy distinta y más preocupante.
México, tierra de libertad
El México actual todavía vindica la Revolución, pretende continuarla. ¿En qué medida el programa de la Revolución fue realizado por el régimen que surgió de ella? ¿Cuáles son actualmente los resultados políticos, económicos y sociales?
El régimen de la República Mexicana, tal como está en la práctica, sólo ofrece analogías muy superficiales con el funcionamiento de una democracia. El jefe del Ejecutivo es el Presidente de la República, elegido por sufragio universal para seis años. Su elección sucede al mismo tiempo que la elección de los candidatos que él mismo designa para las gubernaturas de los Estados, el Parlamento federal y los Parlamentos locales. Siempre gana el candidato gubernamental.
México vive, pues, bajo el régimen del partido único: el PRI, Partido Revolucionario Institucional. Los demás partidos son fantasmas inconsistentes, tolerados para que exista una oposición pero sólo en la medida en que esta oposición permanece platónica. Las elecciones están completamente arregladas, son un proceso que facilita la apatía general: de unos diez millones de electores posibles, sólo dos millones votan. Los demás se abstienen o no se enteran de que hay elecciones.
Así, todo queda en familia. El presidente en turno designa a su sucesor puesto que la Constitución le prohíbe la reelección. Se trata de perpetuar en el poder al mismo grupo de hombres y de salvaguardar así los mismos intereses: sólo se da una oposición real entre estos hombres, a puerta cerrada, en el seno del partido. Esto no impide que se presente un candidato de oposición, pero nadie –ni él mismo– cree en sus posibilidades de éxito. Su papel es decorativo. Se presenta a sabiendas de que no tiene la menor probabilidad de ganar, a menos de que se hiciera una revolución, lo cual es prácticamente imposible puesto que el PRI controla al ejército.
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Bajo Cárdenas, todavía era posible escribir lo que se pensaba. Fue en el primer año del mandato del actual Presidente, Miguel Alemán, cuando la libertad de prensa fue aplastada en circunstancias espectaculares y dramáticas. Existía una revista de oposición, Presente, que denunciaba las canalladas de los políticos. Atacaba en particular a un cierto Jorge Pasquel, un empresario turbio, enriquecido gracias al monopolio del tránsito aduanal, es decir, al contrabando. Tenía una amistad con Alemán cuando éste era gobernador del Estado de Veracruz, y lo había promovido a la Presidencia. Ahora que su amigo estaba en la Presidencia, se dedicaba a los más inverosímiles tráficos en contubernio con algunos miembros del gobierno. Presente mostraba los hilos secretos del negocio, que afectaban el prestigio presidencial de manera proporcional a la gran difusión de la revista: era imposible encontrar un ejemplar en los quioscos una hora después de su salida. Un día, unos pistoleros se presentaron en la imprenta, amenazaron de muerte a toda la gente y lo destruyeron todo. Una o dos ediciones más fueron hechas en otra imprenta. Entonces, los pistoleros cercaron la casa del director de Presente, Jorge Pino Sandoval, y lo secuestraron durante varios meses. Al mismo tiempo, el director de otra revista de oposición, Democracia, fue asesinado. Pino Sandoval huyó a la Argentina, de donde regresó a invitación del Presidente, quien además sufragó los gastos del viaje; hoy se encarga de los noticieros cinematográficos del gobierno. Se puede decir que fue en ese momento cuando desapareció la oposición al gobierno en la prensa.
Una vez al año los periodistas ofrecen un gran banquete al Presidente de la República y, a través de múltiples oradores, le aseguran su apoyo incondicional.
Así como no hay vida parlamentaria ni verdadera libertad de prensa, también el sindicalismo mexicano se abstiene de toda oposición política y hasta de toda acción social.
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¿Qué piensa el pueblo?
La ausencia total de oposición se debe menos al carácter dictatorial del aparato gubernamental que a la debilidad de la conciencia política de las masas. Si surgiera una oposición, vendría más bien de la derecha que de la izquierda. Así podría ser que el aparato dictatorial fuera necesario para defender la herencia de la Revolución.
No olvidemos que el pueblo mexicano está totalmente bajo la influencia de un clero muy reaccionario. El gobierno es oficialmente laico pero la noción de laicidad, de separación entre la Iglesia y el Estado, sigue siendo muy confusa para la mayoría. Bastó que un periódico lanzara una campaña contra una importante marca de jabones, acusándola de ser “protestante”, para que se desplomaran las ventas de la empresa: desde entonces sus jabones vienen envueltos en un papel con la efigie del Papa.
El clero ha recobrado con creces sus posiciones en el ámbito material. Luego del período anticlerical de Calles y de Cárdenas, reconquistó el pleno gozo de los edificios del culto y reinició sus actividades en la enseñanza. Si bien la Iglesia dejó de ser el principal propietario de bienes inmuebles en México, sigue siendo, con mayor disimulo, una de las más grandes potencias capitalistas.2 Los actuales políticos no cambiaron nada a la letra de las leyes pero dejaron que las cosas se hicieran como si las leyes no existieran. Al consentir al clero, se dejan consentir por él; poco a poco, el mutuo consentimiento se volvió una alianza, un apoyo recíproco. Pero el clero sigue estando más a la derecha que el gobierno actual. El 24 de octubre de 1951, el Arzobispo de México pidió que se restablecieran las relaciones oficiales con Franco. Desde un punto de vista político, la Iglesia aspira a derogar las leyes revolucionarias y, en su caso, las masas obedecerían ciegamente a sus consignas electorales.
Por otro lado, la educación pública no progresó lo suficiente para fomentar una conciencia social y política en el futuro cercano. La célebre campaña contra el analfabetismo lanzada por Torres Bodet ni siquiera obtuvo los resultados que pregona la propaganda oficial. Los maestros federales que mandan a los pueblos están tan mal pagados que, a menudo, se dedican a otras actividades ajenas a la educación. De todas maneras, por más tergiversadas que estén, las cifras oficiales arrojan todavía un cuarenta por ciento de analfabetas totales entre la población mayor de diez años, en un país de menos de veinticinco millones de habitantes –que, en 1940, no llegaba a los veinte millones. Pero lo más grave es que, entre el sesenta por ciento que pisó una escuela, la mayoría no se quedó el tiempo suficiente para recibir una enseñanza mínima que le permitiera adaptarse a la vida moderna: el analfabetismo “funcional” atañe al 81 por ciento de la población mayor de diez años. El desarrollo económico del país margina a la mayoría de los mexicanos, y la educación técnica de las masas es tan deficiente como su educación escolar.
Estos hechos traslucen la indiferencia política del pueblo. Si despierta, es para seguir a un hombre: la esencia de la política mexicana sigue siendo el cacicazgo. De allí la autoridad personal e incuestionable del Presidente, de los líderes sindicales, de los magnates de las finanzas y de la prensa, de los funcionarios nacionales y locales; sin escrúpulos, inmensamente ricos, protegidos por la policía y sus escoltas armadas, omnipotentes, representan la única realidad política válida. El pueblo sabe lo que valen, pero los acepta. Es más: los admira. Uno de los beneficiarios más famosos de esta admiración fue Maximino Ávila Camacho, hermano del presidente Manuel Ávila Camacho. Afamado gángster, siempre acompañado por su séquito de pistoleros y con muchos crímenes en su haber, explotó descaradamente la posición de su hermano. Se metió todo el dinero del mundo en los bolsillos, metió a todas las mujeres del prójimo en su cama, con total impunidad. Pues bien, Maximino Ávila Camacho era sumamente popular… “Tenía buen ojo” y sabía hacer dinero: era macho. En el fondo, el pueblo mexicano sigue pensando que quien gobierna el país es el dueño del mismo.
Tomando en cuenta estas masas maleables o, mejor dicho, manipulables, se puede sostener que si la clase política emanada de la Revolución dejara que se hicieran elecciones libres, el pueblo seguiría al clero asociado con la reacción y, por lo tanto, ganaría un candidato de derecha. El hecho ya sucedió: no es un secreto para nadie que en 1940 el sucesor de Cárdenas habría tenido que ser el general Almazán, representante confeso de la reacción, y no el general Ávila Camacho, según el escrutinio que Cárdenas deseaba más o menos libre. Pero Almazán fue ilegalmente eliminado.
El régimen actual conserva a grandes rasgos la legislación revolucionaria, que así puede ser reactivada en cualquier momento, pero en otras condiciones y entre otras manos. ¿Qué provecho saca actualmente el pueblo mexicano de esta situación? ¿Algo de la retórica socializante del régimen pasó a los hechos?
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El mejor negocio de México
Los innombrables y palmarios ejemplos de fabulosos fraudes que realizan los políticos; las inmensas mansiones rodeadas de altos muros que mandan construir en los rincones más agradables del país –y no sólo ellos sino también sus hermanos, sus cuñados, sus hijos, sus primos–, todo esto no deja lugar a dudas: la política es el mejor negocio de México.
El robo se practica desde lo alto hasta lo más bajo de la escala social, y se practica bajo tres formas (sin tomar en cuenta la sustracción directa de la caja): la “mordida”, la “chamba”, los “negocios”.
La “mordida” equivale al bakchich oriental, pero es más desarrollado en México, según los observadores de ambos sistemas. Todo el mundo “muerde”, desde el policía de tránsito, el empleado de teléfonos, el aduanero, hasta el alto funcionario, para otorgar un permiso de importación, una prórroga al documento migratorio de un extranjero, incluso el profesor para pasar a un alumno en un examen. Los casos de infracción de tránsito parecen haber sido previstos no tanto para asegurar el orden público sino para dar lugar a las mordidas.
La “chamba” o el “hueso” es, en la esfera administrativa y política, una situación que significa un flujo regular de mordidas. Un importador me contaba que paga dos veces al año a los funcionarios del Ministerio de Economía: el primero de enero y en las vacaciones. Gracias a esta tradición, los funcionarios favorecen sus solicitudes de permisos y le avisan cuando un competidor también solicita uno. Las chambas más remuneradas son las que pertenecen a las aduanas y al fisco. Todo el mundo sabe que en México el fraude fiscal está generalizado. Si una empresa debe pagar doscientos mil pesos de impuestos, sólo paga cincuenta mil y da otros cincuenta mil al inspector del fisco, y así se ahorra cien mil pesos. En todos los sectores de la vida nacional –higiene, trabajo, espectáculos, etc.– los “inspectores” hacen lo mismo y la chamba de inspector es una de las más codiciadas.
Pero todo esto no es sino trabajo artesanal. Los políticos propiamente dichos operan a otra escala. Practican, es cierto, la extracción directa de los fondos públicos, mediante gastos ficticios o ganancias rasuradas. Se cita el ejemplo de un hombre íntegro que, al volverse gobernador del Estado de Veracruz hace unos años, realizó la hazaña de aumentar de un día para otro el presupuesto del estado, de entre diez y catorce millones, sin imponer un solo impuesto nuevo, lo cual parece indicar que esta diferencia era hasta entonces robada.
La mayoría de los políticos importantes están ligados a hombres de negocios que son sus prestanombres o, si se prefiere, de quienes son ellos los prestanombres. Puesto que el Ejecutivo decide los gastos, y dado que el presupuesto siempre se aprueba formalmente, se sabe de antemano lo que se puede hacer. Imaginen, por ejemplo, una región desértica. El Estado decide gastar quinientos millones de pesos para irrigarla y es el único en saberlo. Mucho tiempo antes, los apoderados de los políticos han comenzado a comprar terrenos que cuestan, pongamos, medio peso el metro. Cuando se terminan las obras, valen cien el metro. La maniobra es clásica y de sobra conocida.
Imagine ahora que un día se vuelve usted gobernador de un estado en México. Puede perfectamente hacer lo siguiente, pese a que ya se ha hecho mucho: tome cinco millones de la caja del estado y con este dinero constrúyase una magnífica residencia. Véndasela a sí mismo, es decir, a usted, Señor Gobernador, para que pase a ser la residencia oficial de los gobernadores. Cuando termine su mandato, el parlamento local, agradecido por la labor que usted realizó en el ejercicio de sus funciones, le regala la casa.
Después de los negocios propios, vienen los negocios de los demás. En México se pueden hacer todos los negocios que uno quiera con la condición de “ponerse de acuerdo” previamente con el gobernador del estado o con una personalidad federal importante. Si se logra “interesar” a los políticos, México es el paraíso de los empresarios y todos se declaran muy contentos, pese a la famosa legislación sindical y otros reglamentos estrictos, según dicen.
En el lapso de dos o tres generaciones, los políticos y los ex políticos han llegado a controlar personalmente los principales sectores de la economía nacional. Poseen las mejores tierras en la provincia, acciones en las empresas más sólidas, terrenos y bienes inmuebles en las regiones urbanas de pleno desarrollo. A este grado, la corrupción no sólo entorpece la evolución de un país, sino que pasa a ser un factor de primera importancia, capaz de modificar esta misma evolución.
“Como México, no hay dos”
Suelen decir los mexicanos, sin ninguna intención de ironizar, que “Como México, no hay dos”. Tantas injusticias, contradicciones, absurdos e incoherencias, hacen de la vida cotidiana en México una temible prueba. Cada cual explota lo mejor que puede una realidad de la que no se siente solidario: el resultado normal de un capitalismo que perpetuó el espíritu de la colonización forjó algunos rasgos del carácter mexicano contemporáneo: indiferencia melancólica, irresponsabilidad, desden por la precisión, susceptibilidad e inercia.
La riqueza agresiva se empalma con la miseria pasivamente tolerada. En las calles de la ciudad de México, uno de cada diez coches es un Cadillac, un Oldsmobile, un Buick. Los transportes públicos son inexistentes: camiones destartalados, sin suspensiones, escasos, sucios, sirven de autobuses. Se pasa sin transición de amplias avenidas asfaltadas, con soberbias mansiones, a las casuchas de cartón en las que el desastroso sistema de desagüe provoca, en cada temporada de lluvias, catastróficas inundaciones.
La incompetencia, el desprecio por el otro, la impuntualidad, la elocuencia deficiente, las informaciones falsas, las explicaciones vagas forman el telón de fondo de la vida. Autobuses y coches rara vez frenan para evitar un choque o un atropello. “Use sus frenos en lugar de su bocina”, recomienda la Dirección de “Tránsito”.
El robo es una necesidad para una gran masa que vive de ello; a la larga, se vuelve una manía hasta entre los que no lo necesitan: una cartera desaparece con suma facilidad en las recepciones oficiales, en las bodas, en los bautizos, en los estrenos. Matar a alguien es una reacción natural. Se asesina a un hombre porque “le dio un puñetazo”, porque “no le dio el cambio con suficiente prontitud”, o simplemente “porque lo miró raro”. Un panadero dispara contra un niño que acababa de robarle un pan y huía corriendo.
Es arriesgado pasearse a pie en la ciudad de México: un asalto con pistola, con cuchillo, asecha siempre. En el campo, si su coche se descompone, arriesga la vida: los campesinos lo asaltan y los coches casi nunca se detienen para socorrerlo porque temen una trampa. El alcoholismo hace terribles estragos (pulque en el campo, cerveza en todas partes, dos licores muy fuertes: el tequila y el mezcal, que son muy baratos) y, curiosamente, la embriaguez mexicana suele terminar en el crimen. Hasta en los medios más “decentes”, durante elegantes fiestas en centros nocturnos de lujo, los disparos comienzan a oírse de buenas a primeras. Por lo general, se evita recurrir a la policía: al contrario, cuando uno cruza frente a un policía, de noche, es razonable tenerle miedo porque está armado y goza de impunidad. […] Pese a los progresos de los últimos diez años, se puede afirmar que no hay seguridad personal en el México contemporáneo.
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Sin embargo, lo más extraño es que la ausencia total de civismo que impera en México se acopla con el nacionalismo más fanático. Todo lo que no es elogio incondicional de México es un insulto. La opinión imparcial o incluso el simple enunciado de los hechos se interpretan inmediatamente como un ataque que no se perdona. Trátese de industria, de teatro, de educación pública, de cocina, de tauromaquia o de deportes, los mexicanos repiten todos los días, desafiando así las evidencias, que son los mejores del mundo.
Pero no se malinterprete: no se trata de un nacionalismo constructivo, sin duda necesario en un país joven y que padeció la colonia. Antes bien, se trata de una verdadera obsesión colectiva, de un terrorismo de la opinión pública que neutraliza cualquier independencia de criterio, sea a propósito de los grandes problemas materiales y espirituales del país o del detalle de la realidad cotidiana.
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Nadie está exento de esta paranoia. Esperar una muestra de imparcialidad por parte de los intelectuales más brillantes y cultos puede acarrear rápidas desilusiones.
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Este nacionalismo negativo es una de las grandes plagas de México. Lejos de favorecer un impulso al progreso, disuade de todo esfuerzo serio y frena el desarrollo normal del país. Al coartar el espíritu crítico mediante un constante y espontáneo lavado de cerebro, al sustituir el reconocimiento de las realidades más obvias, y de las medidas que hay que tomar para remediarlas, por la exaltación vacía de un México abstracto, se crea una tierra fértil para los abusos de las clases capitalistas y políticas, se desvanece toda conciencia social, se paralizan las reivindicaciones de los trabajadores (que implicarían forzosamente una crítica de México) y se posterga el aprendizaje político, técnico, administrativo y moral que el país necesita sobremanera.
Actitud de los intelectuales
Desgraciadamente, lejos de intentar combatir este fanatismo, los intelectuales mexicanos lo refuerzan en sus aspectos más nocivos al embriagar al público con la “grandeza” mexicana, lo cual les permite granjearse “chambas” oficiales, así como otorgarse a sí mismos el “estatus internacional” que obviamente se desvelan en alcanzar.
En septiembre de 1951, el gobierno mexicano invitó a un número impresionante de universitarios extranjeros a participar, con todos los gastos pagados, en las ceremonias del cuarto centenario de la Universidad Nacional de México, fundada en 1551 por orden del Rey de España. Lo hizo con un fasto que los gobiernos más poderosos del mundo le habrían envidiado. “Los intelectuales del mundo entero acuden a rendir homenaje a la Universidad de México”, rezaban los titulares de los periódicos. “Cuando el bisonte todavía recorría los llanos de Misuri, en México se fundaba la Universidad.” “Hace cuatrocientos años, en estas vastas tierras de América, por primera vez se encendía la antorcha de la cultura”, declaraba el rector en su discurso.
¿Qué es, pues, la cultura mexicana? ¿Acaso es de origen español? Esto podría colegirse de las declaraciones anteriores, puesto que la antorcha se prendió por iniciativa española. A veces se menciona a España como la “madre patria”, pero, por lo general, los mexicanos no admiten que su cultura sea una rama de la cultura española. ¿Será una rama de la cultura europea en general? Imposible. Europa representa la decadencia. Ni la literatura, ni el teatro, ni el cine, ni la filosofía de Europa pueden satisfacer las exigencias de los intelectuales mexicanos. Tampoco la pintura, completamente degenerada desde el impresionismo. ¿Entonces, Estados Unidos? Menos aún. Estados Unidos representa el oscurantismo, el reino de lo material, de la fuerza fruta, del “bisonte”. ¿Entonces, qué? ¡Pues: la cultura mexicana, la “mexicanidad”! En otras civilizaciones, el concepto de cultura se desprendía de un número de obras ya realizadas. En ausencia de toda realización verdaderamente convincente, la “mexicanidad” sigue siendo un concepto negativo y, como todos los conceptos mexicanos, un concepto de rechazo. Sin duda existe la cultura prehispánica, pero, pese a la energía con que se reivindica, ninguna corriente moderna ha logrado todavía darle un valor actual. Esta cultura desaparecida hace apenas cuatro siglos, nos es infinitamente más remota que la Edad Media europea y hasta la civilización egipcia. Diego Rivera logró plasmar lo pintoresco en su obra plástica, pero, contra lo que pregona, su arte deja al pueblo indiferente. Y cuando se le pregunta a un intelectual mexicano de qué manera piensa aprovechar el espíritu azteca en un sentido constructivo, su respuesta carece de consistencia.
En realidad, la situación es muy clara. La cultura mexicana, existente o potencial, es una mezcla de dos influencias: la europea por la lengua y la religión, la de Estados Unidos por contacto y razones utilitarias. Esta última influencia, quiérase o no, es de lejos la más fuerte y se reforzará cada día más. Por lo tanto, se trata de que beneficie al país y no de que lo perjudique.
La misión de los intelectuales mexicanos sería tomar y crear conciencia acerca de estas influencias, para asimilarlas activamente y conformar así la base de una verdadera originalidad mexicana, en lugar de padecer las influencias pasivamente y sin provecho, fingiendo que no existen. México requiere sentido crítico, un espíritu de reforma metódico para lograr una eventual independencia, en el marco de los problemas que se le plantean realmente y no en el marco imaginario de la propaganda. Nada en las letras mexicanas, nada en una enseñanza superior, que sigue siendo sumamente deficiente, deja entrever esta toma de conciencia.
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La única película que haya intentado cautivar la realidad mexicana actual es Los olvidados de Luis Buñuel. Extranjero de nacimiento pero naturalizado mexicano, Buñuel fue acusado por la mayoría de los periódicos de haber “insultado a México”. Aunque algunos intelectuales lo defendieron con valentía, la película se retiró de la cartelera a los tres días. Luego del premio por la mejor dirección en el Festival de Cannes, le llovieron los elogios y hasta fue premiada en México. Extraña reacción porque, si la película deshonraba a México, ¿no era más embarazoso verla aclamada en el extranjero?
La única forma de arte que haya intentado expresar la realidad social del país con cierta continuidad es la pintura. Desgraciadamente, como todos los intelectuales mexicanos, los pintores se apartaron del extranjero por temor a cuestionar su arte, que es muy inferior al valor de su mensaje social. Por lo demás, el triunfo de estos pintores sirvió más para exaltar un nacionalismo reaccionario que para difundir el mensaje social. Más allá de sus ideas revolucionarias y anticlericales, están estrechamente ligados al mundo oficial y se abandonan sin reserva a un éxito fácil ante un público restringido pero escandaloso, cuyas preocupaciones ideológicas no son más rigurosas que sus exigencias artísticas. […] Desde un punto de vista estrictamente pictórico, la seguridad con que los pintores mexicanos ignoran deliberadamente la pintura europea desde el impresionismo, y la condenan en bloque por “decadente”, estaría fundada si ellos aportaran algo igualmente válido. A menudo se ha dicho: el arte revolucionario no sólo es un arte que habla de la revolución sino que es revolucionario en tanto que arte. Si se pretende rebasar una forma de arte, no se puede despreciar los problemas técnicos y estéticos que esta forma de arte ha resuelto. No se puede negar a Cézanne y a Braque para pintar como Horace Vernet. Los pintores mexicanos quisieron expresar ideales revolucionarios con una técnica reaccionaria. Demasiado confiados en la idea de que el gigantismo de la obra bastaría para transformar su esencia, creyeron que la adopción casi exclusiva del fresco constituía en sí mismo un aporte novedoso y una garantía de originalidad. Sin tomarse la molestia de informarse un poco más, reinventaron ingenuamente la perspectiva, el modelado, el claroscuro, la composición dinámica, al tiempo que creían ir en contra del academismo y renovar la técnica pictórica. En ocasiones, hasta abusaron de la ignorancia del público y presentaron como novedosas imitaciones serviles de obras clásicas que se desconocían en México. El valor ideológico y social de su obra se resintió de todo eso. Al caer en lo pintoresco, en la anécdota histórica, en la retórica y la alegoría, los muralistas se pusieron al servicio de un chovinismo de cortas miras y contrario a su inspiración revolucionaria.
La joven América
[…]
Los países de América Latina, y México en particular, lograron ofrecer una buena imagen de sí mismos que, sin embargo, no engaña a nadie. Los puestos prestigiados que algunos de sus representantes obtuvieron en los organismos internacionales les fueron concedidos porque se esperaba que apoyarían incondicionalmente la política de Estados Unidos, pero también porque pasan por ser países jóvenes, activos, creativos. En lo que respecta a México, nada más falso por el momento: los problemas económicos, sociales, políticos y humanos que se plantean en México no se resolverán en un futuro próximo.
El único hombre de Estado que intentó resolverlos fue Lázaro Cárdenas. Pero estaba solo. Solo frente a sus colaboradores, en quienes combatió la incuria y la corrupción. Solo frente a su pueblo, para el que su política socializante y laica era demasiado adelantada. Las nacionalizaciones, el intento de cumplir verdaderamente la ley agraria, la hospitalidad ofrecida a los refugiados españoles (una medida a un tiempo generosa e inteligente, puesto que esta migración, compuesta por una pequeña burguesía ilustrada, traía a México unos treinta mil ingenieros, médicos, profesores, técnicos que hablaban el mismo idioma y estaba dispuestos a adaptarse al país), la política educacional, todo esto no fue comprendido, ni bien aplicado, salvo, en alguna medida, en lo que respecta al petróleo. Sin embargo, Cárdenas conserva una inmensa popularidad: instintivamente, las masas sienten que es el único hombre que ha procurado trabajar para ellas. Lo más desalentador de México es el factor humano, tanto a escala individual como colectiva.
Pero no hay que olvidar que México es un país dotado de una innegable personalidad. Pese a su rápida degradación, la Revolución Mexicana fue muy superior a los demás movimientos análogos de América Latina desde un punto de vista político. Pese a la mezquindad de sus dirigentes, México tuvo a un Cárdenas.
Así, luego de este largo repaso de las realidades, podemos pensar en las esperanzas: si un impulso revolucionario coincidiera con la presencia de un Cárdenas, sin duda México conocería otro destino.
También es cierto que México está menos solo y que, desde hace cuarenta años, el sistema americano se ha estrechado prodigiosamente. ~
Traducción de Fabienne Bradu
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