Dramaturga, directora, novelista, guionista de cine, periodista, es una de las voces principales de la escena mexicana contemporánea. Trabajos como Entre Pancho Villa y una mujer desnuda, Molière, Feliz nuevo siglo doktor Freud y Extras sobresalen por una convocatoria de público sin precedentes. Ganadora de numerosos premios, su obra dramática se ha representado en México, Estados Unidos, Canadá, Alemania, Chile, Argentina y Perú. Recientemente, publicó la novela La mujer que buceó dentro del corazón del mundo.
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¿Cómo empezaste a hacer teatro?
Yo estudiaba psicología. Hubo un concurso de la Ibero donde había que presentar entre diez y veinte minutos de lo que quisieras. Con dos amigos hice un espectáculo tomando el sueño de Chuang Tzu y la mariposa como punto de partida. Ganamos el primer premio y eso significó recorrer la mayor parte de las universidades del país. La experiencia me impactó muchísimo. Nunca pude recuperarme de haber hecho teatro frente a un público. Apartar un trozo de tiempo del devenir real y hacer lo que te dé la imaginación para compartirlo con mucha gente que no conoces. Eso me emociona más que nada en el mundo.
¿Entonces por qué te alejaste del teatro?
Llegó un momento en que estaba produciendo, escribiendo, a menudo dirigiendo y luchando contra las condiciones concretas para hacer teatro en México.
Con mucho éxito.
Sí, pero era una lucha muy intensa. Estar del lado de la producción implicaba todo mi tiempo. Con Extras fuimos a 28 ciudades. No quise volverme una representante de mí misma. Solté las riendas del teatro y decidí dedicarme a desarrollar mi prosa y escribir guiones de cine. Me tomé un sabático que se ha prolongado.
Siempre me ha llamado la atención tu visión de la escena porque me parece muy integral. Eres una autora que dirige y produce. ¿Esto ha afectado tu escritura?
Por supuesto. Entendí las posibilidades del medio. Eso te permite hacer más.
Ese conocimiento del artefacto teatral y de cómo opera en todas sus dimensiones es algo que hace mucha falta, ¿no crees? Veo mucha gente con una visión romantizada.
Yo diría indolente. Hay dos fenómenos en México: por un lado, el teatro comercial, movido sobre todo por la ganancia económica, lo cual no me parece mal. Sin embargo, nuestros productores comerciales generalmente van a Broadway o a Londres, ven una obra llena, con el público exultante y dicen “quiero esto”. La compran y le piden a sus directores que copien hasta cierto punto el diseño, suplan a los actores. Si pudieran comprar al público, lo harían. En ese tránsito, la obra con frecuencia pierde el corazón, porque hacer teatro no es comprar una silla en Londres y ponerla en otro lugar. Y luego está el teatro subsidiado, donde hay un productor anónimo, fantasma, burocratizado, que lo hace muy mal. Te pongo un ejemplo: quise ir a ver una obra muy exitosa de la que he oído, desde hace meses, cosas muy buenas. La busqué en todas las carteleras y no estaba anunciada en ningún lado. El teatro debe ser un acto público, no un evento secreto. Cuando produces con el Estado, no es raro que todo esté en tu contra.
Parte del problema tiene que ver con disposiciones sindicales que inhabilitan mucho de lo que se podría hacer.
Cierto, pero también veo que en el teatro subsidiado hay una inercia peligrosa que pretende no mover las aguas, no incomodar, tener una buena relación con la gente del gremio, que son los que van a votar por ti, te van a dar la beca o no. Es una comunidad que se mira a sí misma y que no mira al público, que es otra manera de decir, a la sociedad. A menudo, los temas están completamente desfasados del interés general. Sí hay una brecha con la sociedad en las maneras de producción, pero también en los temas. Por supuesto, hay excepciones muy notables y brillantes. Y la gente que va al teatro, ese pequeño grupo que sí sigue lo que se hace, sabe exactamente quiénes son.
Esa lógica autorreferencial ha sido muy destructiva.
Uno no va al teatro para que le confirmen lo que ya sabe. Vas para deslumbrarte. Y uso esta palabra lujosa porque el teatro debe provocar emociones lujosas.
Varias de tus obras han masacrado la noción de que el teatro es intrascendente o que no dialoga con la sociedad. Y lo han hecho de una forma muy lúdica. Molière es prácticamente un manifiesto contra la pesadez y la solemnidad. ¿Siempre has visto el teatro como un espacio lúdico?
Casi. En mis primeras dos obras tal vez pensé que para captar la atención del espectador la gente debía sufrir mucho sobre el escenario. Pero esa es una visión primeriza de la condición humana. Para mí lo difícil es ser ligero, transparente, convivir en alegría. La tragedia muestra el castigo terrible, horrendo de fallar. En ese sentido, pienso que es un género reaccionario. La comedia, en cambio, te enseña cómo derrotar la adversidad, cómo la vida gana sobre el fracaso y la muerte. Es el género que cambia las cosas. Ahora Molière vendría mucho a cuento. Hay un parlamento de la obra que dice: “Detesto a esos comerciantes del dolor, pomposos, pesados, arrogantes; no saben bailar y quieren atarles los pies a todos, no saben cantar y quieren taparles las bocas a todos; su nombre es el espíritu de la gravedad y, sí, los detesto.” Algo así…
Eso definitivamente resuena en el México de hoy.
Es adonde nos ha metido este presidente. En nombre de la gravedad y del destino histórico está limpiando al país y convirtiéndolo en un moridero de mexicanos. El discurso de Calderón es esencialmente trágico: “abrí al paciente y lo hallé invadido de cáncer”. Es una retórica que existe desde tiempos inmemoriales. Cuando el poder usa un discurso trágico, casi siempre hay efectos trágicos.
Aunque generalmente se piensa al revés. En la actuación, por ejemplo, lo común es esgrimir la inferioridad del cómico frente al trágico.
En Entre Villa…, había una actriz que salía a escena y recibía cada parlamento con una carcajada. En el camerino, agobiada, se me acercaba diciendo: no me toman en serio. Y yo le respondía: pero esto es una comedia. Ese malentendido me ha perseguido a lo largo de todo lo que he hecho.
¿Por eso te animaste a dirigir el montaje?
Le mandé la obra a un connotado director y me dijo que era un melodrama exquisito. Se la llevé a otro y me dijo que tenía a un actor muy chistoso para hacer a Villa. Un día, mi productora, Isabelle Tardan, me dijo: “Si no encuentras quién la entienda, dirígela tú.” Me dio miedo, pero me alegra mucho haber dado ese paso.
Entre Villa… es una comedia que requiere un tono realista.
La comedia sucede en el espectador, en su ideología incorporada. Cuando menos, esa es la comedia que me interesa. Recuerdo que en Monterrey, en la escena donde Diana Bracho se volteaba e invitaba a bailar a un chavo veinte años menor que ella y ponía su mano en la cintura de él y ella lo llevaba, se levantaba la cuarta parte del público. Una horda de señores jalaban a sus esposas para que se fueran porque entendían que estábamos rompiendo con una ideología patriarcal. Y eso a otros les daba mucha risa.
De algún modo, tu obra sobre Freud es una continuación del mismo tema.
Supongo que sí. Soy hija y sobrina de psicoanalistas. Estudié psicología. Desde que estaba en la universidad me inquietaba mucho el caso Dora. Me horrorizaba que el gran padre de nuestra disciplina viera a las mujeres independientes como enfermas mentales. Yo sentía que la visión femenina de Freud contradecía mi propia presencia en la universidad. Quise hablar sobre eso.
¿Te esperabas esa respuesta del público?
Me sorprendió muy gratamente que, a lo largo de esa temporada, hubiera muchos jóvenes interesados en ver la obra. Tal vez se identificaban con la incomprensión de la que Dora era objeto. Entiendo el arte como una forma de examinar la realidad. Intento involucrar al espectador en ese proceso. ~
(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.