Diccionario de los vientos

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Los pasos de un premioEstoy sentado en el restaurante Shakespeare's, en Weimar, Alemania, frente a un poeta chino que me habla, en inglés, sobre las dificultades de traducir a Heidegger a su idioma. Si algo me asombra es mi ausencia de asombro: esta pequeña Babel me parece perfectamente natural. Como natural les parece a los otros comensales —poetas, editores, novelistas y periodistas de diferentes partes del mundo— que aunque parecen tenerla en la punta de la lengua, no dicen la palabra globalización, sino que brindan con vino francés y en respetable español: salud.
     Han sido invitados para atestiguar la entrega del premio al Concurso Internacional de Ensayo, competencia que bien se puede calificar como un experimento arriesgado. Hace dos años exactamente, la revista literaria Lettre International, edición alemana (se publica en diez ciudades europeas: París, Berlín, Roma, Madrid, Bucarest, Budapest, Skopje, Zagreb, Belgrado y San Petersburgo, en sus respectivos idiomas), junto con la ciudad de Weimar, capital cultural de Europa en 1999, y la red mundial de institutos Goethe, lanzó una convocatoria a nivel mundial para que los interesados respondieran, en forma de ensayo, a las siguientes preguntas: ¿Liberando al futuro del pasado? ¿Liberando al pasado del futuro? Se podía responder en cualquiera de los seis idiomas de las Naciones Unidas (inglés, francés, español, ruso, árabe, chino) o en alemán, idioma del país anfitrión. El objetivo era hacer una radiografía del pensamiento mundial sobre un  tema compartido. Dos años después, los rostros sonrientes  congregados en Shakespeare's me dicen que el resultado de la convocatoria fue un éxito absoluto. Pero vayamos por partes.
     ¿Un tema compartido? ¿Quién elige dicho tema, que debe ser pertinente e interesante para una comunidad global que más bien ha manifestado, particularmente en este siglo, su apego a verdades particulares, locales y excluyentes? ¿Qué pregunta dispararía la reflexión simultánea de los pensadores de este mundo, cuyos cubículos y especialidades tan sólo son la discreta manifestación de un mundo parcelado en idiomas, fronteras, religiones, políticas, etc.? Por supuesto, los organizadores no ignoraron esta aparente contradicción e hicieron una preconvocatoria a pensadores y artistas de diferentes partes del mundo para llegar a un tema consensado. Aceptada la necesaria arbitrariedad, y las similitudes y diferencias que la conformaban, se escogió el tema arriba mencionado: ¿Liberando al futuro del pasado? ¿Liberando al pasado del futuro?
     ¿Pero qué clase de ambigüedad es esa?, me preguntó Elías Kouri, un simpático novelista libanés cuyo estrabismo, más que confundir, hipnotizaba. "La única posible", contestó uno de los organizadores cuando hice extensiva la pregunta. Cualquier particularización hubiera limitado la participación de los concursantes a una especialidad o enfoque, cuando el objetivo era que tanto un filósofo como un poeta o un ensayista político o un historiador pudieran abordar el tema desde su personal perspectiva. Parecía raro que una pregunta así se formulara desde una ciudad de Alemania, país renuente (se creería) a escarbar en su pasado. Pero al visitar la ciudad de Weimar constaté que sus habitantes (¿gentilicio de Weimar? Weimaraner, igual que el perro) mostraban sin titubear, con la seguridad de poder convivir con algo que ya se ha superado, su vecindad con uno de los campos nazis más tristemente afamados: Buchenwald. La pregunta, en fin, se lanzó a las cuatro esquinas del mundo. Y la respuesta fue la siguiente.
     Provenientes de 123 países, 2,481 ensayos fueron recibidos por los organizadores. Para poder leerlos y calificarlos se crearon siete grupos de prejurados en cada uno de los idiomas en que habían sido escritos los ensayos. Los nombres y apellidos de los prejurados en idioma inglés llamaron mi atención: Ama Ata Aidoo, Sudhir Kakar, Alberto Manguel, Maso Miyoshi e Israel Rosenfield. No tanto los de idioma español: Victoria Camps, Margo Glantz, Santiago Kovadloff, Rodolfo Stavenhagen y Juan Villoro (quien me cedió su invitación al evento). Si se trataba de medir la dimensión intelectual de la globalización, comprobé que el experimento comenzaba en esas listas. De los ensayos recibidos, 2,203 cumplían los requisitos establecidos en la convocatoria (se pedían respuestas en forma de ensayo que no rebasaran un aproximado de treinta páginas manuscritas). Se recibieron 710 ensayos en alemán, 618 en inglés, 306 en ruso, 205 en francés, 205 en español (de los cuales 21 provenían de México, cifra baja si se compara con los 54 de Argentina y los 55 de España), 122 en árabe y 37 en chino. La poca respuesta china, me dijo Yang Lian (el poeta chino, que también fue prejurado), se debió a que muchos intelectuales, acostumbrados al veto y la cerrazón, simplemente encontraban difícil de creer que sus ensayos fueran a ser leídos en Occidente. Otra razón, agregué, puede ser la difusión, pues a pesar del gran esfuerzo por promover la convocatoria a nivel mundial (en publicaciones culturales, en Internet y a través de los institutos Goethe), fueron pocos, al menos los mexicanos, los que se enteraron puntualmente de su existencia. Juan Villoro me confesó que el nivel de los ensayos en español, con excepciones, fue bastante bajo, lo cual no debe explicarse por las mismas razones de falta de difusión (pocas mentes capaces se enteraron), sino por otras más de fondo que sólo pueden plantearse aquí como preguntas y que tienen que ver más bien con el ámbito latinoamericano: ¿incapacidad de razonamiento discursivo?, ¿preponderancia lírica y narrativa frente al género ensayístico?, ¿excesiva digresión?, etc. Los siete grupos de prejurados escogieron un total de 43 ensayos, que fueron traducidos al inglés para la lectura de los siete miembros del jurado final, compuesto por: Halim Barakat, sociólogo sirio-estadounidense; Andrej Bitow, escritor ruso; Breyten Breytenbach, escritor sudafricano; Adela Cortina, filósofa española; Yang Gan, filósofo chino; Edouard Glissant, poeta martinico; y Boris Groys, historiador del arte y filósofo alemán.
     Oculta su autoría, a los ensayos sólo los distinguía el idioma original en el que habían sido escritos, aunque los uniformaba el inglés de la traducción para la lectura de los jurados finales. Pude hablar con dos de ellos: Edouard Glissant y Andrej Bitow. Ambos insistieron en lo arduas y pesadas (48 horas corridas) que habían sido las deliberaciones, pero de inmediato manifestaron su satisfacción con los resultados, a los que se llegó por unanimidad. El primero, cuando le pregunté qué rasero se usaba para medir, comparar y calificar, por ejemplo, un buen texto poético con una buena propuesta sobre física, subrayó la importancia de la calidad literaria, el humor y el entretenimiento. Respondí que las ciencias "duras" difícilmente compartían esas características, y acotó velozmente que tal vez no las disciplinas, pero sí el género ensayístico como tal. Por lo demás, finalizó, no se recibieron demasiados ensayos sobre ciencias duras. El segundo me confesó que cada jurado tenía un distinto candidato a ganador, y que sólo después de largas rondas de votos se alcanzó la unanimidad.
     La premiación fue en el legendario Hotel Elephant, donde a Goethe (figura ubicua y tutelar de Weimar), Schiller, Bach, Mendelsson, Liszt y Wagner —a Weimar también se le conoce como "la ciudad de los clásicos alemanes"— les gustaba dejarse ver. Aunque era notorio el entusiasmo de organizadores e invitados, la gente de Weimar ignoraba rotundamente lo que acontecía. ¿Qué acontecía? Que, después de obligados discursos y prolegómenos, se anunciaba que la ganadora era una rusa de veinte años de edad, Ivetta Gerasimchuk, por su ensayo Diccionario de los vientos. Delgada y seria, Gerasimchuk parecía la única persona no sorprendida con el anuncio: se sentó tranquilamente —mientras la fotografiaban sin pudor— a escuchar el discurso de clausura de Edouard Glissant, en el que pedía penetrar los misterios del término globalidad para hacerle frente a la globalización, para distinguir lo que llamó "culturas continentales" —atávicas, poderosas y graves—, de las culturas en forma de archipiélago —generalmente sin raíz, expandidas y múltiples. Aunque hierática, la joven rusa dio entrevistas y participó en una abarrotada conferencia de prensa con gran soltura. Estudiante de la Universidad del Estado de Moscú de Relaciones Internacionales, con una especialización en la República de Sudáfrica y otra en idiomas (inglés, afrikaner, alemán y latín), Ivetta era la delicia de fotógrafos y periodistas, a tal punto que no fue fácil darle relevancia a los ganadores de segundo a quinto lugar: Louis E. Wolcher (Estados Unidos), segundo; Christophe Wall-Romana (Francia-Es-tados Unidos) y Velimir Curgus Kazimir (Yugoslavia), empatados en tercer lugar (por lo cual no hubo cuarto); y Jean-Pierre Faye (Francia), uno de los más destacados representantes delavant-garde de los años sesenta y setenta, quinto.
     Con todos pude hablar, y aunque era evidente que ese grupo selecto no representaba el "pulso" de la reflexión contemporánea, ni siquiera unas coordenadas visibles para hacer la radiografía generalizada del mundo pensándose a sí mismo, sí pude constatar la formación literaria y filosófica de los cinco. Una coincidencia: dueños de un lenguaje filosófico, echaron mano de escenarios "literarios" para la exposición de sus ideas.
     Se ofreció una cena-festejo en la biblioteca del Hotel Elephant. Todos coincidían en el éxito del experimento. Elías era más escéptico: todo fue muy vago, en realidad no se pudo sacar nada en claro. No estuve de acuerdo: aunque las ideas eran distintas, se pudo comprobar que la plataforma para expresar las mismas era muy semejante, es decir que el lenguaje y el formato genérico en el que éste se amoldaba era casi el mismo, por así decirlo, aquí y en China. Además no se esperaba llegar a una gran conclusión general, sino medir el espacio entre las similitudes y diferencias en la forma en que distintos países y culturas se enfrentan a su pasado y, tal vez, detectar coincidencias idiomáticas o regionales. Fue un corte transversal, y como tal no dejó de mostrar interesantes capas y colores. En cualquier caso, nuestra discusión era lo que menos le interesaba a los ganadores, que ahora brindaban con vodka helado en honor a Ivetta. Na zdarovie. –— Julio Trujillo
No existen preguntas sin respuestas. Dios conoce todas las respuestas que, sin embargo, pueden permanecer desconocidas para nosotros. Al emprender su búsqueda intuimos que existen y —tarde o temprano— damos con ellas. Pero con frecuencia no nos satisface el resultado. Dudamos entonces y reiniciamos nuestra búsqueda, intentamos emular la perfección de Dios, que todo lo sabe.
     Así es la naturaleza humana. Enfrascados en discusiones interminables a menudo no notamos que, en esencia, ya hemos llegado a un acuerdo, que sencillamente le estamos dando diferentes nombres a las mismas cosas. Y, por el contrario, pasamos por alto que las más profundas contradicciones se esconden allí donde quedan ocultas, que solemos bautizar con el mismo nombre cosas absolutamente distintas. Científicos y filósofos no dejan de buscar respuestas a preguntas a primera vista muy simples: qué es un punto, qué es una recta, que son el tiempo, el infinito, Dios. Y son éstas palabras que usamos a diario.
     Por otra parte, en un mismo objeto o fenómeno, varias personas pueden descubrir cosas absolutamente diferentes, dependiendo de lo que quieran ver. Y esto da pie a nuevas diferencias, discusiones, a nuevas interrogantes.
     Ciertamente, el hombre desea responder todas las preguntas. Quiere utilizar las posibilidades de su cerebro al 100%, sin detenerse a pensar en lo que vendrá. Pero un cerebro que ha agotado sus posibilidades, que a pesar de contener un abismo de información es incapaz de generar una sola idea nueva, es un cuadro demasiado triste. No debe asombrarnos por eso que siempre valoremos nuestras capacidades como infinitas.
     El hombre atribuye la cualidad de lo infinito a las cosas que le son más caras: a Dios, a sus posibilidades y sentimientos (y que el everlasting love termine por encontrar su fin, aunque sea con la muerte de los amantes, no es tan importante). Igual de infinitos —queremos creer en ello— son el espacio y el tiempo. Porque en caso contrario, también finito sería el número de preguntas y respuestas, y tarde o temprano al hombre nada le quedaría por conocer.
     Tarde o temprano… Esta categoría temporal ya ha figurado dos veces en nuestras reflexiones, en ambos casos al mencionar la búsqueda de respuestas. Es el tiempo, ciertamente, lo que separa el planteamiento de la pregunta y la obtención de la respuesta. Para nosotros la diferencia entre el pasado, el presente y el futuro consiste, en última instancia, en la cantidad de lo que llegamos a conocer, en el número de respuestas que obtenemos. Son respuestas que Dios no necesita buscar, puesto que lo sabe todo. Porque si su todopoderío es real, entonces puede conocer, de manera instantánea, toda la infinita variedad del mundo en el tiempo y en el espacio. Dios no necesita que el tiempo exista. Los acontecimientos que asimilamos con una duración de varios siglos o milenios para Él son únicos, como es única la totalidad del mundo: su creación.
     Esta clara unidad del tiempo ya fue intuida por los antiguos: los hindúes, los evenos y otros pueblos, que representaban el tiempo en forma humana o animal, asignándole a cada intervalo temporal cierta parte del cuerpo. Los antiguos ya sabían que un día no debe ser separado de otro, ni un año de otro año. El pasado no puede ser liberado del futuro ni viceversa, como tampoco la mano derecha puede verse libre de la izquierda, ni ésta, a su vez, de la derecha. En esto consiste el designio superior de nuestro Señor. Dividir el tiempo significa exterminarlo, como lo demostró Zenón de Elea, también en la misma carrera tras respuestas a preguntas imposibles de responder.
     Aunque Zenón fue sólo uno de tantos. En cualquier sociedad humana siempre han existido los que intentan someter el tiempo a semejante vivisección. Y, gracias a Dios, nunca se salen con la suya.
     Unos, inspirados en el ejemplo de los lotófagos homéricos, tienden a "liberar" el futuro del pasado. El Diccionario de los vientos los llama anemófilos. Creen firmemente que el tiempo es infinito, y no les preocupa saber cuánto de él ya ha pasado, porque al no tener límite el infinito, tampoco existe un límite a los cambios del mundo en él. Los anemófilos aprueban cualquier cambio y prefieren el viento a la ausencia de éste, incluso si se trata de una fuerte tormenta.
     Otros valoran por sobre todas las cosas al tiempo, al que consideran un "don de los dioses" cuya dilapidación irracional debe ser tenida como el mayor de los pecados. En el Diccionario de los vientos se les llama cronistas. Los cronistas no están seguros del futuro, así como tampoco están seguros de la infinitud del tiempo. En cambio, están seguros del pasado, y por eso tienden más a "liberar" el pasado del futuro, que trae consigo, junto con los cambios que tanto odian los cronistas, la incertidumbre.
     Los anemófilos y los cronistas conviven en el mundo real, en el mundo del Diccionario de los vientos y en cada uno de nosotros. Aman, sufren, acometen problemas científicos y todo tipo de búsquedas, sostienen entre sí interminables discusiones en las que no hay vencidos ni vencedores, buscan respuestas a preguntas ya formuladas desde hace mucho, cuya existencia intuyen. Y dan con ellas tarde o temprano. Suele ocurrir que no les satisface lo que encuentran. Dudan, y comienzan de nuevo, una y otra vez.
 
Tiempo absoluto [Absoliutnoye bremya]: Tiempo que existe con independencia de cualquier ciclo y en el cual, por el contrario, todos los posibles ciclos, fenómenos y acontecimientos que tienen lugar en distintos sectores de un universo infinito pueden ser correlacionados. El concepto de T. A., al que con frecuencia recurren tanto los anemófilos como los cronistas, ha sido puesto en duda por la física moderna, incapaz de determinar de qué modo se suceden los acontecimientos en el universo. Seliguer Bezymianski comenta así esta situación: "Si el universo es infinito, también lo es la cantidad de acontecimientos simultáneos en él, como también es infinito el número de acontecimientos en general. Al ser la infinitud igual a lo infinito, el grado de certeza sobre la concepción tradicional del tiempo, y con más razón, sobre el T. A., tiende a decrecer paulatinamente".
     Desde el punto de vista de los cronistas, el T. A. es una cualidad del Relojero, capaz de abarcar de golpe, con su mirada perfecta, todo el universo. El contraargumento clásico de los anemófilos se basa en una cita célebre del quinto libro de Gregorio Viento: "Si el Relojero fuera realmente perfecto, entonces sería capaz de ver toda la eternidad de golpe, y todo lo que en ella fue, es y será. El Relojero no necesita que el tiempo exista, algo que sólo requieren los seres imperfectos, los hombres incluidos. Es sabido que la persona tan sólo es capaz de percibir de un golpe un reducido número de cosas". Probablemente, esta misma cita inspiró la siguiente frase atribuida a Einstein: "Para nosotros, físicos creyentes, la diferencia entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una ilusión, aunque nos cueste prescindir de ella".
 
Anemófilos [Anemofily] (del griego anemos, "viento", fileo, "amor"): En un principio, los adoradores del viento en la Antigua Grecia.

En una acepción más amplia, todos aquellos que buscan liberar el pasado del futuro. Los A. siempre prefieren el viento a su ausencia, incluso si se trata de una fuerte tormenta. Los A. aprueban siempre el cambio, aunque no sea para mejorar. Tal optimismo se basa en un alto grado de certeza en que el tiempo es infinito, y el Relojero todopoderoso. Gregorio Viento, pilar de la anemofilia, escribió: "Por cuanto el tiempo es infinito, y la vida humana abarca cierta parte de él, también ella es infinita (una parte de la eternidad es idéntica a la eternidad misma según un axioma que Anemófobo el Grande dedujo en su juventud). Del mismo modo, si el Relojero es todopoderoso, el hombre con todas sus cualidades es también parte de Él. Ergo: el hombre es también todopoderoso y sólo debe sacar a la luz sus posibilidades".
     La sociedad de los A. fue fundada en el siglo III a.C., como contrapeso a la sociedad de Cronos (los cronistas). En un principio era una asociación religiosa, y los propios A. adoraban a todos los vientos, desde el Bóreas al Afelia. Paulatinamente, la sociedad cambió a otras esferas de acción, gracias a que los A. encontraron muchos partidarios. Los estatutos de la sociedad (se desconoce cuándo fueron creados) contienen la siguiente frase: "Se considerará A. a la persona de cualquier edad, sexo, mentalidad y posición social que desee cambiar su vida sin reparar en los convencionalismos del pasado, y hacerse semejante al viento, siempre preñado de cambios. Un verdadero A. puede ser incluso alguien que jamás haya oído hablar de nuestra sociedad, pero que sea fiel a sus ideales".
     Los A. son parte inseparable de cualquier civilización, pero su grado de concentración en los sectores de la existencia varía. Los A. se dividen en pasivos y militantes. De entre los A. suelen aparecer todos los "hacedores de profecías". Se ha notado que en tiempos de disturbios el número de A. crece bruscamente, lo que al parecer está relacionado con el paso de cronistas al campo de los A. En tiempos de paz ocurre un proceso inverso. He aquí por qué, por ejemplo, los estudios más extensos, las enciclopedias y diccionarios son creados en tiempo de estabilidad social. Se desconoce si esta afirmación se encuentra en el Diccionario de los vientos.
     La historia de la humanidad contiene no pocos ejemplos de choques entre los A. y los cronistas. Lo que hace más complejo su estudio es que son precisamente los cronistas quienes registran y estudian estos choques, con una tendencia a aumentar desmesuradamente el número de sus victorias y "olvidando" sus derrotas. Como el interés de los A. en el futuro es mayor, estos corren con mejor suerte en las batallas.

 
Tiempo [Bremya]: Concepto cuya descripción satisfactoria no ha sido dada ni por los anemófilos ni por los cronistas, situación que influyó negativamente en el contenido de los artículos sobre el T. que pueden leerse en cualquier diccionario, incluido el Diccionario de los vientos. En los diccionarios comunes pueden encontrarse hasta diez acepciones de la palabra T., en las cuales es difícil encontrar una unidad. Por regla general, los artículos de enciclopedias y diccionarios especializados contienen información sobre los métodos de medición del T. y una crítica a aquellos que, a pesar de todo, han pretendido dar una definición del T.
     Para la medición del T. se han inventado varios dispositivos, en particular, los relojes. Pero ni los cronistas ni los anemófilos han abordado su medición ni descripción, ya que a los primeros sólo les interesa el pasado, mientras que los últimos sólo piensan en el futuro. El Diccionario de los vientos considera como la más apropiada la definición del T. hecha por Gregorio Viento:
     

El T. es la más perfecta ilustración de la Trinidad Cristiana como unidad esencial y trinitaria del pasado, el presente y el futuro. Creo firmemente en que el Relojero posee un número infinito de rostros, como lo dejó dicho Fata Morgana en la demostración de Su Existencia. Fue también ella quien señaló que la lengua del Relojero posee un número infinito de formas gramaticales para el tiempo. Pero una lengua sólo refleja la realidad. Por consiguiente, nada impide al T. tener un número infinito de rostros, y no sólo el rostro del pasado, el presente y el futuro, puesto que éstos comparten la misma esencia.

      
     Una ilustración de la idea de la unidad del T. se halla en las mitologías de muchos pueblos, por ejemplo los hindúes o los evenos, que representan al T. como un hombre o animal, y a sus distintos periodos como partes de su cuerpo. La falta de algunos de sus miembros impediría a un cuerpo vivir una vida plena.
     La relación del Relojero hacia el T. ha provocado muchas discusiones entre anemófilos y cronistas. Fata Morgana afirmó que el Relojero, todopoderoso, no necesita el tiempo. Pero los anemófilos objetaron que si el Relojero no distinguía el tiempo, entonces su todopoderío sería falso, y acusaron a Morgana de hereje.

Fin del tiempo [Konetz vremeni]: En las representaciones de muchos pueblos es el momento en que las personas dejan de percibir el tiempo, bien dejan de percibir el tiempo en general, o bien se igualan al Relojero. Tanto en la percepción de las personas como en la del Relojero, después del F. T. todos los acontecimientos se vuelven simultáneos.
     Nadie puede con suficiente grado de certeza predecir cuándo llegará el F. T. Según la representación de ciertos pueblos, el F. T. no arribaría de golpe, sino por etapas, precedido de disturbios, la así llamada aceleración temporal escatológica, marcada por la interrupción de los ciclos astrales conocidos y un rechazo al calendario.
     Cualquier disturbio puede ser considerado como una especie de F. T.

Comienzo del tiempo [Nachalo Vremeni]: En la representación de muchos pueblos es el momento cuando las personas comienzan a percibir el tiempo, bien en el momento de nacer, bien tras ser expulsados del Jardín e incapaces ya de percibir todo el mundo simultáneamente, a semejanza del Relojero. En la mayoría de los sistemas mitológicos, el C. T. precede a un tiempo histórico empírico y comienza con la creación del mundo por el Relojero. Según la opinión de muchos cronistas, la descripción del acto de creación que sucede en el tiempo es instintivamente reproducida por los hombres al describir el mundo en general.
     En las representaciones de distintos pueblos el C. T. se halla en distinto grado alejado en el tiempo. Así, para los ortodoxos el mundo es ocho años más viejo que para los católicos. En cualquier caso, ningún cronista se atrevería a describir con un grado de certeza lo suficientemente elevado el momento preciso en que ocurrió el C. T. De esta manera, la diversidad de puntos de vista de la humanidad se manifiesta en una disímil percepción del mundo. Cuando coinciden las distintas percepciones sobre la edad del mundo, distintos calendarios, culturas y tradiciones, aumenta el tono vital de toda la humanidad.
     En distintas mitologías, el C. T. es descrito, por regla general, como un absoluto caos, y los acontecimientos que lo suceden tienen por regla general una secuencia inversa al Fin del Tiempo.

Descripción [Opisanie]: Destacar y traducir a una forma verbal cualquier objeto o fenómeno concreto.
     La D. tiende a identificarse completamente con la realidad (la así llamada objetividad), pero esta idea es inalcanzable porque cualquier objeto puede ser descrito infinitamente. Con relación a la D., consideramos innecesario aludir en las páginas del Diccionario de los vientos a la disputa medieval sobre los universales. No debe sorprendernos que la mayoría de los cronistas adoptasen el punto de vista de los nominalistas, que percibían la realidad como una burla sobre la individualidad humana: antes preferían llamarse por sus propios nombres y, luego, con el universal "hombre". Los cronistas fueron inducidos a ello por el estudio de las lenguas antiguas. Es de todos conocido que las palabras usadas para designar conceptos abstractos aparecieron mucho después que los términos concretos. Las palabras "padre" y "madre" son más antiguas que "progenitor", más abstracta.
     Reflexionando de un modo semejante, Fata Morgana dio con su célebre demostración de la existencia del Relojero:
      
     

Las lenguas modernas, vulgares —escribió—, se vuelven cada vez más simples. A mayor antigüedad de una lengua, mayor es su complejidad, ya que tienden a una mayor D. literal de la realidad: ellas reflejan al máximo la diversidad del tiempo gramatical y de los números (existen no sólo números singulares y plurales, sino números dobles, etc.), contienen más casos gramaticales concretos y menos preposiciones abstractas, sencillamente más palabras para designar fenómenos concretos (colores, relaciones de parentesco, etc.). ¡Cuánto más compleja era la proto-versión , sobre la cual sólo tenemos una idea vaga y cuya historia se pierde en la noche de los siglos! Esta prelengua describía toda la diversidad del mundo con un número de construcciones semejante al número de fenómenos, objetos y vínculos entre ellos existentes en la realidad misma, es decir, un número infinito. En ella no existían palabras abstractas como "pájaro" o "árbol", sino que cada gorrión, cada haya, era bautizado con su propio nombre. La complejidad de esta lengua rebasa la capacidad humana, por lo que sólo puede ser la lengua de un ser todopoderoso y perfecto, es decir, el Relojero. Por ende, el Relojero existe (argumentum linguisticum in collectionem Tomae Aquinatis).

      
     Desde este punto de vista la lengua se desarrolla de una cantidad máxima de detalles a una máxima generalización, y es la palabra Relojero, como está escrito en el Diccionario de los vientos, el límite comunicable de generalización de una lengua.
     Lógicamente, tales cambios a nivel de la lengua acarrean cambios correspondientes en la D. Los anemófilos intentan presentar cualquier D. como fuera del tiempo, pero no siempre logran su objetivo.
     Los cronistas, por su parte, han concluido que en la mayoría de las D. el hombre, a tenor de sus peculiaridades psicológicas, tiende a identificar la esencia de las cosas con su origen (lo que la lógica bautiza como "determinación genética"). En otras palabras, cuando se intenta describir una mesa se dice que es un "objeto de madera" ("se tala un árbol"), "que consiste en una tabla y unas patas" ("la tabla y las patas son hechas de piezas de madera que luego son pegadas").
     Visto así, la D. del mundo no es sino la relación secuencial de su creación, toda vez que la creación y la generación sólo pueden ser pensadas dentro del tiempo. Basta con recordar las primeras líneas del Evangelio según Juan, cuyo logos griego no casualmente San Jerónimo tradujo como verbum, palabra que significa tanto "palabra" como "verbo" (ver también la etimología de la palabra "verbo" en la lengua rusa). Porque le corresponde al verbo reflejar el tiempo en la lengua. Para los latinos el tiempo estaba presente de manera invisible en cada palabra y, por consiguiente, en cualquier D. De ahí, concluyen los cronistas, que cualquier D. fuera del tiempo no tenga sentido.

Diccionario de los vientos [Slovar vetrov]: 1.Diccionario que recoge las definiciones, descripciones, comentarios, citas y biografías de personajes de un modo u otro relacionados con el viento. La veracidad de lo contendido en el D. V. (como en cualquier otro libro) depende del grado de certeza que observe el lector hacia él.
     Varias versiones explicarían el origen del D. V., pero ninguna ha sido reconocida por la otra parte. No queda claro dónde, cuándo y en qué lengua apareció por primera vez este libro o al menos parte de sus artículos (se supone que los artículos fueron escritos en varias épocas). Se desconoce si el cuerpo de artículos es constante (aunque no cabe duda de que el número de artículos ocupa algún valor entre el cero y el infinito). El hecho de que ciertos artículos fueran escritos a fines del siglo XX nada aporta, ya que pudieron ser escritos por un afortunado hacedor de profecías. No se sabe con certeza si el D. V. fue escrito por un solo autor o por un grupo de personas, y si este autor (o autores) era anemófilo o cronista.
     Ni los unos ni los otros reconocen este libro como "suyo"; por el contrario, afirman que el D. V. contiene "insolentes calumnias" y ninguna información útil. No obstante, el D. V. puede ser encontrado tanto en las bibliotecas de cronistas como en las de anemófilos, y en sus listas aparece y desaparece de un modo que sigue sin ser aclarado. Así, se cuenta que vieron un D. V. impreso con tipos góticos, que este libro fue usado por Fata Morgana, y que, quizá, precisamente el D. V. figura en el inventario de la colección que guarda La Torre de los Vientos, hecho por Anemómetro de Fivia como un "manuscrito antiguo y venerable, que abunda en nombres de vientos". No ha sido posible someter análisis a ninguno de los textos del D. V. aparecidos en distintas épocas en bibliotecas públicas y privadas, en la memoria de las computadoras o en la memoria humana. Por regla general, el texto desaparecía en el último momento en circunstancias nunca bien aclaradas, dejando huella sólo en la mente de sus lectores o creadores. Cierto anemófilo llegó a afirmar que: "El D. V. es igual de incognoscible que el Programa".
     En el momento en que se escriben estas líneas, el D. V. ya pertenece parcialmente al pasado y parcialmente aún no ha llegado del futuro.
     2. Nombre de un grupo de libros que nada tienen en común con el D. V. 1, pero que, posiblemente, fueron utilizados para la composición de éste: manuales meteorológicos, libros de cabecera de ensalmadores, cronistas, etcétera.
     3. Innumerables falsificaciones e imitaciones del D. V. 1 y D. V. 2

Cronistas [Jronisty] (Cronos: Una de las divinidades del panteón griego; posteriormente, la palabra griega cronos pasó a significar "tiempo"): En un principio, los adoradores de Cronos, miembros de la sociedad de Cronos. En su acepción amplia, todo lo que libera al pasado del futuro. Los C. prefieren la ausencia de cambios a los cambios ("la falta de noticias es una buena noticia"), la calma chicha al viento. El verdadero C. dejará la ventana cerrada aun en la habitación más viciada y nunca conectará el ventilador.
     Los C. se dividen en pasivos y militantes. Los C. reciben negativamente cualquier cambio, incluso aquellos que son para mejorar, ya que invariablemente suelen ir acompañados de incertidumbre. Para escapar del incierto carácter del futuro, los C. investigan con denuedo el pasado. La relación de los C. hacia la historia queda expresada a la perfección por la célebre frase de Quintiliano: "La historia existe para escribirla, no para vivirla".
     Más que nada los C. valoran el tiempo, al cual han proclamado como el mayor don del Relojero. Consideran como el más grave pecado gastarlo irracionalmente. "Prescindir del tiempo, prescindir de la historia, significa prescindir de Él y pecar —escribió Fata Morgana, cuyas ideas se convirtieron en mandamientos crestomáticos de los C. Nada conocemos sobre el futuro; alargar nuestra vida o interrumpirla, todo está en manos del Relojero". Como puede apreciarse por esta cita, de manera consciente o inconsciente todos los cronistas creen que el tiempo es finito. Con base en esto, los anemófilos proclamaron su herejía ("Si el tiempo es finito, entonces el Relojero no es todopoderoso").
     Los adoradores de Cronos, como se desprende de su nombre, poseen una historia tan larga como esta divinidad, artera y pérfida. Se desconoce con exactitud por qué y cómo adoptaron este nombre, y cuándo los adoradores de Cronos comenzaron a ser llamados C. Posteriormente los C. rebasaron los marcos de la sociedad religiosa y abordaron actividades diversas, hallando más y más partidarios. Los estatutos de la sociedad proclamaban la obligatoria observancia de la idea del reposo, de la invariabilidad y un santo interés por la historia, así como negarse a construir planes para el futuro. Muchos científicos, políticos y ciudadanos comunes que dieron con este documento descubrieron con satisfacción que eran 100% C., y que el ritual de iniciación de los C. nunca había sido fijado en documento alguno, lo que a pesar de toda la escrupulosidad de los C. sólo puede significar una cosa: que éste jamás existió. –— Traducido del ruso por José Manuel Prieto

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