Dominio y decadencia de la propaganda

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Desde la perspectiva histórica, no puede olvidarse que la glorificación del hombre y sus mitos precede a la exaltación de las cosas, ese vientre abultado donde se cobija toda clase de deseos y gustos. El hombre, endiosado por sus apetitos de inmortalidad, no sólo se erige en árbitro de honores y complacencias, sino que impone los medios y mecanismos que deben llevarlo a la cúspide de la fama.
Por ahí quedan las tumbas faraónicas, las estelas conmemorativas, los epitafios memoriales. Petronio decía que en las calles de Atenas era más fácil encontrarse con un Dios que con un hombre. A tal punto, que la iconografía funeraria obligó a Solón a dictar sus célebres leyes para evitar los excesos del lujo alrededor de las tumbas de los notables griegos. Todo lo movilizaba el canto del ego insaciable: del monumento glorificador al discurso hablado como instrumento de la persuasión; de la inscripción escrita a los mensajeros orales, como cuna primigenia de la propaganda sonora y sus aproximaciones electorales. En la Grecia emblemática del Partenón, Pericles, el aristócrata de la democracia, el seductor de la voz mágica —requisito inicial del hombre público— supo ejemplificar la popularidad que antecede a la fama política, mientras que en el ágora ateniense se escucharía la voz sabia de Sócrates para advertir que no se confundiera votar por un asno, creyendo que era un caballo.
     El encumbramiento mítico del hombre alcanza enorme esplendor en la antigua Roma. A su servicio, entre el nombre y la imagen, quedarían la piedra y el mármol; el marfil y el oro. Más el bronce de las monedas con las efigies caudillistas y la máxima purificadora, inventada por Diocleciano: "Por la gracia de Dios". El nombre de César se elevaría a título imperial y el de Augusto sería tanto adjetivo como sustantivo. El genio propagandístico de Julio César no se contentaría con ser El Gran Emperador, evocando a Alejandro Magno; sería, además, El Padre de la Patria. Una escuela, hecha hábito, que nutrirían, entre otros, Tiberio, El Salvador de la Patria; Calígula, El Divino; Nerón, El Libertador; Claudio, El Príncipe de la Juventud; Adriano, El Sumo Pontífice; Trajano, El Mejor de los Príncipes… Augusto enriquecería a Mecenas para que cultivara la adhesión de poetas y artistas, al tiempo que convertía su nombre en sinónimo de generosidad. A Roma se deben aportaciones políticas de palabras como candidato, voto, curul, edil, senador, panegírico, panfleto, libelo, pasquín… Vanguardia, sin duda, de las luchas electorales y propagandísticas, asociada al lema acuñado por el poeta satírico Juvenal: "Pan y circo". Idealización del quién y de la masa.
     Los orígenes de la propaganda se remontan a muchos siglos. Dando un gran salto, que comprende el año 1450, el del nacimiento de la imprenta de Gutenberg, nos detenemos en 1622, cuando el papa Gregorio XV acuña el término de Propaganda Fide, nombre de la sagrada congregación que se encargará desde entonces de propagar la fe cristiana, combatiendo el expansionismo europeo de las sectas protestantes. Con el tiempo se convertirá en la Epifanía de la Propaganda, mediante un conjunto de técnicas, vehículos y recursos humanos, aparte de los económicos, que perfilan sistemáticamente una acción ideológica, la de la Iglesia Católica, en todas sus extensiones evangélicas y en una muy concreta: "Los hombres han de ser transformados por la religión, no la religión por los hombres".
     La propaganda así entendida, como medio ideológico, será imitada por corrientes diversas, incluidas las de los adversarios de la Iglesia Católica. Tiene su influencia en la Revolución Francesa de 1789, que es eminentemente ideológica, con su cortejo inevitable: bajo la fiebre de la gloria, sus líderes se exterminan unos a otros. La influencia es mayor, copia minuciosa en algunos extremos, en el caso de la revolución bolchevique de 1917, con la guía audaz de Lenin y Trotski, cuya estructura hermética y dogmática extenderá por el mundo la ideología comunista. Ramales de la misma experiencia, reforzado el culto fanático a sus hombres representativos, serán los movimientos revolucionarios de Mussolini en la Italia de 1922 y el de Hitler en la Alemania de 1933. Uno y otro, utilizando a profundidad los adelantos de la letra impresa, de la imagen cinematográfica y de las ondas hertzianas e incorporando las nuevas técnicas de la movilización psicológica y sus adiestramientos manipuladores de masas. La propaganda llevada a sus máximos niveles, inspirada e impulsada por ideologías similares: el fascismo y el nazismo. La glorificación caudillista desbordada por multiplicidad de títulos insólitos, denominador común de todo género de dictadores.
     La publicidad, también de orígenes remotos en el tiempo, es impulsada igualmente por el invento de la imprenta, primer eje de la comunicación masiva, desplazando el predominio elitista de la palabra escrita. Pero su auge es inseparable de la Revolución Industrial, en el año 1776, al irse transformando en oficio regulador entre la producción y el consumo, con todas las características inconfundibles de la economía comercial. Podría decirse que el viaje de la propaganda hacia la publicidad es iniciado en Estados Unidos, el país que desde mediados del siglo actual encabeza, por su inversión y desarrollos pragmáticos, el mercado publicitario del mundo. Todavía, en las grandes guerras de 1914-1918 y 1939-1945, la propaganda es un instrumento de catequización religiosa y política, con un presidente Roosevelt que quiere alentar los ideales democráticos con su gran capacidad persuasiva. Dewey es el primer norteamericano que utiliza la televisión en la contienda electoral de 1950 con el enfoque mercadotécnico de la publicidad, camino reforzado por Eisenhower y Kennedy, este último con Nixon, cubriendo un teleauditorio de sesenta millones de espectadores. Las agencias del ramo, que en principio rehuyeron el manejo de campañas de este género, rectificaron después, atraídas por las bondades del negocio, ante la facilidad de convertir a un consumidor en un votante. El candidato es sometido a las estrategias y tratamientos de los productos comerciales, con el simplismo de que el candidato victorioso es el mejor, como mejor es la mercancía que más se vende. Esto es: la mercancía equiparada a un ser humano y el destino político de una nación en manos de expertos mercaderes. "Es la última indignidad del proceso democrático", clamaría Adlai Stevenson, el candidato demócrata derrotado en 1956. El crítico de la sociedad de consumo, Vance Packard, fue no menos rotundo: "En 1960, el presidente es un artículo que se vende mediante prácticas mercantiles experimentales". De experimentales, estas prácticas pasaron a ser, a partir de los setenta, sistemas rectores comprobados y funcionales. La propaganda desplazada por la publicidad. Quizá el caso más histórico sea el de Ronald Reagan, de quien James Reston dijo que daba el perfil estereotipado del vaquero de los cigarrillos Marlboro. Este cambio iría acompañado del espíritu festivo llevado a las campañas electorales por el pueblo norteamericano, tan amante del espectáculo, hasta las cercanías del circo, sin distinción de contenido, muy al estilo de las imágenes cinematográficas y televisivas. La influencia de Walt Disney, como marca estadounidense propia y de exportación.
     Evidentemente, Estados Unidos, el principal vendedor de imágenes visuales en el mundo, ha llevado más allá de sus fronteras el entendimiento publicitario de la propaganda. Los más recientes ejemplos pueden ser los de los triunfos socialdemócratas en Gran Bretaña, Alemania e Israel, aunque suene a paradoja, en partidos de fuerte tradición ideológica. Sin embargo, pese a la vecindad de nuestras fronteras y del dominio norteamericano del mercado comercial mexicano, tal influencia ha tardado en abrirse paso en nuestro país. Es en 1999, en los prolegómenos de las elecciones del 2000, cuando el contagio resulta visible, coincidiendo con las aperturas democráticas de México. Los medios audiovisuales, de acuerdo con el modelo importado, son la base de esta curiosa explosión. Vanguardia de ella, identificado con su propia experiencia profesional en el campo publicitario, es el candidato presidencial Vicente Fox, figura representativa de la oposición conservadora (PAN). Conservadora en la significación política, pero no tanto en las formas desenfadadas y agresivas de su lenguaje, inclinado a expresar con simplificaciones gruesas lo que a la gente le gusta escuchar: la regla obediente de las tendencias, que acaso la publicidad heredara de la propaganda. Vicente Fox parte de sus conocimientos mercadotécnicos, adelantándose a su mismo partido —el hombre y su discurso por encima de las ideas— para integrar una campaña con todos los ingredientes del oficio publicitario. Su imagen, el llamado look, está claramente diseñada: la de un hacendado mexicano, de aspecto criollo, rústico y sencillo, bien plantado, de palabra firme y rotunda, apoyada por ostensibles movimientos de gestos y manos, que llega a la gente con el clamor de protesta contra el empobrecimiento, la inseguridad y la corrupción de un sistema político afectado por setenta años de gobierno. La marca humana, centrada en una figura alargada y robusta; bigotes en punta; voz grave y sonora; cabello ligero, rematado por un flequillo frontal; cinturón campirano y una hebilla con las tres letras magnas y plateadas de Fox, al estilo de una marca comercial o cinematográfica. Hombre de a pie y a caballo.
     Fox lanza su campaña con el grito consonántico de "Vicente, un amigo diferente". Y con un juramento personalista, aparentemente tomado de la primera época de Benito Mussolini: "Si avanzo, sígueme; si me detengo, empújame; si te traiciono, mátame; si me asesinan, véngame…" En la misma línea, circulará: "¡Con Fox, todos los mexicanos… menos los corruptos!" Hasta rematar en el lema central: "Por un México verde, blanco y educado". Queda detrás el de su partido: "Por una patria ordenada y generosa y una vida mejor y más digna para todos". En cuanto al emblema, Fox ha dudado entre Kalimán y la Virgen de Guadalupe. Hasta ahora, por su fuerza y penetración, tal parece que será el candidato a vencer, más aun si se considerasu ambicioso objetivo: lograr veinte millones de votos.
     Otro candidato de la oposición es Cuauthémoc Cárdenas. Su campaña, instalada en los marcos referenciales de la publicidad y sus estrategias mediáticas, siendo la de la izquierda mexicana —PRD—, es más personal que de partido, más política que ideológica, por lo que resulta frágil en la captación del voto popular de protesta, que tan favorable le ha sido en las elecciones anteriores. Continúa fuerte el respaldo noble y mítico de la paternidad cardenista. Pero, posiblemente, la gestión al frente del gobierno del Distrito Federal lo haya debilitado, más que fortalecido, en una administración donde los problemas superaron siempre a las soluciones. Ha mejorado su discurso y el comportamiento gestual, dentro de sus propios límites. Con su lema —"Con Cuauhtémoc Cárdenas a la victoria"— lo respalda un partido fuerte en la movilización popular, pero con algunas fisuras internas en la disputa por el poder.
     El PRI, partido que no ha dejado de ser poderoso, pese a sus fracturas y erosiones, ha enfrentado el reto democrático de unas elecciones primarias con la rivalidad de cuatro candidatos que, en lo general, se han comportado como si pertenecieran a partidos enemigos. De hecho, es una contienda que se ha polarizado entre dos de ellos, ambos con asesores norteamericanos, lo que define el carácter publicitario de sus campañas y sus recursos económicos. Un Francisco Labastida, serio y propositivo en su discurso, posiblemente más entusiasta que carismático, acaso con un mayor margen de credibilidad que sus oponentes y un lema genérico —"Que el poder sirva a la gente"— con el cual se asocia su nombre, buscando más atar cabos que romper nudos. Y un Roberto Madrazo, combativo, desafiante y peleonero, que ha animado la batalla electoral sin temores o inhibiciones, poniendo a prueba la apertura democrática de su partido. Así, en un intento clásicamente publicitario, el de analogar el nombre de la marca con su lema, ha recurrido al verbo populachero de madrear, no sólo contra el sistema —"Dale un madrazo al dedazo"— sino contra su correligionario, al que él llama "el candidato oficial": "Labastida es un perfecto fracasado: Dale un madrazo a la inseguridad". Como paraguas publicitario usa el "sí se puede", acuñado con éxito en el mercado competidor de los detergentes.
     Si tuviéramos que hacer una síntesis de esta campaña preelectoral, sin duda de las más trascendentes en la historia política de México, afirmaríamos que la de Fox es la más ortodoxa en términos publicitarios. La de Cárdenas ha comenzado intensa, pero sin solidez. La de Labastida es la más abierta y apegada a su partido. Y la de Madrazo, la más provocadora: un mensaje de estridencias populares y un publicista más importante que el candidato. Todos, emplazados más en el quién que en el qué y el cómo. Al modo glorificador de los emperadores romanos y, a la vez, de los modernos teóricos de la publicidad norteamericana. La pantalla chica convertida en la pantalla grande y los regalos de las promociones publicitarias en golosina de la gente, entre los fuegos artificiales de la romería popular y la verbena de las frases hechas… y mal hechas. –

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