Señor lector, una noticia de mal gusto. No me disculpo: en el arte contemporáneo, el mal gusto es un oficio. Me refiero a una noticia de septiembre pasado. ¿Que no se enteró? No se disculpe: las noticias del arte no son noticias. El periódico inglés The Art Newspaper publicó entonces: “Gene Hathorn, un convicto sentenciado a pena de muerte, ha acordado regalarle su cuerpo al artista chileno-danés Marco Evaristti. El plan del artista es congelar el cuerpo de Hathorn y hacer con este alimento para peces.” La noticia continúa: Evaristti –como Truman Capote– ha procurado la amistad de un convicto que ha vivido tras las rejas tejanas desde 1985, cuando se le encontró culpable de las muertes de su padre, madrastra y hermanastro. La culminación de la relación Evaristti-Hathorn ocurrirá, en algún museo, cuando el espectador tenga en sus manos el alimento derivado del cuerpo de Hathorn, tal como lo planea el artista con la aprobación legal del convicto: “Los visitantes podrán alimentar a los peces que estarán nadando dentro de un acuario gigante.” El que los peces vayan a ser alimentados con una pasta hecha a base de carne humana le da a este performance un carácter polémico; no obstante, ni para Evaristti ni para Hathorn esto significa un problema ético. El verdadero problema es matar legalmente a una persona en nuestros tiempos, dice el artista por si alguien lo tacha de inmoral o cínico y no atiende el propósito de su obra: hacer una intensa campaña contra la pena de muerte. Esta preocupación del artista se presentaba ya en su obra The Last Fashion, una colección de ropa exhibida en agosto de este año y diseñada para los reclusos que se encuentran en el corredor de la muerte. Evaristti también diseñó una cama de ejecución, expuesta en la Feria de Arte de Copenhague a finales de septiembre. Sin embargo, el proyecto en que el protagonista será el cuerpo envenenado de Hathorn promete tener un mayor impacto en la sociedad. O por lo menos así lo desean ambos, artista y convicto.
2. Las propuestas que desentonan con los medios formales del arte aún parecen inquietar al público mayoritario. A ciertos artistas –Damien Hirst, Mauricio Cattelan o Andrés Serrano, por ejemplo– se les etiqueta como promotores del shock art, un arte que, según sus detractores, no dialoga con el “verdadero” arte y provoca sólo parálisis y rechazo en el espectador. Aunque parezca lo contrario, estas manifestaciones son todo menos huérfanas, y en su mayoría son todo menos choqueantes (el tiburón de Hirst, por ejemplo, no deja de ser un tanto cursi). Como antecedente está, entre otros, el accionismo vienés, movimiento a través del cual Günter Brus, Otto Muehl, Hermann Nitsch y Rudolf Schwarzkogler (luego se sumaron otros artistas) realizaron alrededor de 150 acciones que provocaron náuseas, fascinación y odio en la sociedad austriaca de los años sesenta. El accionismo vienés arrastró el cuerpo hasta el terreno del arte y, con ello, lo grotesco, lo sexual y lo violento, en contraposición con el arte sedentario y tradicional. Mutilaciones en vivo, representaciones orgiásticas y crucifixión de ovejas llevaron a los accionistas vieneses a ser considerados personae non gratae en la escena del arte y el Estado austriacos. Desde entonces fluidos y desechos como la sangre, el excremento y la orina han consagrado a varios artistas del siglo xx y son componentes de obras capitales que hoy nos permiten dialogar con un arte que parece dar escalofríos. En la última década, una serie de cadáveres de animales conservados en formaldehído ha salido triunfante en el mercado de las grandes subastas, lo que ha provocado que la crítica Lynne Munson asegure, con cierta razón, que “el arte del shock es el tipo de arte más seguro al que un artista puede dedicarse hoy, si de hacer negocios se trata”. No obstante, décadas atrás esta forma de hacer arte no tenía al shock como fin en sí mismo ni pretendía apoderarse del mercado; buscaba algo más ambicioso: una reestructuración total del arte y la sociedad.
3. Decía E.H. Gombrich en 1950, en su célebre La historia del arte, que la obra Retrato de su madre (retrato de una anciana, madre del autor, Alberto Durero, pintado en 1514) podía provocar rechazo en el primer atisbo y atracción después. Aunque detenerse frente a las arrugas de una anciana dibujadas en carboncillo no es algo que el espectador contemporáneo considere un desafío, la condición de rechazo que señala Gombrich advierte que hay mucho más que obtener de una obra que lo que sucede en un primer acercamiento a ella. Por ejemplo, si atendemos las obras de Evaristti notaremos que estas, debajo de su horror, discuten con una parte esencial y revolucionaria de la historia del arte. Esencial porque ilustra los albores de la vinculación entre el arte y lo político. Revolucionaria porque emplea procesos no más brutales que la propia política o la inercia social. En 2000, por ejemplo, su obra Helena consistió en colocar en un museo varias licuadoras llenas de agua, con un pez dorado dentro de cada una de ellas. El espectador la tenía sencilla: activaba o no la licuadora.1 Evaristti y el director del museo, Peter Meyer, fueron a juicio; el cargo: crueldad animal.2 Evaristti fue declarado inocente y dice ahora: “¿Cómo puedes rechazar diez peces en una licuadora cuando has vivido en una sociedad que, literalmente, ha matado a miles? ¿Cómo rechazas este tipo de obras cuando no rechazas lo que realmente está destrozando a la sociedad?”
Para Evaristti es claro que vivimos en una sociedad paradójica: por un lado, se denuncia la existencia de un arte desagradable y cruel que “tiene como fin en sí mismo la perturbación y nada más”; por el otro, se ejerce con naturalidad la crueldad. Actuar desde la ley, como lo haría la mancuerna Evaristti-Hathorn de realizarse la obra (no olvidemos que Hathorn ha cedido legalmente su cuerpo, no a la ciencia sino al arte), para denunciar una ley que (no encuentro otra manera de decirlo) deshumaniza a los humanos dará lugar, sin duda, a una obra elocuente. Una obra que tendrá como trasfondo esta denuncia: que las personas sentenciadas a muerte dejan de ser personas para volverse cosas, cuerpos inútiles, en espera del desenlace. De llevarse a cabo la obra de Marco Evaristti, también sucederá una suerte de acción metafórica: una reincorporación gestual del convicto al mundo al que también perteneció.
Disculpe, señor lector, que me detenga y lo deje solo. Los textos no suelen terminar tan bruscamente pero el arte, ya aprendimos, no se trata del buen gusto ni de los buenos modales. Se trata, a veces, de decir. ~
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1. Dos personas activaron el electrodoméstico.
2. Evaristti no es, desde luego, el primer artista perseguido por la ley. En 1968, por ejemplo, Günter Brus, cofundador del accionismo vienés, fue condenado a seis meses de prisión por degradar los símbolos de su país al defecar mientras se cantaba el himno nacional.