Credibilidad putativa

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Decía el periodista y profesor universitario Henry Adams (1858-1914) que durante las campañas electorales el aire estaba lleno de promesas… y viceversa. Pero en esta ciudad no basta con taparse los oídos, no basta siquiera una tregua navideña. Habría que cubrirse los ojos ante la sucesión de carteles adheridos a los postes con delirantes imágenes de candidatos y precandidatos: de un cierto efecto de contraluz en la propaganda de Demetrio Sodi a los espectaculares más recientes en los que Beatriz Paredes se ha soltado el cabello y sonríe a sus anchas.
     En el caso de Marcelo Ebrard, la hipnótica repetición de fotografías logra confundirse con los anuncios en las paradas de autobús donde un atractivo modelo invita a probar Nescafé Clásico: ojos parecidos, casi la misma sonrisa, el mismo cabello, aunque un poco más largo, y veinte años de diferencia.
     Curiosamente, la periodista francesa Camille Vaysettes describió al candidato oficial perredista a la gubernatura del Distrito Federal para el 2006 como “más joven y más fotogénico” que Jesús Ortega, su contendiente por la candidatura.
     Y aunque en junio pasado muchas de las vecinas de Satélite y Tecamachalco aseguraron a sus estilistas y entrenadores de gimnasio que “por guapo” le habían dado el voto a Enrique Peña Nieto, gobernador del Estado de México, éste no arrasó con los comicios gracias a su “linda cara”.
     Que un candidato se muestre entusiasta, haga u omita chistes o despliegue una sonrisa de dientes blancos y alineados, no le garantiza un triunfo o una derrota electorales. Quizás le ayude a pasar menos inadvertido, y eso fue parte de la polémica que se generó en Estados Unidos durante la serie de debates que sostuvieron en 1960 Richard Nixon y John F. Kennedy: a decir del analista y premio Pulitzer William Safire, para el público de la radio el ganador fue Nixon “por una voz más clara y certera”, mientras que para los televidentes Kennedy se mostró menos pálido, más vigoroso y seguro de sí mismo.
     Con un cuantioso número de seguidores a las afueras de Televisa Chapultepec y tras pronunciar frases aparentemente devastadoras como “soy hombre de una sola línea”, Ortega se había proclamado triunfador del debate que sostuvo con Ebrard, aunque, días después, este último fue quien obtuvo la mayoría de votos en la elección interna del PRD: 60% contra 40% por parte de su competidor.
     Una (y otra) vez demostrado que esta suerte de reforzadores no definen por sí mismos una elección, cabe preguntarse por qué los electores le confirieron una credibilidad mayor a Ebrard a pesar de antecedentes en los que, al menos mediáticamente, se había demostrado su ineficiencia, como el linchamiento de agentes federales en Tláhuac, cuando se desempeñaba como Secretario de Seguridad Pública.
     “Nada es tan admirable en la política como tener poca memoria”, escribió John Kenneth Galbraith, con referencia a aquellos servidores públicos que juegan a olvidar hechos y promesas. En el caso de un electorado cuantioso, la desmemoria no obedece a un acto deliberado. Más bien los episodios de análisis y reflexión ceden su turno a necesidades más apremiantes, así como a sentimientos y emociones PRImarios.
     La adhesión a una causa suele constar de componentes lógicos, éticos y emocionales; casi siempre alguno se impone en detrimento de los otros, ya que raramente se presenta un equilibrio. Son los famosos logos, ethos y pathos, llamadas pruebas de persuasión por Aristóteles en La Retórica, que Umberto Eco considera el PRImer manual de marketing político en la historia de Occidente.
     Desde la obra del Estagirita, basada en gran parte en la observación de tribunos ejemplares, hasta estudios más avanzados que en las últimas décadas han incorporado un sinnúmero de especialidades y aspectos de índole mercantil, la credibilidad de una persona es la suma de inteligencia, carácter y buena voluntad, los cuales suelen traducirse en determinación para hacer las cosas, conocimiento de las necesidades de la gente y preocupación por atenderlas, así como la vinculación entre las ideas y la experiencia. Y para no restarle sentido a la tapicería de la propaganda política ni dejar sin trabajo al creciente número de consultores, estos factores suelen verse reforzados por la personalidad y la imagen.
     Por lo que toca a los sentimientos que prevalecen en la mayoría de los ciudadanos, Ebrard ha capitalizado la confianza y la protección tan dedicadamente trabajados por sus antecesores de partido, de la misma forma en que Beatriz Paredes personifica lo opuesto al representar al PRI. Pareciera que muchos estrategas de campaña consagran tiempo extra a trabajar imágenes cuando podrían no sólo analizar sino comprender los sentimientos de un electorado potencial, que hasta ahora se encuentra mayoritariamente coptado por el PRD. En este sentido, no sirve de mucho proponer el rescate “del corazón de la ciudad” o prometer que sean los delincuentes quienes teman salir a las calles. La cordura y las buenas intenciones tienen poco que hacer frente a los ejemplos de las madres solteras o, todavía más emblemático, el de las personas de la tercera edad que, finalmente, creen que han sido tomados en cuenta.
     Y bajo el aura de la esperanza, cualquier candidato se convierte en un virtual triunfador, aun cuando sea de una o varias líneas, con probada ineficiencia en casos específicos y retratado hasta el cansancio mientras estrecha la mano del Innombrable.
     Ebrard se afilió al PRI en 1978 y años después fue diputado por ese partido. Posteriormente fundó, junto con Manuel Camacho, el extinto Partido del Centro Democrático. En el 2000 fue nombrado secretario de Seguridad Pública del Distrito Federal, luego de que el presidente Vicente Fox se opusiera a la sustitución de Leonel Godoy por Francisco Garduño. Fue en septiembre del 2004 cuando Ebrard se adhirió oficialmente al Partido de la Revolución Democrática y, dos meses después, tuvo lugar el linchamiento de agentes federales en Tláhuac, cuando el funcionario declinó enviar refuerzos para rescatarlos, a pesar de que el episodio duró varias horas.
     “De todas las cualidades requeridas para el papel de favorito, ninguna es más necesaria que el don de la familiaridad”, escribió el siempre citable Maurice Joly en El arte de medrar. Al amparo de posturas rígidas y sin matices como la de “nunca enviar policías a controlar la multitud”, Andrés Manuel López Obrador apoyó la acción —o inacción— del Secretario, y fue el mismo Presidente quien destituyó del cargo a Ebrard, mientras éste rendía informe ante la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.
     Amén de imagen, credibilidad putativa y encarnamiento de la esperanza, Ebrard presentó propuestas concretas, números y proyectos que, en tanto se antojen efectivos y cuenten con tan pródiga aceptación, no tendrán más que aumentarse o recortarse: seguro educativo para niños, ampliación de la Universidad de la Ciudad de México, 120,000 becas a discapacitados, visitas médicas a domicilio para adultos mayores, diez rutas de metrobús, alianza entre UNAM, UAM e IPN en proyectos vinculados de tecnología, reducción anual de 15% de la delincuencia y una policía eficaz, capacitada y bien pagada, que, nota del autor, ojalá no se vuelva inoperante cuando se contraponga con máximas inflexibles como la que, de alguna manera, justificó la pasividad en el caso Tláhuac.
     ¿Existirá un límite entre la solución de problemas específicos y aquel horizonte de esperanza? Para Karl Popper, la miseria humana era el problema más urgente en una política pública racional, mientras que la felicidad debía ser “cuestión de nuestros esfuerzos PRIvados”. En palabras de Hölderlin: “Aquello que ha convertido al Estado en un infierno es que el hombre ha deseado hacer de él su cielo.” Y esto ya huele a otros tiempos, aunque no tan lejanos. –

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