El viejo marino Joseph Conrad dictamina, lo leí en una de sus cartas, acerca del hundimiento del Titanic. Su opinión era que el capitán se había equivocado al maniobrar frente al iceberg; erró por tratar a toda costa de no incomodar al plutocrático pasaje (que incluía, como sabemos, al dueño de la empresa y al diseñador del barco) ni maltratar la modernísima cuanto indestructible embarcación. No, opina Conrad, el capitán no debió intentar esquivar la montaña de hielo que surgió como fantasma frente a él. Debió en vez de eso enfilar el barco hacia el iceberg y chocar de frente con él. El golpe hubiera sido brutal, gran destrucción, heridos, el barco habría quedado acaso inservible, pero, alega Conrad, no se habría hundido, desastre mas no tragedia.
Thomas Hardy escribió un impresionante poema sobre el Titanic, se llama “Convergencia de los mellizos”. En él se describe la minuciosa fabricación del lujoso trasatlántico, orgullo de la tecnología y del progreso. Y mientras crecía el barco, observa socarrón Hardy, allá lejos, en el Polo, iba paralelamente desarrollándose un iceberg fuerte, gigantesco. Y los dos colosos tenían acordada una cita en la noche, en medio del océano.
Cita accidental, azarosa. El accidente impredecible no tiene causas, por eso es accidente. Explicar es declarar las causas; luego, razona Aristóteles, los accidente son sucesos inexplicables. La casualidad es eso, azarosa.
En el Zaratustra de Nietzsche se proclama: “En verdad, es una bendición y una maldición enseñar. Sobre todas las cosas se encuentra el cielo del azar, el cielo inocencia, el cielo cercano, el cielo temeridad […] El azar es la más antigua nobleza del mundo; lo apliqué a todas las cosas, las liberé de la servidumbre del fin.”
¿Por qué elogia así Zaratustra el azar, por qué se refiere a él como cielo inocente, cercano, noble? Ensayemos una respuesta sin pensar de ningún modo que haya de ser única.
Aquí hay dos temas: uno es la suprema inventiva del azar. Por creativa que una persona sea, nunca podrá ser tan inventiva como la casualidad, no podrá alcanzar su infinita capacidad de urdir con fría y extrema facilidad, como si nada, como jugando, las más interesantes historias. He dicho jugando, esa es la otra característica que seduce a Nietzsche del azar, el juego. Lo que se hace jugando no tiene otra finalidad que el juego mismo, se opone a la tiranía mediocre de los fines humanos. “Y Nietzsche insiste siempre en el mismo sentido: protesta contra la asignación de un objetivo a las cosas, contra la asignación de un objetivo al mundo”, especifica Georges Bataille, reverenciador del azar y el juego como surrealista conflictivo que siempre fue (el surrealismo entronizó el azar y el juego, véase por ejemplo la novela Nadja de Breton).
¿Qué se necesita para elegir con justicia y tino en política?, se preguntó al presidente Mitterrand. “Indiferencia”, respondió, y su respuesta es más acertada y profunda de lo que parece. Tengamos sólo presente que a la justicia se la representa ciega, es decir, desinteresada. ¿Y qué hay más ciego e indiferente que un volado?
Y recordemos por último en esta apresurada enumeración de las virtudes del azar que los místicos judíos aseguraban que los diferentes encuentros casuales e inesperados con que se anima y diferencia cada uno de nuestros comunes y corrientes días forman un lenguaje del que Dios se vale para hablarnos y señalarnos cierta ruta o trayectoria vital, enigmática, pero tal vez no indescifrable para nosotros. ~
(Ciudad de Mรฉxico, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y acadรฉmico, autor de algunas de las pรกginas mรกs luminosas de la literatura mexicana.