Solitario, paranoico, agresivo y megalómano, Walt Disney hizo de sus tremendos defectos la materia prima del universo de amabilidad y ternura que lleva su firma, adorado y consumido por una generación tras otra en todo el mundo. Su obra, tan personal como engendro de una fábrica que explotaba talentos perdidos en los créditos finales
de las películas, tiene la solidez y coherencia de las mayores creaciones literarias, es un Balzac con su París diseminado en decenas de tierras fantásticas o, más bien, un Allan Poe conmovido por Mark Twain. En su biografía se cumple un melodrama que combina con precisión los clisés del siglo norteamericano, desde el repentino ascenso a la fama y la fortuna tocando las fibras de la fantasía colectiva en una década, los treinta, singularmente vulnerada por las tensiones políticas y las crisis económicas, hasta el acoso de las peores instancias del poder, sean el FBI, el Comité de Actividades Antiamericanas o la mismísima mafia. Fue el encendido anticomunista cuyo reino particular, Disneylandia, no pudo visitar un decepcionado Nikita Jruschov que parecía haber ido a Estados Unidos a visitar el parque, más que a descongelar la Guerra Fría. Pero esta obra se desarrolla en varios actos.
El padre negado
Aún vivía y gozaba las mieles de la gloria universal, cuando a Walt Disney se le cuestionaba la sistemática orfandad de sus personajes, fueran Blanca Nieves, la Cenicienta, Peter Pan, Mowgli, el escudero Verruga, futuro rey Arturo, o el caso brutal de Bambi, con padre lejano y una madre sacrificada por los cazadores. ¿Quién era el padre de Dumbo? ¿Por qué Pinocho necesitaba de la intervención divina para ser el hijo de Gepetto? Como el magnate inventado por Orson Welles, Charles Foster Kane, el ciudadano Disney sobrellevaba su leyenda guardándose un secreto infantil, un trauma mucho mayor que la nostalgia de cualquier Rosebud: durante décadas, le atormentaría la duda sobre su propio origen.
En el principio está su padre Elías, un ambicioso y frustrado descendiente de inmigrantes ingleses a quien los fracasos empresariales llevaron a un socialismo pedestre que responsabilizaba de su miseria a la conjura burgués-judaica. Pero era, además y sobre todo, un auténtico hijo de puta que desahogaba sus frustraciones en golpizas bestiales contra sus dos hijos menores, Roy y Walter. Los traumas de este último eran tan severos a los ocho años de edad que elaboró la fantasía de que Elías no era su padre sino un ogro, y que él no pertenecía a la familia, sino que había tenido la mala suerte de haber sido abandonado en esa casa. En 1917, a sus 16 años, decidió enrolarse en el ejército para combatir en Europa: la junta de reclutamiento, viéndolo muy joven, le pidió su acta de nacimiento. Descubrió que su familia no la tenía, pero que tampoco había registro de su nacimiento en ningún archivo de su natal Chicago, aunque sí constaba el nacimiento de un Walter Elías Disney ¡once años antes, hijo de sus mismos padres!
El misterio no se resolvió nunca, y, de hecho, se complicó muchísimos años después: J. Edgar Hoover reclutó a Disney, ya una gloria artística en 1939, para que informara al FBI de los movimientos que se consideraran sospechosos a la luz de la nueva guerra (vigilar a comunistas y a nazis por igual): Hoover había advertido las contradicciones en los datos sobre el nacimiento del artista, y ahora, en pago por sus servicios, puso a sus órdenes agentes que le revelaran la verdad. Como Mr. Arkadin, otra criatura de Welles, Disney era a esas alturas un hombre universalmente conocido, pero que no sabía quién era. Lo que indagaron los agentes (algunas fuentes dicen que se acreditaron como empleados de Disney) es un delirio legendario: fueron a dar al pueblito de Mojacar, en Almería, España, investigando la vida de una tal Isabela Zamora Ascensio, popular entre los varones del lugar como La Bicha, que tuvo un hijo, José, bastardo del doctor José Girao. Tal y como evolucionó la investigación, Isabela Zamora había emigrado a California en las mismas fechas, hacia los 1880, en que Elías Disney andaba por ahí buscando oro. José Girao y Walt Disney eran la misma persona. El asunto dejó varios cabos sueltos y un final hitchcockiano: se dice que los agentes no fueron a Mojacar a indagar, sino a plantar la evidencia en los archivos, para dar a Disney un origen claro, por disparatado que fuera. Él mismo envió en 1954 y en 1966 más personas a continuar la indagatoria, sin poder resolver varias contradicciones (José Girao había nacido, de nuevo, once años antes que Walt, lo que no explicaba nada): ¿cómo fue a dar un niño de Almería a una familia de Chicago? Los Disney tuvieron una criada española durante 35 años, tan fiel que Walt la llevó a su casa en los treinta: ¿era Isabela, la madre de José-Walt? Como fuera, el sentimiento de orfandad de Walt era tan intenso que, al nacer su hija Diane en 1933, anunció que, de ahí en adelante, a todo estreno de cada película suya podrían entrar gratis los niños abandonados. Flora, su madre oficial, murió mientras se filmaba Pinocho: tras su entierro, Walt ordenó que se cambiara la historia y se eliminara el personaje de la esposa de Gepetto: Pinocho no tendría mamá.
El artista negado
Walt Disney fue un creador incansable de personajes, a los que afinaba y corregía constantemente, permitiéndoles crecer y tener vida propia. Durante los años veinte, desde su ingreso a las Kansas City Film Ad Company (1920) hasta la creación del Conejo Oswald (1926), pensado como competencia del Gato Félix y antecedente directo del Ratón Mickey, dejó claro que su fuerza creativa no estaba recompensada con ninguna pericia como dibujante. Su mano derecha fue, en ese terreno, Ub Iwerks, un talento fuera de serie que realizó todo lo que a Disney se le ocurría, incluida su célebre firma de trazos curvos, usada hasta la fecha. Pero Disney carecía de todo espíritu de grupo: obsesionado por el reconocimiento social y artístico, negó sistemáticamente el trabajo y el arte de sus dibujantes; los sueldos eran una miseria, compensada, según él, por la oportunidad de trabajar "para Disney", y en momentos de crisis abría escuelas de dibujo donde reclutaba talentos que le trabajaran gratis o daba vacaciones no pagadas a las mujeres de sus staff, que le veneraban por guapo y generoso.
Más que como un magnate, Disney manejó su estudio como un…
Más que como un magnate, Disney manejó su estudio como un hacendado que veía en sus empleados a unos hijos a los que debía cuidar y educar: estaba prohibido decir malas palabras en las instalaciones, así como beber (aunque él se permitía el whisky en su oficina); le inquietaba la presencia de modelos desnudas en el taller de sus dibujantes, pero también le enfurecía que alguno de éstos se desarrollara por su cuenta: Ub Iwerks le dejó, amargado ante la falta de reconocimiento después del éxito de la primera caricatura sonora, Steamboat Willie (1928); en 1937, entró al estudio Arthur Babbit, el más grande talento con el que contaría jamás, uno de sus mayores dolores de cabeza. Babbit era, sobre todo, un creador nato, que hacía del personaje que se le asignara un auténtico ladrón de escenas. Disney le dio la creación de la heroína de Blanca Nieves; se llamó a la bailarina Margorie Belcher para que la interpretara: se filmaban sus movimientos y se recreaban en dibujo. Babbit y Belcher iniciaron un romance que se pasó de tórrido en las instalaciones. Disney enfureció ante semejante transgresión de sus normas morales y ordenó que los corrieran. Babbit apareció con un acta de matrimonio conseguida un día antes. Disney se tragó el coraje pero lo castigó asignándole a la Reina Mala. Gran error: Babbit consiguió uno de los personajes más fuertes de toda la filmografía de Disney. Para colmo, en 1939 Babbit promovió la creación del Sindicato de Caricaturistas (Cartoonist Guild), que Disney sintió como un ataque personal. La confrontación entre ambos fue feroz: Disney coqueteaba con el movimiento Nazi Americano, preocupado porque sus películas no podían verse en los territorios ocupados por Hitler, antes de que el FBI le buscara a su vez para que le sirviera de informante; mientras tanto, no pudo prescindir de Babbit y de su esposa, quien hará el Hada Azul de Pinocho. En 1941, el choque llevará a los estudios Disney a la célebre huelga de caricaturistas, que perderá Disney. Babbit será para él la encarnación de los peligros del comunismo: un enemigo oculto en las sedas del talento artístico.
El visionario negado
Cumpliendo con el guión de su melodrama particular de genios incomprendidos, el fracaso de las visiones de Disney fue colosal. Quizá ninguno mayor que Fantasía. Fueron varios los motivos para una extravagancia tan grande: el público tendía a gustar cada vez más del Pato Donald, mandando al empalagoso Ratón Mickey a un segundo plano; Disney no estaba del todo convencido de que debiera abandonar la serie de Sinfonías tontas, pero su fama tras Blanca Nieves y Pinocho, las expectativas que se tenían de la calidad de su fábrica de personajes y sus gustos musicales, no muy sofisticados, le habían llevado a trabajar en un mediometraje a partir de la partitura de Paul Dukas El aprendiz de brujo, para su amado Mickey.
En una de sus muchas noches de cena solitaria en el Chasen's, coincidió con el director Leopold Stokowski, también solo, que se pasó a su mesa y le reveló su gran admiración por Blanca Nieves y Pinocho; Disney le contó la idea de El aprendiz y Stokowski la hizo crecer. Al final de la cena, la idea general de Fantasía estaba claramente trazada, con los temas musicales básicos ya planteados.
Detrás de lo que pasaría a la historia como la mayor incursión de una técnica popular, el dibujo animado, a los terrenos del Arte, estaban los cálculos financieros al más puro estilo Disney: los costos de El aprendiz eran ya en ese momento altísimos y no veía la manera de recuperar la inversión vendiéndolo como un cortometraje. Al hacerlo un largo, la selección musical se rigió por piezas ya del dominio público, excepto La consagración de la primavera de Igor Stravinski, cuyo tema pagano y escándalo histórico en su estreno jamás llegó al conocimiento de Walt, que la vio como el fondo ideal para ilustrar el destino de unos dinosaurios. De mala gana, ofreció a Stravinski cinco mil dólares por el derecho de usar la música como mejor conviniera al proyecto. El autor, indignado, tuvo que ceder: obviamente, los abogados de Disney habían descubierto que los derechos de la obra se habían firmado en la Rusia prerrevolucionaria y eran irreivindicables. De lo perdido, lo que apareciera.
El simple anuncio del proyecto, al que además estaba vinculado un comentarista musical radiofónico, Deem Taylor, quien enlazaría los episodios, creó una ola enorme de curiosidad. Disney se fue a lo grande, aunque los ingresos de Pinocho no daban para lo que ambicionaba: necesitaba un formato panorámico, que abarcara, por ejemplo, a la orquesta completa o, la solución más criticada de la película, los dinosaurios de La consagración de la primavera. Pero el Cinemascope estaba apenas en una etapa experimental, a trece años de su lanzamiento formal. La idea se desechó. Sin embargo, Disney quería impresionar en serio, apuntalar su sitio como artista, ser el Chaplin de la animación. Pasó al registro sonoro: Fantasía debía ser el paso más grande desde la llegada del sonido al cine en 1927. Los temas se grabaron en Fantasound, un sistema que anticipaba la estereofonía, en siete canales que resolvían la música en 96 bocinas. No hubo sala en todo Estados Unidos que quisiera las complicaciones de la adaptación y el Departamento de Defensa se atravesó ordenando a la RCA, fabricante del sistema, que lo abandonara y se orientara a la guerra que parecía inminente; frustrado, Disney se tuvo que conformar con estrenar su versión estereofónica en Nueva York para, después, distribuir otra con una sola, saturada pista sonora convencional. Pese al éxito de algunos episodios, concretamente el de los honguitos de la "Danza China", hecho por Arthur Babbit, Fantasía fue un fracaso que sólo se reivindicó con el paso de los años.
El rey sin dinastía
¿A quién amó Walt Disney? Ciertamente que no a su padre ni a su esposa, Lillian Bounds, una entintadora de su estudio con la que se casó al mes de un noviazgo más bien frío (en la luna de miel, Disney tardó cuatro noches de indiferencia en consumar el matrimonio, sólo para fingir una emergencia en el trabajo y volver de inmediato). Lillian no estaba lista para las ansias de fama de su esposo, que aparecía solo en todos los eventos, al grado de que se le consideraba entre los solteros más codiciados de Hollywood a diez años de casado.
En la primavera de 1949, Disney tuvo la idea de un parque de diversiones que recreara sus mundos personales, desde el Kansas de su infancia (Main Street) hasta su utopía (Tomorrowland); tardó seis años en construir su sueño máximo, donde impuso reglas que se mantienen a la fecha, como la prohibición a los empleados de usar bigote. Lillian no compartía el entusiasmo de su esposo por el parque, sobre todo después de que le negaran la entrada por no tener boleto. Walt se quedaba cada vez más tiempo ahí, hasta que instaló su departamento en uno de los edificios de Main Street. Disneylandia era no sólo su Xanadú, sino el retorno a una infancia que su padre le había robado a golpes.
¿A quién amó Disney? Los Mousequeteros, los niños que participaban en el programa de televisión El club de Mickey Mouse, juran que los adoraba, que atendía todos sus caprichos en los cumpleaños de cada uno, que preparaba unas fiestas a lo grande. Pero el Rosebud de Disney estuvo siempre con él: muerto Walt el 15 de diciembre de 1966, su hermano Roy sostuvo el imperio hasta su propio fallecimiento en 1971. Roy se había hecho a un lado cuando Walt, en 1926, decidió cambiar el nombre de la empresa, de Disney Bros. a Walt Disney Studios. Antes de dejar la casa paterna en 1912, Roy enseñó al pequeño Walt a defenderse de su bestial padre ("Cuando te vaya a pegar, deténle el puño con una mano y mírale a los ojos"). Walt amó siempre a ese joven que, con la espalda cruzada por los cinturonazos, abrazaba al temeroso niño de ocho años y lo mecía hasta que se dormía y se hundía en sus sueños. –