Daniel McDonagh es un prolífico football poet que ha dedicado su obra, varios centenares de poemas largos, medianos y cortos, al club de fútbol Celtic. Su torrencial obra incluye sugerentes títulos como: Un sueño Celta (que consta de seis partes), Una oración para el Celtic (con líneas calculadas para resonar en las cúpulas de las iglesias), Un corazón celta y vacío (para ser mascullado en las derrotas), y una joya escrita hace apenas un par de meses de título Ecos catalanes sobre verde y blanco. El “verde y blanco” son los colores de su materia poética, que es su equipo, y los “ecos catalanes” son, metáforas aparte, francamente eso: los ecos catalanes de los culés en el Camp Nou durante el partido Celtic-Barça que tuvo lugar hace un par de meses. “¿Es el Camp Nou la vieja guarida de leones donde se espera que los celtas sean devorados? […] ¿Será que la famosa camiseta verde y blanca es una armadura plateada?” Daniel McDonagh, el célebre football poet escocés, garrapateaba estas preguntas en su poema mientras una decena de forofos del Celtic, vestidos a rayas verdes y blancas, bebían cerveza en el bar del hotel Fuster a las diez de la mañana. Yo estaba ahí, asistiendo a un acto característico de mi profesión y de paso observando a estos individuos que con una mano cogían la jarra helada y con la otra un teléfono móvil por el que sostenían conversaciones en un inglés estentóreo. En medio de ese grupo que yo observaba a cuatro mesas de distancia, vi a un individuo ceñudo de americana y bolígrafo en la mano que identifiqué como el football poet de esa tribu, probablemente el torrencial McDonagh, a juzgar por la rapidez con que escribía lo que acaso serían los versos de los Ecos catalanes. Pero yo no sabía entonces de esos versos que aún no había colgado en su prolija página de Internet, sino de estos otros que había leído unos días antes: “Nuestra religión del Celtic es todo lo que tenemos, viajamos a ciudades donde nunca hemos estado”. La veintena de forofos se levantó de golpe y se dirigió, en un pelotón desordenado y temible, hacia la calle, hacia esa ciudad donde nunca habían estado. Entendí que ahí había una oportunidad para hacer un poco de periodismo de infiltración, de infiltración moderada, porque no llevaba camisa a rayas ni hablaba por móvil en inglés estentóreo, y además estaba seguro de que se me notaba lo culé; así que me infiltré lo más cerca que pude, caminaba a unos metros del pelotón y en ocasiones, cuando el ritmo de la acera lo sugería, me arrimaba a unos treinta centímetros arriesgadísimos.
La decena verde y blanco iba Paseo de Gracia abajo, dando tumbos y sosteniendo una conversación polivalente ya sin móviles, a viva voz, a gritos puros y duros, soltando risotadas, mirando los escaparates y propinándose empujones y jugarretas; incluso vi cómo uno, un oso escocés pelirrojo, entre risa y risa le picaba el culo al otro, un oso escocés rubio. “Esto va mal”, me dije, confirmando la conveniencia de fungir como infiltrado distante. Al llegar a Paseo de Gracia y Provença un par de forofos del Celtic buscaron la esquina para efectuar un pis, dos chorros profusos y cantarines que fueron jaleados por los otros ocho, que llevaban prisa porque querían meterse al bar de un hotel que estaba más abajo, en Paseo de Gracia y Valencia. Al ver esos chorros recordé el título del poema de McDonagh que mascullan los del Celtic cuando los derrotan, “Un corazón celta y vacío”, y me sentí con ánimo de aplicarle esta paráfrasis: “Una vejiga celta y vacía”. Entré al bar del hotel detrás de ellos y me acodé en la barra mientras la decena céltica tomaba posesión de tres mesas con sus bancos, un grupo festivo y ruidoso que hubiera ahuyentado a los clientes que afortunadamente no había, pues eran las diez y media de la mañana, una hora poco habitual para ingerir cuarenta minutos ininterrumpidos de cañas, copas y jarras, que registré en su totalidad, tomando nota mental de algunas de las llamadas que hacían por móvil en inglés estentóreo. Uno de ellos le decía a su madre, con un volumen de voz que bien podía llegar a Glasgow sin la mediación del aparato, que iban a “acabar con ellos”, con los del Barça, supuse; y otro, unos minutos más tarde, le gritaba a su novia las cosas que le apetecería hacerle si ella estuviera en ese momento en Barcelona, “y si no hubieras bebido ese número paralizante de cervezas”, pensé yo, y desde luego me equivoqué porque al cabo de cuarenta minutos se levantaron los diez con notable agilidad y luego de liquidar su cuenta salieron otra vez Paseo de Gracia abajo, ahora entonando canciones celtas e himnos regionales, algunos al parecer con letra del football poet, que llevaba dentro del grupo el tempo y la voz cantante. Más desordenados y más temibles llegaron a Plaza de Cataluña, la cruzaron en diagonal con gran alboroto y al llegar a la fuente de Canaletas, interrumpieron sus canciones y, a saber por qué, se echaron a correr Ramblas abajo hasta que uno de ellos se zambulló en un bar y detrás de él los otros nueve y al final yo, que no quería perderme el desenlace de la crónica de esa mañana detrás de los forofos del Celtic. Se acodaron los diez en la barra, y ya sin hablar por móvil, pero cada vez más estentóreos, consumieron en tiempo récord, según las notas mentales que tomé, cuatro jarras de cerveza cada uno, es decir: cuarenta jarras o, si se prefiere, veinte litros que, cuando la decena céltica salió de ahí, a las once y cincuenta de la mañana, se fueron eliminando pis tras pis, un forofo tras otro, Ramblas abajo rumbo al mar, en los lugares más variados, un poste, un árbol, la parte lateral de un quiosco, los pies de un muchacho que actuaba de estatua. Yo iba siguiéndolos a una distancia prudencial, tarea nada fácil porque iban desperdigados. Me concentré en el football poet que cantaba, junto con el oso pelirrojo, una de sus famosas letras, porque a esas alturas no me quedaban dudas de que el hombre de la americana y el bolígrafo era el mismo McDonagh que cantaba entusiasmado su propia obra: “Las canciones son viejas pero ruidosas, la multitud del Celtic es un coro de ángeles, y a lo largo de los días y de las noches, en la victoria y en la derrota, somos fieles al verde y blanco”. De pronto otra vez, sin más motivo, supongo, que el festejo extremo, se echaron a correr calle abajo y ya no tuve aliento para seguir tras ellos, me cansé al pensar que apenas era mediodía y que el partido por el que habían viajado a Barcelona empezaba a las nueve de la noche. Decidí abandonar mi periodismo de infiltración, los vi alejarse Ramblas abajo en una turba polvosa y estentórea y luego, durante treinta segundos, no más, sentí que me quedaba con el corazón celta y vacío. –
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