El culpable

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Juan Manuel Márquez tiene razón. Manny Pacquiao no es responsable por lo que determinaron los jueces; si lo fuera, si hubiera sido cómplice de algún complot, como el que presuntamente vimos el pasado 12 de noviembre, habría echado mano de sus capacidades histriónicas y no habría cuadrado semejante cara de derrota al final de la pelea. No, él tampoco pensó que podía ganar. Así y todo, en un deporte que a veces, por su corrupción indescriptible, casi parece que ha dejado de serlo, es quizá el culpable más conspicuo de lo que pasó. ¿Qué le tocaba a Pacquiao? Nada más terminar el combate y luego de escuchar el veredicto, duchado y zurcido con dieciocho puntos de sutura para encarar a los medios con esa persistente hemorragia en el labio inferior, confirmar lo que todos sabemos, a saber, que en los doce rounds, en el ring, que evidentemente no es lo único que cuenta cuando se habla de boxeo, perdió el combate. Así, al margen del performance impecable de Márquez, al terminar esa pelea redondita, sabia, meticulosa, peleada con sangre caliente y cabeza fría –esa pelea como de cuento de Jack London, preparada al detalle por él y por Ignacio Beristáin, nuestro último gran sabio del dulce arte del golpeo–, los aficionados habríamos tenido al menos un motivo para sonreír, como otras muchas veces.

Y es que, como sabe cualquier aficionado, esos gestos de deportividad no son raros en el boxeo, si por boxeo no entendemos a los intermediarios, las casas de apuestas y las asociaciones, federaciones u organizaciones que conforman el mundo del que, no sabemos bien cómo ni por qué, nació el espectáculo bochornoso de aquella pelea excepcional que cristalizó en un fraude de otra época, de esos de viejo cine de mafiosos. Porque escándalos recientes con las decisiones de los muchachos elegidos por la Comisión de Nevada no faltan, pero el fraude de la Pacquiao-Márquez III pareció de otra época, un poco al estilo de aquella película de Chano Urueta, Guantes de oro, en que un chico entrenado por un puñado de campeones en retiro –destacadamente el Chango Casanova y Kid Azteca– recibe fuertes presiones de la mafia para vender una pelea.

No se trata de hacer aquí una defensa tipo nietzscheano, de escritor de intensidades éticas antijudeocristianas o de narrador yanqui alcohólico sobre una actividad que, dice Richard Ford con un puntito de razón, consiste básica y no muy heroicamente en ver a dos sujetos que intentan dar golpes sin recibirlos (lo interesante, más que el boxeo, son las historias de los boxeadores). Aun así, hace poco vimos a Muhammad Ali, comido por el Parkinson pero también por los sentimientos, en el acto de despedirse de Joe Frazier, el hombre al que derrotó dos veces y humilló verbalmente unas cincuenta, muerto por un cáncer de hígado fulminante. O al propio Pacquiao mientras pedía clemencia por Antonio Margarito, fulminado por sus puños de metralladora pero incapaz de dejarse caer. Incluso en el boxeo, el arte de los nudillos pero también de los cabezazos, los codos en el pómulo y el golpeteo en los riñones, predominan los abrazos de verdadera fraternidad luego de un intercambio terrible de golpes o las manos alzadas al contrincante que perdió, otro gesto mínimo de reparación y deportividad que no tuvo el filipino.

Un detallito así de nimio no hubiera limpiado la mancha, pero hubiera bastado para darle otro poco de oxígeno a un deporte que entró en severa decadencia hace algunos años, con el secuestro del pago por evento y la multiplicación ridícula de federaciones, reglas y títulos, y que ahora que parece agarrar de nuevo un poco de altura se ve en riesgo de desplome por las decisiones de quién sabe qué mandamases. ¿Novedades? Ninguna. Sabemos bien qué esperar de los mandamases. Pero si el boxeo ha sobrevivido a las mafias es por el contrapeso que dan los gestos personalísimos como los que no quiso tener Pacquiao, que todavía hoy dice sin media sonrisa en su magullada cara que ganó el pleito.

En la película de Urueta, malísima por supuesto, los viejos boxeadores acuden al auxilio de su discípulo cuando a media pelea mete el freno y se decide a ganar pese a la mafia. Al final, todo se resuelve a golpes, sanamente. A Pacquiao le bastaba con levantar la mano de Márquez. ~

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(ciudad de México, 1968) es editor y periodista. Es autor de El libro negro de la izquierda mexicana (Planeta, 2012).


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