El desorden manuscrito de Quevedo

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¡No si no fuera yo quien liberarse busca
     y recuperado te encontrara en algún pasillo del metro;
     acaso sin que reconozcas en mí la llama que tus desaires no extinguieron,
     ni aceptases desatar cadenas y herir a esos buitres que forman una espiral
     en el cielo azul al mediodía sobre de mi cabeza!

Fuentes de mala felicidad,
     desierto que divide en prisión el ceño y la mirada en albedrío dubitativo.

Anduve perdido a pie diciendo de memoria el camino
     que no lleva a ti es este sentimiento ciego
     cuya forma errada la perturbación tutela.
     Y en mi peregrinar por la urbe,
     hallé al homicida debajo del aguacero,
     estornudando,
     mientras un fuego de hielo lo abrazaba consumiendo en horror su rostro insomne.
     Huí, entre otros pasos, persuadido de que el amor nunca delinque
     (si la pasión no estalla la exaltación de su fuerza)
     aunque el dolor amaneciese desdibujando su sonrisa,
     que es la imagen de la muerte en la belleza.

Algo gano al perder,
     si no los rasgos míos, sí la naturaleza reconstruida de la libertad imposible
     que los maltratos de lo real desmienten.
     Una sonrisa, desde luego, faltaría
     para que entre tus lágrimas creyera que, en tus palabras, al despedirte,
     yo dejara de ser este asolado transeúnte
     en la interminable avenida de los deseos frustrados.

Disfrazado de amigo,
     sin confesar el desorden manuscrito de mi espíritu,
     la trama intrincada en la que la vida se vuelve
     un vivir invisible de desencuentros absurdos;
     yo —la fantasía a mansalva en una razón constante de destrozos—,
     pasaría de nuevo por la calle en la que está tu casa,
     y silbaría, para que mi corazón no pene,
     al ver que tú no te asomas al balcón,
     a ese irrefutable paisaje de mi arquitectura inconclusa. –

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