El espacio multiplicado. Entrevista con Ricardo Díaz

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Egresado de la Escuela Nacional de Arte Teatral del INBA, Ricardo Díaz formó parte de la compañía yugoslava KPGT, dirigida por Ljubisa Ristic. Posteriormente, estudió dirección en la Academia de Artes Escénicas de la Universidad de Sarajevo. Poseedor de una vocación de búsqueda y renovación de las formas teatrales, sus montajes El veneno que duerme y No ser Hamlet exploran las posibilidades dramáticas de espacios no convencionales de representación.

 

¿Cómo llegaste al teatro?

Yo estudiaba ingeniería textil en el Politécnico. A pesar de ello, leía mucho. En esa época, mi hermano comenzó a hacer teatro. Un día tomé un taller y me pegó a la primera. Aunque estaba en los últimos semestres, dejé de ir a la universidad. Sin pensarlo demasiado, decidí hacer el examen de admisión a la ENAT y me aceptaron.

 

¿Estudiaste actuación?

Sí. Actuar es algo que me ha apasionado siempre. Aunque desde entonces me costaba trabajo la actuación realista. La idea de apropiarme de las emociones del personaje desde mi propio cuerpo me resultaba ajena. Yo descubrí que tenía una vocación más narrativa. Tomé un curso con Raúl Zermeño, donde él analizaba comparativamente a Stanislavski y a Brecht. Fue muy esclarecedor. Entendí que el modelo psicológico no tenía nada que ver conmigo. Poco a poco, me di cuenta de que era director.

 

¿Por qué te fuiste a Yugoslavia?

En ese entonces (a finales de los ochenta) existía el Festival de la Ciudad de México. Y vino Ljubisa Ristic, un director serbio que fundó una corriente de teatro vanguardista en Yugoslavia. Durante su estancia en México lo conocí, me invitó a trabajar con él y me fui a Subotica, una ciudad al norte de Yugoslavia, cerca de la frontera con Hungría. Ahí estuve trabajando como actor en la compañía KPGT, que él dirigía. Después me fui a estudiar dirección a Sarajevo.

 

¿Encontraste diferencias con la enseñanza teatral en México?

Muchas. A ellos les preocupaba que su programa de dirección fuera multimedia. En aquel entonces esa palabra no estaba asociada a la informática. Tenían una visión muy integral: egresábamos como directores de radio, televisión, cine y teatro. Teníamos tres maestros y un asistente para siete alumnos. Uno de ellos era Ademir Kenovic, que después hizo la película El círculo perfecto. Creo que la diferencia fundamental está en el diálogo tan intenso entre las distintas disciplinas. Aquí tenemos una visión más especializada, más cerrada a un solo concepto.

 

¿Y la gente sabía que iba a haber una guerra?

Muchos hablaban de la gran Serbia, una ilusión viejísima, que forzosamente implicaba la subordinación de Croacia. Los problemas entre cristianos romanos, ortodoxos y musulmanes eran terribles. Yo estaba en Sarajevo cuando empezó la guerra. Nunca vi combates en la calle, pero sí viví la economía de guerra. En un año se le recorrieron 27 ceros a la moneda. Fue muy angustioso. Los billetes cambiaban constantemente. Le gente cobraba su salario y salía desesperadamente a comprar cosas o a cambiar su dinero por marcos alemanes. Un día fui a cambiar y me dieron una moneda de dos marcos. En ese momento entendí que debía irme, aunque antes regresé a Subotica. Estuve ahí unos meses, dirigiendo mi primera obra: una exploración en espacios abiertos y cerrados de La vida es sueño.

 

La primer obra tuya que vi, El veneno que duerme, también era un trabajo a partir de La vida es sueño. Se representaba en el Centro de la Imagen en la Ciudadela. Tú guiabas al público por el museo, literalmente llevándolo adonde ocurrían las escenas.

Digamos que el trabajo en Subotica fue la investigación de la puesta que tú viste. Quería trabajar con un espacio no frontal y con convenciones que no se construyeran a partir de relaciones cotidianas o costumbristas.

 

Me llamó la atención el diálogo entre la acción y la arquitectura.

Yo no he dejado de trabajar en eso. Me importan mucho las posibilidades del espacio inmediato, del espacio contenido. Trabajo mucho con la idea del afuera y el adentro. En la caja italiana, o teatro frontal, todo obliga al actor a llegar al centro. Me atrae más la idea de Peter Brook del carpet show, donde la colocación de una alfombra en el espacio ofrece, por lo menos, cuatro puntos de vista en la relación entre el actor y el espectador. Yo, sin embargo, creo que se puede prescindir de la alfombra. En mis trabajos el espacio teatral puede multiplicarse en cualquier dirección.

 

Con frecuencia compones acciones simultáneas, que terminan por romper una linealidad tradicional de clímax y desenlace.

Así es. Mientras más estímulos le das al espectador, lo obligas a que tenga que decidir qué es lo que va a ver. Intento transmitirle que no va a poder encontrar un significado único, que no va a presenciar una escenificación costumbrista. Procuro relacionarme con el espectador mediante provocaciones sinestésicas, dirigidas al cuerpo, no a la cabeza.

 

No siempre trabajas en espacios alternativos. A veces sí recurres al edificio teatral.

Sí, y me gusta mucho. Yo no tengo ningún problema con los teatros. Algunos como Santa Catarina, El Galeón o el Foro Sor Juana me resultan muy atractivos. A veces me siento a disgusto con los modelos de producción del teatro en México. Creo que están muy anquilosados. Insistentemente repiten esquemas de las generaciones que nos preceden. La forma en que se operan los teatros no siempre es receptiva a propuestas que pretenden hacer las cosas de otra forma.

 

Fue precisamente en el Foro Sor Juana donde dirigiste En la soledad de los campos de algodón de Bernard-Marie Koltès. ¿Por qué escogiste esta obra?

Me interesa Koltès como continuador de Beckett. En Esperando a Godot, los personajes son clowns que tienen que hacer pasar el tiempo porque no hay manera de detener la escenificación. El olvido de Estragón me parece parte de esta operación. Hay una conciencia del uso de la escenificación como saturación, como cansancio. En el caso de Koltès, creo que va más lejos. No sólo explota esta relación limítrofe, denigrando cualquier heroísmo trágico, sino que incrementa la ironía a niveles insoportables. En ese sentido, tiene una gran resonancia actual.

 

En este montaje recurrías a estructuras de improvisación.

El texto tiene dos personajes: un dealer y un comprador. Yo lo hacía con siete actores, que se organizaban de distintas formas. Los actores decidían qué roles iban a representar a los veinte minutos de iniciada la función. Podía haber un dealer con seis compradores o dos compradores con cinco dealers. Dependiendo de cómo se configuraban, tenían que tomar decisiones para resolver la obra. Era muy divertido.

 

¿Qué le falta al teatro mexicano?

A mí me da la impresión de que no estamos cubriendo el espacio que nos toca. Hace unos años leí el prólogo de Luis de Tavira a los ensayos de Usigli, que publicó el Fondo de Cultura Económica. Yo había leído algunos de esos textos como estudiante. Tenía una idea de Usigli influida por mis maestros. Sin embargo, al releerlo descubrí a un hombre que se asumía como pedagogo del país, revisor de todo, prácticamente un tirano. El mismo discurso se repetía en el prologista. No podemos trabajar con una sola operación estética. Debemos ser más plurales.

 

Uno pensaría que la idea del arte como forma de educar al espectador y el concepto la nación como entidad homogénea ya habrían caducado.

Me interesa relacionarme con el espectador de otra forma. No quiero que esté obligado a nada. No tiene que conocer el texto, el espacio, ni el discurso. Él es quien decide qué nivel de diálogo quiere establecer. ~

 

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(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.


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