El fuero innovador

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Si los legisladores gozan de un fuero que los deja a salvo de la acción penal, en el mundillo de las letras y las artes también existe un fuero estético inviolable: el que protege a los innovadores contra las silbatinas del público. Mucha gente sobrada de ambiciones y escasa de talento está interesada en sobrevaluar la novedad y, sobre todo, en blindarla contra la crítica, para que nadie pueda tocarla ni con el pétalo de una rosa. Cuando un crítico de cualquier disciplina tacha una innovación de insulsa o barata, los modernizadores dogmáticos se apresuran a descalificarlo por no haber entendido los arcanos teóricos del arte contemporáneo. Toda obra de arte debería decir algo por sí misma y el simple hecho de que exija por parte del público un aparato conceptual para disfrutarla genera, o debería generar, una duda razonable sobre su legitimidad. En el campo minado de las artes plásticas, el colombiano Carlos Granés (autor del corrosivo ensayo El puño invisible) y la mexicana Avelina Lésper han esgrimido este argumento contra los productos más deleznables del arte conceptual, concitando un diluvio de insultos y ataques en las redes sociales, pero también la adhesión de muchos lectores con espíritu crítico. Ni Granés ni Lésper quieren cerrarle caminos a la rebeldía creadora: solo le exigen imaginación y rigor. Pero los vendedores de baratijas avaladas por un marco teórico inapelable creen que la autoridad de lo nuevo los inmuniza contra cualquier opinión adversa, un privilegio que jamás tuvieron los artistas anteriores a la sacralización de la ruptura.

En el mundillo teatral también hay abundantes brotes de indigencia creativa revestida con los oropeles de la innovación. De unos años para acá se ha puesto de moda proyectar películas o videos en los montajes teatrales, combinando el lenguaje audiovisual con el lenguaje escénico. Seguramente muchos teóricos del arte dramático han avalado en términos encomiásticos esta fusión, pero, en abierto desacato a su autoridad, el público debería preguntarse si las imágenes en pantalla intensifican o debilitan la vida del drama. La esencia del teatro es la comunicación directa de emociones, la catarsis compartida entre el actor y el espectador. Ninguna otra forma de expresión puede representar la química de las pasiones con ese grado de intensidad. Cuando un “creador escénico” desperdicia la presencia de sus actores para proyectarnos una película boba, nos aleja del conflicto representado, disminuye la tensión dramática y complace al espectador aletargado por la omnipresencia de la imagen audiovisual en el mundo contemporáneo. ¿No se supone que el teatro de vanguardia busca justamente doblegar la cobardía emocional del público? Esta sandez ya no se puede calificar de trasgresora, porque la han adoptado infinidad de directores mediocres que aspiran con denuedo al título de innovadores, tal vez porque necesitan guarecerse en un sanctasanctórum a prueba de abucheos.

Por último mencionaré dos ejemplos de innovaciones poéticas ridículas, a sabiendas de que por ello seré crucificado en el espacio de los internautas, donde tantos caudillos culturales frustrados dictan cátedra en el limbo. Hace unos meses, cuando me atreví a poner en duda la calidad poética de Mario Santiago, algunos lectores indignados me sentaron con orejas de burro en el banquillo de los acusados. Les pareció escandaloso y mezquino que yo no reconociera la excelencia de un genio capaz de pergeñar estos versos de arte mayor:

 Las botas / el olor a 1 destino presentido en fulgurantes

viajes de chemo

¡Aaarrrggghhh!

La leona parisina paría 1 cagarruta más de leyenda

& de tedio

Nótese la genial sustitución del artículo un por el número correspondiente y el reemplazo de la anquilosada conjunción y por la grafía &. Un alarde asombroso de poderío verbal que introduce el caos dentro del alfabeto. La irrupción de la onomatopeya “Aaarrrggghhh” es quizá una sutil alusión al último canto de Altazor, pero el centro neurálgico de la estrofa se encuentra, sin duda, en esa formidable cagarruta preñada de simbolismos, donde se manifiesta de cuerpo entero el yo lírico de un poeta que nunca padeció estreñimiento creativo ni conoció la autocrítica en el momento de hilvanar eructos. A diferencia de Santiago, Juan Gelman sí fue un verdadero iluminado, sobre todo en sus poemas de amor, donde tiene hallazgos memorables, pero también incurrió algunas veces en la innovación estúpida, por ejemplo, cuando le cambia el género a los artículos para romper la concordancia con el sustantivo: “pechos que no soportaban la aire”, “la tiempo con sus días contados” “las llagas de la miedo”. Hasta los grandes magos de la palabra sucumben de vez en cuando a la tentación de hacer malos trucos. Algún crítico defenderá sin duda esta innovación, invocando los poderes demiúrgicos del poeta y su don de travestir el lenguaje. Para mí solo es un capricho inocuo, tan fácil de imitar que probablemente hará escuela entre los poetastros inclinados a la búsqueda experimental más cómoda: la que se concede todas las libertades sin imponerse la menor exigencia. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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